Lo primero que veo es la mirada de Diego, al chico lo veo después, producto de la mirada y la conciencia de que algo se ha parado a mi izquierda y no se mueve. Estamos en un bar de San Bernardo teniendo una de nuestras conversaciones intelectuales -el tema de hoy: educación, ciencia y cultura, la pasada semana fue: ventajas e inconvenientes de fichar un central y un delantero para el Barcelona-, y el chico nos mira muy fijamente de manera alterna y dice: "¿Os puedo preguntar algo?"
Diego responde que sí, yo le miro con cierta superioridad moral, con la pose del que ha firmado millones de autógrafos en su vida. Venga, a nombre de quién lo pongo. "A lo mejor os parezco un loco", dice, y desde luego no lo arregla. "Eso dependerá de la pregunta", contesto yo, y finalmente el chico suelta: "Os he estado escuchando hablar, perdonad, y quería saber qué pensabais de la relación entre Kierkegaard y el cristianismo".
Esto es cierto. Esto sucedió este jueves. A eso de las 5.
Yo miro a Diego y Diego me mira a mí con cara de "el filósofo eres tú", y en realidad yo no tengo ni puta idea de Kierkegaard porque no he leído nada suyo, pero, en fin, conseguí sacar un sobresaliente en literatura inventándome el Quijote, ¿por qué no voy a probar con un danés angustiado? Explico las relaciones entre existencialismo y cristianismo, la posibilidad de compaginar ambas cosas, suelto palabras como "determinismo" o "esencialismo" y cuando he acabado nadie aplaude, el chico sigue ahí y dice: "Vale, ahora la segunda pregunta".
Me relajo porque lo justo es que esa pregunta le toque a Diego, que me ha estado mirando todo este rato con cara de "este tío no sabe de lo que está hablando" pero con una cortesía enorme no ha querido refutar ni uno de mis argumentos. Hubiera quedado muy divertido. La segunda pregunta -en serio- es "Diferencias entre Camus y Sartre". Al chico le parecen lo mismo. Diego empieza lo que quiere ser una respuesta pero luego para, como si en realidad quisiera preguntar dónde está la cámara, así que tengo que continuar yo y hablar de Antoine Roquentin y bla, bla, bla...
Cuando acabo me parece oír algunos silbidos en el tendido de sol pero el chico sí está agradecido. Tanto que dice "gracias" y sin más vuelve a su mesa y se sienta delante de un ordenador portátil.
La vida de chalet mantiene una cordura que en Madrid es imposible conservar. Madrid es un horno lleno de gente extraña y con demasiados sitios que visitar en muy pocas horas. Diego me acompaña a Plaza de España -la conversación ha derivado en "Violencia en Londres: causas y posibles consecuencias, un análisis generacional"- y ahí me encuentro con Alba, a la que tengo que entrevistar para la revista Zona de Obras.
Alba y yo tenemos algo en común y ese algo en común es ni más ni menos que Edu Chapero-Jackson, que no es poca cosa. La llevo al mismo bar, por si acaso el chico vuelve y me pregunta algo del tipo "¿Con quién te quedas, San Agustín o San Anselmo?" y así quedo de intelectual consolidado, pero no, el chico no vuelve, así que la invito a un té con hielo y la entrevisto, o más bien charlo con ella, porque Alba no es una chica a la que la pones la grabadora delante y te pones a pensar en las bajas para la Supercopa mientras habla, Alba es una chica a la que hay que mirar y escuchar y pensar que dentro de 15 años los dos nos acordaremos de esa entrevista en el bar improbable de San Bernardo.
Ella habla y yo hablo. Me hago mis propias preguntas y así todo es más fácil. Cuando acabamos dice "ojalá todas las entrevistas fueran así..." y yo pienso "ojalá todos los entrevistados me dejaran hacer estas entrevistas" y nos despedimos de nuevo en la esquina de Gran Vía, carteles vaticanos en las farolas, mochila con ordenador en la espalda, un calor que me empapa la camisa y la esperanza del chalet en la distancia, como una comadreja que buscara su escondite y solo encontrara cepos.