miércoles, septiembre 09, 2020

Los juegos del hambre


Pensé en dejar la Escuela Oficial de Idiomas porque yo no soy un héroe. Ni siquiera estoy seguro de hasta qué punto soy un profesor, pero eso lo dejamos para otro día. No soy un héroe y no quería que me exigieran como tal pero no hubo suerte. Tampoco alternativas, no nos engañemos. Igual hay alguien en algún lado diciendo: "Deberíamos impedir que hubiera 1.000 ingresos diarios en hospitales, deberíamos evitar que septiembre se lleve por delante a 2.000 personas" pero tampoco tiene alternativas y también le sale caro.

Trabajo en un centro donde cuando te toman la temperatura siempre da 35,5. Trabajo en un centro donde todo el mundo está desbordado, no hay alfombrillas para zapatos, no hay protocolo de seguridad como tal o no se facilita a los recién llegados, no hay cuarentenas de contacto con el papel, no hay dos turnos de limpieza así que somos los profesores los que limpiamos entre grupo y grupo, no hay posibilidad ni siquiera de reunirse online porque las reuniones (claustros, departamentos, niveles...) son obligatoriamente presenciales, como todo. Esto, en un distrito por encima de los 500 casos por 100.000 habitantes cada 14 días. En una ciudad donde cada día mueren 20-25 personas y 300 ingresan en los hospitales.

Da igual. No voy a caer en la complacencia de culpar exclusivamente a la administración de todo esto. Acabaremos cayendo por puro sudapollismo. Acabaremos cayendo porque necesitamos los huevos. Agachamos la cabeza, seguimos adelante y asumimos que quizá el siguiente seamos nosotros y quizá nuestras familias pero que no dejamos de tener un buen sueldo y algo es algo. Los juegos del hambre. Confiar en que suene el disparo en el cielo y anuncie que en realidad le ha tocado a otro. Y quizá luego a otro. Esquivar las balas, eso es todo. Sobreponerse. No pensar. "Si me pongo a pensarlo, me deprimo", dijo el otro día un alto cargo del centro donde trabajo. Yo no quería ser un héroe pero no me quedó más remedio. No culpo a nadie. Como le dijo George Harrison a John Lennon en aquella gira de 1974: "Me metí en esto solo y solo voy a acabarlo".

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Quedan los niños. A ratos, ojo, que también tienen lo suyo, pero, sí, quedan los niños. Abrazarlos y besarlos y pensar "están ahí, nos queremos, no esperan nada de mí que no les pueda dar". A veces, el Niño Bonito me coge él a mí y me empieza a rascar la cabeza porque sabe que me gusta, como si me estuviera diciendo "no te preocupes, yo te protejo". Como si supiera que necesito protección, él, a sus seis años. No le corresponde, pero me dejo. Luego le llevo a la psicóloga. Soy un desastre de padre. Él es una bendición de hijo.

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A veces, pienso en por qué no me quedé más tiempo en casa de mi abuela. Tenía 30 años. Podría haber negociado algo, supongo. Aquello era mi vida, toda mi vida repartida por los rincones de una casa de la que nunca quise salir. Los alquileres aún no habían explotado, la crisis sonaba muy a lo lejos, como una cosa que les pasa a otros. Tenía trabajo pero quería dejarlo, la historia de mi vida. De algún modo, sentí que me echaban cuando en realidad me echaba a mí mismo. Ocho años después, me pasó lo mismo pero ahí sí que me echaron  con todas las letras. No quiero que me pase lo mismo, supongo. Quizá sea astucia y quizá sea simplemente miedo.

jueves, septiembre 03, 2020

The late great Johnny Ace



"It was the year of the Beatles, it was the year of the Stones". Sí, pero en realidad podría ser cualquier año porque lo que cuenta es la chica del verano anterior y Londres y la sensación de estar regalando los días, de que los días te sobran y puedes arrojarlos al aire y luego recogerlos como en una película de furtivos. Eso es lo importante y a eso va la canción. Podría ser el año de Bad Bunny y el año de Taylor Swift. Lo será para alguien algún día, dejémosle que crezca. Lo que cambian son los nombres, lo que se mantiene es la nostalgia y nadie, absolutamente nadie, retrata la nostalgia como Paul Simon en sus canciones.

Lo bueno, además, de Simon es que no es un "penas". Ni siquiera un moralista. No hay una "cabaña del Turmo" haciendo de magdalena de Proust en sus canciones. Simplemente, como si nada, se suelta la bomba: el tren a lo lejos, la chica que quiere descubrir América, las imágenes de una juventud que a veces parece eterna. Los propios reproches: "Maybe I think too much" sonando en mi cabeza a cada hora que el Rey Sol no duerme, agitado, el dedo en la boca y la respiración jadeante sin que sepamos muy bien por qué. Así hasta que acaba en la hamaca, como su hermano a su edad, y poco a poco va cediendo el dedo y el ceño y el bebé se relaja hasta quedarse dormido con la boca abierta, liberado de algo que, insisto, no sabemos qué es.

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En los mejores días, pienso que este podría ser el blog de Paul Simon. Un Paul Simon muy cutre, claro. Un Paul Simon de barrio de Prosperidad contando batallitas. En los peores, esto es Celtas Cortos pero sin reproches. Yo ahora querría contar una historia muy sencilla, una historia reciente, agradable, con un giro cínico y cómico y en el fondo entrañable para ganarme todas las simpatías. La típica historia que luego en Twitter merece que alguien postee: "El gran Guille Ortiz...". El gran Guille Ortiz, hay que joderse. No, no tengo la historia. La estoy buscando mientras escribo esto pero lo que sale es un llanto desconsolado, un bloqueo de pánico y una angustia en el pecho. Lo dicho, un penas, es lo que hay.

Volví a San Blas pero no reconocí nada. Eso fue lo más sorprendente de todo. No ya el bloqueo, la angustia ni el llanto, que eran de esperar. La memoria. No reconocí las aulas ni los pasillos ni un rincón en el que... No reconocí el camino al metro, la gente rara con la mascarilla colgando, las terrazas de barrio llenas. Los descampados aún esperando. No sé, no es lo habitual. Estuve ahí un mes y medio, creo, pero eso tampoco lo recuerdo del todo bien. No creo haber sido infeliz. Debió de haber sido 2008, el año de Arcade Fire y el año de Bloc Party. De los vídeos en los que todo se derrumbaba con estilo. Cuando regalaba los días yo también y me ponía guapo para el fin de semana y la chica del verano anterior aparecía por mi cumpleaños con una venda en la muñeca para disimular los cortes.

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Oh, el Niño Bonito. Si yo pudiera ayudar en algo al Niño Bonito. Si yo pudiera ver al menos los resultados de esa ayuda. El Niño Bonito. El Niño Bonito. Repetir su nombre como él repite sus "lo siento, lo siento, lo siento" o sus "te quiero, te quiero muchísimo" porque él de momento no es Paul Simon ni Cifu y si compusiera una canción, lo mismo le salía "Lithium". El Niño Bonito como ansiolítico. No ya él sino el nombre (de nuevo la nostalgia, ¿ven?). La continuidad del nombre como hilo de todos sus recuerdos, de su contacto, de abrazarnos con todas nuestras fuerzas. No hay nada más bonito que ver al Niño Bonito jugar y ser feliz. Nada. No me van a convencer. No hay nada más bonito que el Niño Bonito eufórico ni nada más triste que el Niño Bonito cuando los ojos se le empiezan a llenar de lágrimas y tú entiendes que él no entiende por qué. El Niño Bonito. Así podría pasarme hasta las tres de la tarde y quizá, en ese caso, encontraría el valor para salir ahí fuera y enfrentarme al mundo.

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El camino, por supuesto, eso lo entiendo perfectamente. ¿Pero qué hay de la felicidad absoluta, de la liberación de la vereda? No siempre, claro, pero a veces. La vereda. Sí, quizá esta vez, la vereda.

jueves, julio 09, 2020

El día que entrevisté a Gonzalo Vázquez



El día que entrevisté a Gonzalo Vázquez cayó tal tormenta que la conexión se fue antes de empezar siquiera a hablar. De repente, se hizo de noche. Creo que era mayo y creo que era domingo. Por un momento, pensé que estábamos en junio de 1995 y que se jugaba la final de Copa del Rey en el Bernabéu. Ayer me preguntaba mi hijo mayor, con cierta retranca, si me gustaba la lluvia. Se ve que a él no, pero a mí, sí. A mí me gusta la lluvia desde la distancia y me gusta incluso desde la inmediatez, desde el chorro cayendo del pelo y los calcetines empapados.

Hoy no ha llovido pero ha estado a punto todo el día. Un bochorno horrible. Mi ex novia cumplía 40 años y yo me acordaba del año pasado, cuando hablaba con ella para felicitarla mientras me acercaba a la costa serpenteando entre villas de Corralejo. Cosas que pasan. Ha sido un año rápido y raro, como casi todos. Un año a medias en demasiadas cosas y a doble capacidad en muchas otras. Un año de construir y dejarse construir. Supongo que todas las vidas han tenido siempre algo de videojuego pero solo ahora entendemos la comparación.

En fin, que el día que entrevisté a Gonzalo Vázquez -a mí me gusta llamarlo "charla", pero, en fin, lo entiendo- era domingo y estaba solo y el agua golpeaba con saña, como si fuera a colarse por cualquier resquicio, el ruido de las tuberías rugiendo, pidiendo ayuda, el mundo terminándose de derrumbar y nosotros ahí, como si nada, hablando de Kareem Abdul-Jabbar. Me pareció precioso, por supuesto. Como cuando Kant miraba las montañas a lo lejos y fantaseaba con aludes desde su apacible y tranquila Königsberg  y entendía que al fin y al cabo la belleza era eso: la capacidad de sublimar. Así, la tormenta. Así, supongo, Fuerteventura.

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Si en algo se parece el Rey Sol a su padre es en su sonrisa. Mejor aún, en su capacidad de salir de cualquier apuro con una sonrisa. La "sonrisa preventiva", podríamos decir, como si él mismo supiera que poco se le puede negar a un bebé que llora pero absolutamente nada a un bebé que sonríe. Cuando tiene mucho sueño se frota la coronilla como un perro en celo y se lleva los dedos a los ojos como si así se obligara a sí mismo a cerrarlos. El 90% del tiempo es el niño más adorable del mundo. El 10% restante siempre ocurre de noche. Tenemos que trabajar en eso.

De todos los personajes de todos los universos que el Rey Sol va descubriendo, ninguno le entusiasma más que su hermano y de ahí su empeño en comérselo en cuanto le ve, en lanzarse a su cara y llenarla de babas. El Niño Bonito parece sentirse orgulloso, como si en esto también fuera el líder de su propia clasificación, y también sonríe y se queja de esa manera en que te quejas por compromiso. A veces, la Chica Diploma y yo hablamos sobre cómo lo estará llevando y lo más probable es que ni siquiera lo sepa él. De momento, igual que el recurso del bebé es la sonrisa, el recurso del niño es la lengua. No calla nunca, como si en el momento de callarse, de alguna manera desapareciera y no pudiera permitirse eso justo a estas alturas.

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Me entrevistan en el Sport y en Volata y no solo queda una buena imagen del libro sino que queda un buen reflejo de su escritor. Alguien que tiene cosas que contar, aunque tampoco sean la pera. No sé cuánto se está vendiendo el libro, supongo que poco, pero el cariño, ¡ah, el cariño! Eso será difícil de olvidar en mucho tiempo. 


miércoles, julio 01, 2020

Casa tomada



La casa recupera el calor y recupera el ruido. La casa se achica, por así decirlo, se hace pequeña ante el número, el volumen, los cuatro cuerpos sudados y sus circunstancias moviéndose de cuarto en cuarto. La casa y sus niños. El Niño Bonito, cada día más guapo, pegado al fútbol en algo que se acerca al aburrimiento constante mientras consulta resultados y gana partidas de "4 en línea". Hay algo en él que me recuerda mucho a mí y algo que me recuerda mucho a su madre. Su actividad, su carácter. La capacidad de no callarse nunca creo que es de los dos, estaba condenado.

El Niño Bonito juega con un globo e imagina todo tipo de ligas, de torneos, de jugadores. Una vez incluso programó en el salón un especial de una hora sobre un portero inventado en el que se repasaba toda su carrera. Por mucho que me concentre, siempre parece ir un paso por delante y siempre parece saberlo. A veces, me espera. Otras, sigue, como si nada, y yo le miro en la distancia. La Chica Diploma ordena y manda, a lo Amélie Nothomb. Da sentido a la casa y no le permite concesiones. Yo sí, eso ya lo saben. La casa se ha acostumbrado a ser malcriada durante tres meses y ahora le cuesta ponerse firme como una vela.

En medio de todo esto, el Rey Sol y sus sonrisas. Físicamente, el Rey Sol se parecerá a su madre todo lo que ella quiera, pero la pachorra es mía. Y la tripa, claro. El Rey Sol ahora mismo se nos sale de los percentiles y parece que cualquier cosa le vale: le vale la hamaca, le vale la cuna, le vale el sofá, le valen las rodillas, le valen los brazos cuando ya no aguanta más y apoya así su cabeza sobre el hombro ajeno, cogiendo posición para el sueño mientras se canta a sí mismo para dormirse. Cuando ve a su hermano, se pone a pegar chillidos de euforia e intenta comérselo, que es su manera de mostrar admiración. Su hermano se deja. Su hermano, ya hemos dicho, está aburrido en la vieja casa sin recursos, así que él también hace el bebé, imagina, pinta, coloca cromos -ahora se llaman "trading cards"- en un álbum transparente y hace el baile del culete cuando no le queda nada más que hacer.

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El sábado vamos a Moralzarzal y a casa de mi abuela. El domingo vamos a casa de Esther y de Abril. Es día de celebración retrasada: nueva sesión de tarta, velas, canciones y piñatas. El Niño Bonito no sabe muy bien qué hacer con las distancias y las mascarillas. Se nota demasiado que su empeño en hacerlo todo bien le bloquea. Tiene seis años y quiere saber más que todos nosotros juntos. Los adultos tanteamos y él camina por la acera haciendo eses, intentando estar de verdad a dos metros siempre de todo el mundo. Como si eso fuera posible en esta ciudad.

Conforme pasa el tiempo, pasa el bloqueo, eso sí. Les explicamos lo que sí y lo que no y parece que con eso vale. El Rey Sol ni existe. Se limita a verlo todo desde mi rodilla con la boca abierta. Hasta ahora, su universo eran cuatro personas y dos plantas de un chalé. De repente, en 24 horas, ese universo se ha multiplicado por dos o por tres y a veces lo lleva bien y a veces, sinceramente, se agobia y se angustia. Cuando ve a Abril se pone nerviosísimo. No se la intenta comer porque aún no hay tanta confianza pero le fascina que pueda haber más personas pequeñas como su hermano, personas que ríen, gritan, corren por los pasillos; son, en definitiva, impredecibles.

Llega el momento de irse pero el Niño Bonito nos pide quedarse cinco minutos más, luego diez. Está jugando un partido en la Play. Es el Getafe y le está ganando a alguien pero no sé a quién. Cuando le proponemos que se quede a dormir, se vuelve loco. Es la primera vez que lo hace en toda su vida. La primera noche que pasa sin padres ni abuelos, solo con su amiga en un cuarto rosa, calzoncillos ajustados y pelo rizado larguísimo, a lo David Bisbal. Por la mañana, Esther nos dice que se ha portado muy bien y que no nos ha echado de menos. No nos sorprenden ninguna de las dos cosas.

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Pienso cada día en no volver y las noches las paso insomne inventando escenarios, posibilidades, excusas... Ser otra cosa. No digo "cualquier otra cosa" porque eso no sería justo, pero sí ser feliz con lo que hago o al menos no marcadamente infeliz, desde luego. Puede argumentarse que uno puede no ser feliz en su trabajo sin que pase nada, lo que es más complicado es que tenga que asumirlo sin quejarse. Yo, desde luego, me quejo y me quejo ante mí. Me pido explicaciones. Me digo: "Qué mierda de talento tienes, tío, para a tus 43 años, arrastrarte por los autobuses para hacer exámenes en medio de una pandemia; qué mierda de talento para que nadie te ofrezca nada más que 54 alumnos a los que certificar en menos de tres semanas".

Qué mierda de talento para acabar mendigando por redes sociales, organizando charlas TED, iniciando historias de superación que no llegarán a ningún sitio porque todos sabemos que me acabaré rindiendo. Todos lo sabemos y estamos con las pipas esperando en el bordillo. Me acabaré rindiendo y volveré a lo de antes: a la mediocridad que te consume por dentro. Pero, mientras tanto, ¡ah, la burbuja! Yo siempre le agradeceré al mundo esta burbuja. Estos tres meses en los que, dentro de la miseria de la humanidad, de repente aparecí yo, el filósofo. Una suerte de Diógenes en un barril transparente. "Una catástrofe social", decía esta mañana en Radio Marca, igual que lo dije hace tres meses: que cuando el emperador queda desnudo sea yo el que tenga que señalar con el dedo es una catástrofe de enormes proporciones. Yo, el profesor de inglés. Ese mismo. Vamos, no me jodas.

miércoles, junio 17, 2020

Días extraños


El Niño Bonito se repite a sí mismo todo el rato que es su cumpleaños. Su cumpleaños. Suyo. Se lo tiene que repetir porque, por mucho que nos empeñemos los de alrededor, no deja de ser un día como cualquier otro de confinamiento: las mismas cinco caras, el mismo hermano pequeño que requiere la misma atención. No hay corona de rey, no hay amigos del colegio corriendo por el pasillo, no hay primos mezclados, no hay una Cuchufleta que se vista de pirata y les obligue a bailar el "Baby Shark".

Lo más que le hemos podido ofrecer es comida, mucha comida y muy guarra, un par de juegos de mesa y nuestra presencia. A veces me parece poco. Con mi hijo todo me va a parecer poco siempre, supongo. Aparte de eso, le prometemos que va a poder quedarse hasta las doce a ver un partido de fútbol entre dos equipos por los que no tiene ninguna simpatía y que además termina 0-4. "No están mis amigos, pero al final ha sido un día bastante guay", dice, como si él mismo llevara tiempo con dudas. Es su cumpleaños, insisto. El gran día del año. Los familiares llaman y él tira de una piñata llena de chucherías. Se le cambia la cara. Se nos cambia a todos.

El Niño Bonito no es fácil. Es bonito pero no es fácil. Es precioso, de hecho, con su pelo rizado y rubio, larguísimo, como un Toby sin alas. Las horquillas que se le caen cada tres por cuatro y la Chica Diploma que, paciente, se las coloca de nuevo. Quiere jugar a todo. Todo el rato. Hay demasiada energía en un cuerpo demasiado pequeño, en unos límites demasiado cerrados. El Niño Bonito quiere y de alguna manera sabe que no debe y en esa tensión estallan las rabietas. Puede echarse a llorar cinco veces al día, con lo que uno no sabe si darle un abrazo o mandarle paroxetina. Alguien lo hará en el futuro.

De momento, pues eso, que es su cumpleaños, que Messi marca el 0-4 en el 93 y él ya dice "Yo creo que el Mallorca ya no gana" mientras se va quedando dormido en el sofá después de unas cuantas horas ya de simulacro. Incluso tumbado, no se calla. Nunca se calla, como si al callarse decepcionara a alguien. Quizá sea, aquí también, el exceso de energía. Nosotros escuchamos, claro, porque le queremos, y jugamos con él al parchís, a las damas, al chinchón, al Ahora Caigo, al Hundir la Flota y nos acostumbramos a perder todo el rato sin siquiera forzarlo. Un enorme globo plateado con forma de seis preside el salón y el Rey Sol amenaza con comérselo. El Rey Sol también escucha. A veces me da la sensación de que a sus cinco meses sabe que tiene que hacerlo si quiere cuidar de su hermano. Como si hubiera nacido para eso y no pareciera importarle. El resto, por otro lado, parece darle bastante igual.

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Lo que pasa es que yo sí me acuerdo, claro. Yo me acuerdo de todo. Me acuerdo de Madrid en tinieblas, la lluvia sobre calles vacías, cierta sensación de bochorno ya en abril, las banderas en los balcones y aun así el aplauso sin que hubiera contradicción en ello. Me acuerdo del Día cerrado a las siete de la tarde y del Día abierto a las cuatro, las distancias, las mascarillas, los guantes y el gel, las miradas al suelo de los que hacíamos cola. Uno sale, uno entra. Uno sale, uno entra. Me acuerdo del coche de policía dando vueltas a la manzana y del 72 vacío a toda velocidad por Clara del Rey, como si supiera que ahí no pintaba nada .

Me acuerdo del ruido de las sirenas. Las clases online. Me acuerdo de las clases online y de la necesidad de sonreír y bromear y hacer seguir el espectáculo cuando todo estaba roto. Las conferencias de prensa. Los números. Seiscientos muertos, setecientos muertos, ochocientos muertos. Me acuerdo de los mensajes directos por Twitter de médicos con miedo. El edificio mudo, ni un solo ruido más allá de la tos y la música de la vecina. No tanto el horror sino la tristeza. Una tristeza de dos meses que no me creo que no vaya a tener efectos.

Me acuerdo de los parques vacíos como si Madrid fuera Chernobyl. Las manos temblorosas de las cajeras. La distancia. Los ataques de ansiedad de madrugada, mientras veía un Real Madrid-Snaidero Caserta de 1989. El ahogo. Las diarreas. La opresión en el pecho que no se iba nunca hasta que se fue, como todo. Los nombres que borraban el paisaje adolescente cada día: Lucía Bosé, Radomir Antic, José María Calleja, Lorenzo Sanz, Michael Robinson, Pau Donés, Rosa María Sardá... Acostumbrarse a la nueva normalidad es, ni más ni menos, acostumbrarse a la muerte y confiar en que sea siempre ajena, como decía Borges.

sábado, junio 06, 2020

Desaparezca aquí


Pedí que me regalaran "Blanco", de Bret Easton Ellis. casi como una formalidad. Lo cierto es que yo me desenganché en "Lunar Park" y desde entonces no he vuelto a reconocer al escritor quirúrgico y solo veo por todos lados a un hombre perdido en busca de psicoanálisis. La promoción de "Blanco", curiosamente, iba por ahí: una especie de ensayo en el que Bret hablaba de su condición de privilegiado por raza y cargaba contra la corrección política y la dictadura de lo inclusivo y de alguna manera defendía a Donald Trump o al menos atacaba a los que continuamente critican a Donald Trump por todo.

Eso es lo que yo sabía del libro y no podía interesarme menos. Sin embargo, lectores de los que me fío empezaron a recomendarlo en redes sociales y, bueno, decidí darle una oportunidad. Fue un acierto a todas luces. Aunque a mí Ellis me siga interesando más a través de la mirada fría, cínica y en consecuencia psicópata de sus personajes -todos lo son, no solo los hermanos Bateman-, en "Blanco" me encuentro con una autobiografía honesta, que me lleva a una época en la que fui feliz -finales de los ochenta, principios de los noventa- y que explica todo lo que hay detrás de cada novela, cada éxito, cada resaca.

A los 54 años, Ellis ya no necesita llenar y llenar páginas repletas de neurosis en las que se insinúa pero no se dice, etc. Ya puede reconocer: mirad, Bateman era yo, Clay era yo... y era yo en este sentido y en esta circunstancia. Y lo lees y tiene sentido porque ya lo intuías. Pero, además, Ellis mantiene ese punto de cinismo, de cierta distancia, de naturalidad, que se agradece. En cierto modo, ha seguido una evolución parecida a la de su admirada Joan Didion, que es completamente opaca en "White Album" o "Slouching Towards Bethlehem" pero se permite sus licencias de compasión en "El año del pensamiento mágico" o "Noches azules".

¿Por qué la promoción no ha tirado tanto hacia Ellis y sus años de estrella post-adolescente sino que ha apuntado hacia Trump? Bueno, los dos enfoques están en el libro: el debate sobre los privilegios, sobre las minorías y sobre lo políticamente correcto forma parte del ensayo. No voy a negarlo. Pero qué delicia volver a encontrarnos con Clay, con Julian, con Blair... qué riqueza de anécdotas y qué bien contadas. Lo que estuve a punto de perderme por intentar vender el escándalo donde solo había terapia.

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Una cosa que me hace gracia de la traducción es la referencia al famoso anuncio "Disappear here" de "Menos que cero" como "Desaparece aquí". Durante años, desde la primera traducción de Anagrama, siempre ha sido "Desaparezca aquí" y Nacho Vegas puede dar fe de ello, que para algo tituló uno de sus discos así. Me hizo pensar por un momento en si eso decía algo de nuestra sociedad. La frase en inglés admite las dos traducciones, ninguna es incorrecta. ¿Hubo algo que empujó al traductor de los 80 a pensar que al cliente hay que tratarle de usted y algo que empujó al traductor de 2020 a pensar que lo lógico era el "tú"? Puede ser. Me parece un debate interesante y que desde luego va mucho más allá de la filología.

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Paseo hasta la Puerta del Sol, ni más ni menos, para encontrarme a mí mismo, es decir, para encontrar mi libro. El problema es que llego tarde, claro. A estas alturas ya no queda nada de mí en ningún lado, todas las tiendas han cerrado antes de tiempo por la dichosa Fase 1 y el paseo se convierte ni más ni menos que en eso: un paseo. Además, ya ni siquiera me enfado, ni siquiera me escandalizo. Uno se va acostumbrando a las caras sin mascarillas y a las terrazas atestadas llenas de risas y charlas. Así ha sido siempre. Uno se olvida del shock y se olvida del miedo mientras camina con el "Unplugged" de Nirvana en los cascos (intuyo cierta torpeza en el solo de guitarra de "The man who sold the world" pero, a la vez, ¿no añade esa posible torpeza una capa más de ternura y desesperación?) y esquiva veinteañeros por Olavide, donde el olor a tortilla ha vuelto, y con el olor ha vuelto la vida.

Como expedición no ha valido mucho la pena, la verdad, pero quizá como trabajo de campo, sí. El caso es que el capitán Scott vuelve a casa -las mismas caras felices, las mismas bocas descubiertas, las mismas mesas juntas para poder estar aún más cerca unos de otros- y, para evitar malos humores, se pone a Eliza Doolittle. Tengo la sensación de llevar diez años viviendo en ese disco y no es una sensación molesta. Cada cierto tiempo, me acuerdo y me lo pongo y disfruto y vengo aquí y lo comento. Eso es todo. Las rutinas. La vieja normalidad pero con otro nombre, a lo Lampedusa.

sábado, mayo 30, 2020

The obvious child



Salgo de la fase -1 por una cuestión de peso más que de curiosidad. Me he ido a 82 kilos. Hace dos años, pesaba 63. Antes de la cuarentena, estaba en torno a 75, un poco por encima de lo ideal para mí. Salgo de la fase -1, por tanto, con un poco de urgencia, caminando como un hombre perdido, sin rumbo pero acelerado, atravesando puentes por encima de la M-30, sudando la camiseta, una escultura de Botero trotando por la avenida de Alfonso XIII.

A menudo, me ahogo. Casi siempre. Me ahogo cuando camino a toda velocidad y me ahogo cuando estoy en casa, tranquilo, tumbado en la cama. Se llama ansiedad crónica. A veces lo confundo con insuficiencia cardíaca y por eso voy a la Anderson, me hago un análisis, un electro, una ecografía y una prueba de esfuerzo en la que me da un ataque de vértigo. Todo sale bien. Luego, cruzo el puente de vuelta como si nada y aprieto el puño cuando consigo llegar al otro lado sin rendirme. El Michael Jordan de las caminatas.

Cuando llego a casa, tengo la sensación de volver de un anuncio italiano: es primavera y la gente parece feliz. Los chicos se besan en los parques, beben en los bancos, se pasean sin camiseta con su lógica arrogancia post-adolescente. Las terrazas están llenas. La gente bebe, come y se niega a entender lo más terrible de esta enfermedad: como en una película de zombis, el enemigo puede ser tu padre, tu hijo, tu mejor amigo. El enemigo puede estar en cualquier lado y especialmente en quien te hace sentir seguro, confiado, querido. A quien abrazas. A quien besas. A quien quieres tanto que te niegas a seguir con ese rollo de la mascarilla y te niegas a nuevas normalidades y buscas volver a la antigua. Es mayo. Nada puede ir mal en mayo. Chamartín festeja victorias, como siempre ha sido, y los demás miramos desde nuestra distancia habitual.

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En los cascos, John Lennon. John Lennon y Yoko Ono explicando durante tres horas y media al director de la Rolling Stone que no se acuerdan de nada, ni de "Abbey Road". Irónicamente, el director, Jann Wenner, decide publicar la charla bajo el nombre de "Lennon Remembers". Cuando acaba la entrevista, a veces Pavement y a veces Paul Simon, el concierto en Central Park, probablemente la cumbre de su carrera. La noche que apuntaba a tormenta y acabó en una gloriosa fiesta de verano.

Pasando IBM, donde grupos de chicos juegan al baloncesto, escucho la frase "And in remembering a road sign, I´m remembering a girl when I was young..." y pienso que eso me define a la perfección. O me definía, no estoy seguro, y me pregunto cuál es esa chica a la que recuerdo cuando veo una señal de tráfico o cuando paseo por Santa Hortensia y quizá sea esa chica o sea la chica a la que le envié "50 ways to leave your lover" para animarla a que se viniera conmigo o quizá todas las que se subieron al Greyhound en Pittsburgh para buscar América los dos juntos.

Da igual. Ya da igual. Paso mucho tiempo delante del ordenador y una cosa suele llevar a la otra y acabo, por ejemplo, en la grabación en vídeo de "A day in the life" y me echo a llorar, a llorar de verdad porque pienso en el mundo de ayer y en que en cualquier momento, Ringo se morirá o, peor aún, se morirá Paul y nadie podrá cantar "Helter Skelter" en directo diciendo "esto es mío, esto lo hice yo en 1968, jódete Pete Townshed" y nadie podrá gritar desde el fondo "I´ve got blisters on my fingers" mientras vuelve a estrellar la baqueta contra la batería como queriendo contradecirse.

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Hace muchos años, Nan me llamaba "Guille Metralleta". Nos acabábamos de conocer en torno a un bar y un taller literario y todos íbamos ahí con nuestros relatos y nuestros blogs. Solo el mío se actualizaba tres o cuatro veces al día. Yo sé que Nan lo decía con cariño y en aquel momento yo lo tomaba como un elogio. Sencillamente, no podía parar. Tenía pánico a parar porque no sabía que me podía pasar si me quedaba quieto. Ahora, ya no me gusta tanto. Hay algo del viejo Guille Metralleta que vuelve y habrá que mantenerlo a raya. No se puede abusar tanto de la dopamina. Luego empezamos con los ahogos y las cardiólogas y, sinceramente, no merece la pena.

miércoles, mayo 20, 2020

La prensa de pago y la indefensión social


Lo primero que habría que decir es que la prensa siempre fue de pago. Hasta hace treinta años, por lo menos, aun con ciertas excepciones. El problema es que durante todo ese tiempo, la prensa de pago no tuvo competencia... y cuando la tuvo, lo notó: primero, la radio; luego, la televisión. La decisión de El Mundo, El País y El Confidencial de cerrar sus contenidos a suscriptores es la consecuencia de años y años de pérdida de lectores en quioscos, con la correspondiente pérdida de publicidad y la dependencia -más o menos encubierta según el caso- del dinero interesado de partidos políticos, grandes empresas y administraciones de todo signo.

El sueño de un periodismo online gratuito que mantenga unos mínimos de calidad, pueda dar trabajo y sueldo a suficientes personas y además sea rentable económicamente parece llegar definitivamente a su fin. Uno no puede vivir toda la vida de los becarios. El cambio a plataformas de pago parece una exigencia. A algunos les irá mejor que a otros, como siempre, pero no había futuro en el pasado. No había modelo en el "todo gratis". Hemos tenido veinte años como mínimo para probar algo que funcionase y no lo hemos conseguido. Pese a lo que pueda pensar aún buena parte de la opinión pública, los periodistas en su gran mayoría cobran dos duros, trabajan un montón de horas, soportan unas exigencias brutales y su seguridad contractual suele ser precaria.

Que eso cambie me parece bien. Lo que no sé es hasta qué punto la sociedad va a quedar indefensa. Y bien que se lo merece, se podría decir. Y bien que no le importa, me temo. En un momento en el que parece que los extremos ganan más fuerza que nunca y el concepto de tribu ideológica triunfa por todo el país, quedarnos sin referencias no es una gran noticia. Mientras tal partido o tal medio puede inventarse un bulo y pasarlo de cuenta a cuenta o de WhatsApp a WhatsApp sin límite aparente, la verdad apenas podrá ser compartida. Quedará solo para aquellos que puedan pagar por ella. ¿Como antes, entonces? Sí, pero con matices. Con el matiz, de entrada, de masas enfurecidas alimentadas por el mismo producto, el mismo formato, pero sin diques.

Ha sido la sociedad la que ha expulsado al periodismo y ha abrazado al entretenimiento. Las comparaciones con Netflix son constantes y a menudo burlescas: ¿por qué pagar por un periódico lo que pago por tantas series, tantas películas?, ¿qué me aporta la realidad que no me esté aportando ya la ficción? Puede que no haya habido pedagogía suficiente. Puede que el propio periodismo haya abrazado al entretenimiento de forma tan desesperada que a la gente se le hayan borrado los límites. A las 10, Javier Negre y Monedero; a las 11, lo nuevo en Supervivientes. Si la verdad queda en manos de quien quiere buscarla y no de quien se la encuentra, vamos a tener un problema gordo. Ya lo tenemos, de hecho, pero aún peor. De alguna manera, nos quedamos indefensos y no conocemos siquiera al enemigo.

*

El mejor momento de la noche es, sin duda, cuando la Chica Diploma entra en el chat junto al Niño Bonito. La cara del Niño Bonito entre tantas caras, mirándose a sí mismo y mirando a los otros. Mirando a su padre -"papá, papá, cómo lo has hecho para que haya tanta gente"- y aceptando retos al parchís y a las damas. El niño frente al mundo de los mayores, buscando también su aceptación, su reconocimiento, su distancia de una infancia que a veces da sensación de incomodarle.

Los demás jugamos a ser los de antes y lo conseguimos sin problemas. La Chica Disney dice que ya no quiere ese apodo, que prefiere cualquier otro pero a mí me cuesta mucho cambiar las rutinas y eso debería saberlo. Además, "la chica Disney" le pega a la perfección, define su inocencia, incluso a los 36 años cumplidos. Nadie puede leer "la chica Disney" y pensar "joder, esa tiene que ser una hija de puta de cuidado...". Lo más probable es que quiera achucharla, envolverla y llevársela a casa. Le digo que lo pensaré solo si se le ocurre uno mejor, pero no se le ocurre y, al rato, el agobio se le pasa.

Rubio sigue siendo Rubio a las doce y media de la noche, conexión fugaz de domingo para decirle buenas noches. La Chica Selectiva parece otra desde que puede correr por la Ciudad Universitaria. Fer y Rocío, que nunca tuvieron apodos, que nunca hizo falta literaturizarlos, vuelven a estar al otro lado del café aunque esta vez el café sea una pantalla. Yo me noto cambiado, pero me gusta. Quizá la felicidad y la euforia sean cosas distintas y las haya estado confundiendo demasiado tiempo. Como un niño bonito cualquiera en el cumpleaños de su padre.

*

Rocío, por cierto, pregunta "¿cómo lleva la Chica Diploma que hables de tus ex todo el rato?". Hacía tiempo que nadie me lo comentaba, más que nada porque cada vez las ex quedan más lejos y hablo menos de ellas. Es sencillo: la Chica Diploma sabe que cuando hablo de mis ex en realidad hablo de mí. Que no hay más nostalgia ahí que la nostalgia por mí mismo, más página abierta que la de mi juventud. Sabe que fui feliz y no le importa, al contrario. Sabe que necesito recordármelo de vez en cuando: decirme "qué feliz fuiste y qué bien te rodeaste y qué maravilloso y sorprendente fue cada pequeño detalle y cuánto quisiste y cuánto te quisieron". Así, de nuevo, la literatura. Ella siempre llevó bien la literatura, nunca la vio como una amenaza. No era una amenaza, de hecho, ni mucho menos lo va a empezar a ser ahora. Se complementan. Y ella lo sabe.

jueves, mayo 14, 2020

It´s my birthday too, yeah


Otros cumpleaños, claro, porque ya habrá tiempo de hablar de este:

- La noche con la Chica Langosta cantando "21, today" de los Cranberries mientras garabateaba notas en su cama.

- Las tardes en Moralzarzal comiendo pollos asados con todos esos magníficos adolescentes. Camiseta de Hole raída y un EP de Veruca Salt.

- Un hotel-spa de lujo en Alicante con la Chica Diploma y el Niño Bonito. Ella, radiante, como siempre. Él, refunfuñando desde su Bugaboo o tirándose arena encima en la playa loco de alegría. Un niño sin términos medios. Dani y yo en un concierto de Lichis escuchando versiones de Antonio Vega.

- El Viejo Café Colonial con las dos plantas abarrotadas. Todos mis amigos del mundo tal y como lo conocíamos e incluso de antes. Apología del bloqueo ciego. Isa, frágil como era entonces, en 2005, intentando sonreír y adaptarse a un entorno que no era el suyo pero era el mío y con eso le valía, regalándome libros improbables. L. en una mesa con sus amigas, puede incluso que con la Chica Berklee, pero igual ahora estoy mezclando recuerdos.

- Un concurso de popularidad muy mal entendido y muy mal ejecutado. Un falso sentido de la popularidad, en general, que arreglaron, como siempre los Chicos Top of the Pops con B. a la cabeza, porque lo que me ha cuidado a mí B. no está en los escritos. Y eso, a sus 22 años...

Pero, sobre todo, la madre de todos los cumpleaños, en 2008, el año sin sentido. La cafetería Tere y luego Las Vistillas. La cantidad de gente maravillosa, ecléctica, inopinada que se plantó ahí solo para estar conmigo. La noche que acaba en San Ginés con una aspirante a fotógrafa que se parece a Inma del Moral, ella con su chocolate con churros, yo con mi descafeinado de sobre, los dos sentados a la puerta de una Joy Eslava cerrada.

Del resto, fogonazos. Terrazas de La Badila, mesas pegadas en La Petisqueira. Durante años, he tenido un pánico horrible, un convencimiento tenebroso, de que mi acmé ya había pasado. Que se quedó allá por ese 2008 o incluso 2011 y que lo que quedaba era decadencia. Ahora tengo dudas. Quizá el acmé sea aquí y sea ahora. Primavera de 2020. Un acmé que llega en medio de una pandemia, lo cual encaja perfectamente con mi estética. 43 años hoy, casado, dos hijos, dos trabajos o puede que tres, ya no sé ni cuántos libros. Cuando hablo con la Chica Diploma sobre el futuro y los dos nos agobiamos, me limito a decirle: "Estamos bien, estamos vivos, estamos sanos..." y por primera vez en mucho tiempo, eso ha dejado de ser un tópico.

*

A las ocho, hacemos una pausa en las videoconferencias para poder salir a la ventana o a la terraza a aplaudir. Son tres-cuatro minutos de desconexión para luego seguir con algo que se parece a una clase pero que no lo es, es más bien una charla entre amigos solo que uno de ellos resulta ser el profesor. A veces hablamos sobre procrastinar, a veces hablamos sobre educación, a veces hablamos sobre peleas con los padres o con los hijos...

El caso es que, cuando vuelvo frente al ordenador y retomo la conexión, me han preparado un precioso mural con cartulinas que lee, de arriba abajo y de izquierda derecha, "Thanks, a good very to forget Guille!!! :-) is impossible much". Todos ahí, con su dibujo frente al ordenador, tapándoles la cara. Tan monos. Tan entrañables. Me sé todas sus historias. Incluso con las pausas, incluso con la mala memoria, me sé todas sus historias. Eso es dar clase: sumergirte cada año en cuatro novelas nuevas y analizar cada personaje.

Les explico que no ha sido un año fácil para nadie pero que ellos me lo han hecho fácil a mí y por eso soy yo el que les tengo que dar las gracias. Les cuento el día, finales de marzo, 1000 muertos al día en España, calles desiertas, ulular de sirenas de ambulancias por la calle hora tras hora, miedo y distancia, que le dije a mi madre: "No puedo hacer esto, no tiene ningún sentido hacer esto, es como seguir tocando en la orquesta del Titanic" y ella me dijo: "Tienes que hacerlo porque ellos se sienten igual que tú, los mismos muertos, los mismos miedos... y mientras tú estés ahí enseñándoles inglés, ellos pueden olvidarse por un rato".

Y cuando se lo digo, parece que lo entienden. Algunos traen cervezas y brindamos todos a la cámara de un ordenador. No sabemos nada de qué será de nosotros: ni yo sé qué será de mi trabajo ni ellos de sus estudios. Por un momento, ya digo, nos da igual.

domingo, mayo 10, 2020

America


Creo que he escrito demasiados libros y demasiadas líneas de texto para explicar lo que Paul Simon resumió en un estribillo:

Kathy, I´m lost, I said, though I knew she was sleeping
I´m empty and I´m aching and I don´t know why.
Counting the cars on the New Jersey Turnpike...
They´ve all come to look for America, all come to look for America

Y sí, básicamente, ese es el resumen. El viaje, la compañía y el destino. En medio de todo ello, un sentimiento de confusión, de dolor en ocasiones, pero sobre todo una excitación constante.

¿Qué ha variado durante los años? Bueno, para empezar, América no siempre ha estado en el mismo sitio, así que en realidad nunca bastó con coger un autobús y sentarse a fumar cigarrillos. Luego, sobre todo, la compañía. Kathy. Yo me pasé la vida buscando a Kathy y puede que en el fondo, Kathy y America fueran lo mismo. Yo buscaba en mis relaciones sentimentales una compañera de viaje a la que poder decirle "estoy perdido" pero sin decírselo, es decir, aprovechando el sueño.

Kathys ya digo, hubo muchas, pero la que se quedó en el autobús fue la Chica Diploma. Sospecho que a ella le gustaría otra cosa. Que a ella le gustaría llegar. A mí me sigue entusiasmando el camino y la sensación de no saber lo que estás haciendo -"and I looked at the scenery, she read her magazine..."- pero si el camino merece la pena es porque lo estoy recorriendo con ella y simplemente quería que lo supiera, especialmente ahora que tenemos dos enanos dando patadas desde el asiento de atrás.

*

Empezamos a las diez de la noche y acabamos a las tres de la madrugada. En medio, la velocidad, el ping-pong. Eso no lo hemos perdido, pese a los años y la distancia. Somos rápidos y nos entendemos con una mirada, una frase. Es un registro de complicidad al que no es tan difícil volver cuando ya lo interiorizaste en su momento. Rubio, Fer Heads y la Chica Disney. Las videoconferencias llegan justo en el momento de revisión de los momentos pasados en forma de blog secreto... y al poco rato -la primera cerveza- ya te queda claro por qué era todo tan fácil y por qué las noches se alargaban tanto. No necesitábamos nada más que a nosotros. Incluso la música podía cambiar pero si estábamos juntos, bastaba, porque una cosa llevaba a otra y en el fondo lo que no queríamos era despegarnos jamás. Queríamos apurar y apurar y apurar por no tener que decirnos adiós, incluso cuando la mañana empezaba a pasarnos por encima.

Yo no tuve nunca amigos como ellos. Tuve otros y fueron maravillosos, pero no como ellos. Sí, todo el mundo se esfuerza pero no todo el mundo llega a la fase 4. Dudo mucho que yo sea la fase 4 de nadie, por otro lado, así que no me escandaliza decirlo. Puede que sea difícil datar el inicio de esa amistad sin fisuras, el momento en el que alguien -probablemente, Fer- dijo "vamos a ser los Boston Celtics" pero yo creo que, si hubiera que ponerle fecha al pico, al famoso pico, sería el 14 de septiembre de 2013, es decir, el día que me casé con la Chica Diploma, así que no, no son mundos separados ni tienen por qué serlo. Todo es América y en América cabemos todos aunque solo Kathy vista de blanco.

*

A mí me gustaba el sentimiento de comunidad cuando en medio del apocalipsis veíamos que los datos de Italia mejoraban. Hablamos de los tiempos en los que "mejorar" no se daba de suyo. Me gustaba leer entre los números y buscar el que indicara una perspectiva más positiva. Me gustaba dar la buena nueva al mundo, aunque muchos no la creyeran. A mí eso era lo que me gustaba y por eso me puse a analizar cifras y más cifras. España, en rigor, vino mucho después. Hasta que le cogí el punto a España pasó más tiempo porque los datos de España eran incomprensibles. Dos meses después, siguen siéndolo.

Además, el problema de España es que uno lo vive sin distancia alguna. La distancia es esencial para el optimismo en determinadas cosas. España está ahí fuera en la gente sin mascarilla tosiendo en la calle con una sonrisa en la boca justo cuando tú vas a pasar, está en las reuniones clandestinas en las casas de los amigos, está en las visitas a los abuelos, niños de la mano, está en los chicos que se reúnen para hacer un aperitivo clandestino al lado del parque. Los novios que se reencuentran y pasean entre besos. El sexo animal post-cuarentena.

Y todo eso, claro, me deja a mí en una posición muy difícil porque, en medio de esa euforia, mi cometido acaba siendo el contrario: buscar las malas noticias. Buscar la correspondencia en datos de lo que uno ve en el mundo. Igual que el confinamiento de Italia tenía que dar sus frutos aunque fueran escondidos, la irresponsabilidad hace que mires los datos cada mañana con una precaución infinita. Y no mola. No mola nada porque acabas siendo una especie de "grinch" en estas navidades de mayo. Acabas siendo el "aguafiestas", el chico que no baila, el chico con el que nadie quiere bailar, de hecho, porque está pensando en otra cosa y te pisa los pies todo el rato.

martes, abril 28, 2020

En la muerte de Michael Robinson


En el improbable libro de Alex Leith sobre la primera temporada de David Beckham en el Real Madrid -"El Becks: A season in the sun"-, llega un momento en el que el autor se entrevista con Michael Robinson y como buenos ingleses lo hacen en un bar. Por supuesto, ambos acaban borrachos. Una borrachera de amigos que se ven por primera vez en la vida, de esas de película "bromance". Robinson llevaba por entonces ya años siendo una de las grandes referencias del periodismo deportivo, el experto por excelencia de las retransmisiones de Canal Plus, un hombre respetado y querido dentro de una jungla que poco entiende de empatía. Y, sin embargo, a la cita no se presentó el experto sino la persona. Y Leith lo metió en su libro porque, en buena parte, el propio libro había dejado de tratar sobre el fútbol y se había convertido en una celebración de la vida en España.

Nunca conocí en persona a Michael Robinson. No creo que hiciera falta para asegurar que era un hombre feliz y que encontró en España un auténtico parque de atracciones. Desprendía entusiasmo. El fútbol, el deporte en general, parecían una excusa en segundo plano para disfrutar del día a día, de la vida en su totalidad. Quizá por eso nunca se metió en guerras ni en discusiones mediáticas. Él había venido desde tan lejos para pasarlo bien, no para tirarle ladrillazos a nadie. Esa felicidad la contagiaba en cada entrevista, en cada retransmisión, en cada comentario. Nos enseñó que uno podía reírse en medio de un partido de la máxima sin parecer en ningún momento grosero ni ridículo. Que uno podía disfrutar de ese partido sin necesidad de histrionismos.

Supongo que Robinson apareció en mi vida como futbolista guerrero del Osasuna. Lo supongo pero ya no lo recuerdo. He visto muchas imágenes suyas pero sé que son posteriores. Para mí, Robinson era el comentarista un poco torpe con las palabras que me deslumbró en el Mundial de 1990. Ya por entonces tenía cierto gusto por hacerlo fácil. Eran los tiempos en los que no resultaba tan habitual que un ex futbolista -recién retirado, además- hiciera de comentarista y desde luego, que lo hiciera con tanta locuacidad aunque fuera complicado entender su castellano.

Creo que uno de sus grandes aciertos, una de sus marcas personales, fue no solo mantener la locuacidad y el entusiasmo sino la dificultad con el idioma. En eso recordaba al también fallecido Radomir Antic y no en vano el serbio le propuso un lugar en el banquillo del Atlético de Madrid justo cuando empezaba el famoso "año del doblete". Robinson hablaba raro y logró que eso formara parte de su encanto. La indefinición ante la "erre" que tanto caracteriza a los ingleses. Naturalidad ante todo.

Repasar la cantidad de programas de calidad en los que participó es ridículo y además puede que la memoria me falle, así que vayamos al primero: "El día después". En un principio, el programa estaba pensado para Nacho Lewin y Jorge Valdano, una combinación quizá excesiva en lo teórico. Pedante, vaya. Relaño vio claro que hacía falta otra cosa y que Robinson se lo podía dar. Y se lo dio. Desde la pizarra cibernética a lo que el ojo no ve a un divertidísimo "rap del inglés" que por mucho que busco en YouTube no encuentro nunca. 

Michael Robinson. Nos hemos acostumbrado tanto a la muerte en estas seis semanas, hemos visto tantos y tantos números por delante de nuestras narices que aún estamos demasiado en shock como para darnos cuenta de la realidad. Hemos normalizado la muerte diaria como normalizaba él la vida. Michael Robinson, por supuesto, en la portada del PC Fútbol, la mejor operación de marketing de la historia. Cuántos niños, cuántos adolescentes, crecimos con sus comentarios a los partidos en los que nuestro Leganés o nuestro Villarreal de turno le ganaba al Milan la Copa de Europa...

Creo que me faltan palabras, que no soy capaz de describir todo lo que Robinson ha significado en mi biografía. No ya como deportista ni como experto ni como ejemplo periodístico. Al revés, como ejemplo de vida. Leith y Robinson, borrachos como piojos en un bar comentando partidos de los 70 y 80 del Liverpool y el Arsenal. La vida, ya digo, y, después, todo lo demás. Con estilo, por supuesto, pero sin dramas. En un mundo de chapapote, consiguió salir limpio. Lloverán los homenajes y serán todos merecidos. Hay algo en la muerte de Robinson que recuerda a la de David Gistau: nadie saldrá a hablar mal de él, no se encontrará ningún enemigo ajustando cuentas. Y si alguien lo hiciera, si alguien se atreviera a tanto, sería unánimamente reconocido como un miserable.

viernes, abril 24, 2020

Lennon Remembers


Patricio empezaba siempre los conciertos sentado a un teclado al borde del escenario. Normalmente, hacía unos diez minutos de teclado y voz en los que poco a poco se iban incorporando los demás miembros de la banda, empezando por Chiloé, al que siempre recuerdo en un rincón del escenario del Búho Real, con su pelo largo y su barba y sus gafas de sol, un poco a lo Jimmy Ríos -"Open the door, goddamn it"- y continuando por todos los demás. La presentación de Patricio era sobria pero clara: aparte de su presencia imponente, flequillo que se empeñaba en soplar para apartarlo de la cara, dejaba a la vista en su teclado unas letras formadas con cinta aislante que leían la palabra EGO, en mayúsculas.

"Ego". Pensé en que esta entrada se hundiera en el fango del ego y repasara todos los libros que he escrito y traducido a lo largo de estos años, pero yo no soy Patricio, yo no tengo su facilidad para ponerme delante del mundo y mirarle de frente, no ya retador sino indiferente, y mandarle callar. Solo diré que cada cinco años hay uno en el que dejo de sentirme un miserable y de repente me siento tremendamente especial, orgulloso y capaz. El año en el que me publican algo. Y ahí sí que soy como un niño salido de una cuarentena, completamente descontrolado y eufórico, pegando saltos y carreras, gritando todo lo alto que permiten mis pulmones: "Soy escritor, soy escritor".

Lo cual, no nos engañemos, siempre ha sido cierto... pero, ay, el ego. El ego es jodido porque es frágil. El mío, al menos. La Chica Diploma me pide que disfrute de esto porque sabe que no se repetirá en tiempo. Que lo que vendrá será más feo y me hará dudar de nuevo y volveré a mi "éramos tan felices, éramos tan felices..." perpetuo con importantes dosis de frustración. No voy a decir que he hecho cosas que nunca habría soñado con hacer, pero es cierto que comparto catálogo en muchas editoriales con gente a la que admiro mucho. El siguiente paso sería plantarme ahí con mi libro, el que fuera, soplarme los rizos y mirar fijamente al público recordándoles que, no importa lo que digan, yo sé que me lo merezco. Seguimos esperando el día.

*

A las dos de la mañana me doy cuenta de que el móvil no se está cargando. Pruebo a cambiar el cargador de enchufe, pero no, sigue sin cargar. Es un momento de pánico no ya por mi evidente adicción a internet sino por una cuestión práctica: si tengo que ir en algún momento al hospital, si me tienen que ingresar y aislar -y un hipocondríaco siempre tiene eso en mente- mi teléfono móvil y mi cargador serán la condición de posibilidad de cualquier contacto con el mundo.

Las luces del patio interior siguen encendidas, han vuelto a dar cuerda al reloj de pared que da las campanadas como el Big Ben sin atender a horarios. En cualquier momento. Las dos y doce, por ejemplo, mientras enciendo de nuevo el ordenador y busco tutoriales por YouTube y encuentro a un hombre que explica un truco que funciona contra todo pronóstico. Además de hipocondríaco, soy pesimista, así que mis pronósticos nunca valen gran cosa, pero esa es otra historia.

Y así, ya puedo acostarme, porque, en fin, el móvil ya queda cargando desde su 40% de batería... pero no, no me fío, y me quedo de lado en la cama, con el cuerpo girado hacia la mesilla de noche, el teléfono en la mano, comprobando que sube, que llega al 41%, luego al 42%, y ya que estoy vuelvo a Twitter y vuelvo a Facebook y vuelvo a Instagram y vuelvo al EGO, al cultivo del EGO para ver si algún día crece sano y fuerte e incluso cuando por fin ya apago la luz y apago todo y me tumbo -deben de ser las dos y media, quizá más tarde- sigo inquieto porque sé que en algún momento, a traición, va a sonar el reloj lejano. Va a dar unas campanadas absurdas y en rigor no puedo saber cuánto tiempo falta igual que no sé siquiera ni qué hora es, y me angustia un rato hasta que por fin me duermo, no sé ni con qué sueño porque soñar cada vez es más difícil, y a las seis-siete horas me levanto fresco, optimista, alegre. Al menos hasta que vuelvo a encender el móvil.

*

En los ratos libres, en los pocos ratos libres, en vez de leer, me pongo la grabación completa de la entrevista de John Lennon para Rolling Stone en 1970, la que luego Jann Wenner publicaría como libro bajo el título "Lennon Remembers" para gran enfado del propio Beatle. No es lo mismo leer la entrevista que escucharla. Si se lee, Lennon parece un hombre alterado, demasiado angustiado por todo, loco por borrar su pasado cuanto antes, soltando leches a un lado y a otro (no tanto a Paul, sino más bien al "entorno Beatle", esto es, George Martin, Brian Epstein, Peter Brown, Derek Taylor, Neil Aspinall...), desquiciado.

De hecho, años después, cuando intentó hacer las paces con todo el mundo, vino a justificar que esa entrevista había sido una especie de catarsis y que utilizar una catarsis para luego echársela en cara continuamente era injusto. No lo sé. De entrada, lo que llama la atención es lo cansado y aburrido que está Lennon en toda la entrevista. No parece alterado en absoluto. No parece perder el control en ningún momento. Simplemente, empieza casi todas las frases con un "I don´t know". Por no saber, no sabe ni cuándo grabó "Rubber soul" y cuándo grabó "el disco ese con la portada en blanco y un dibujo de Klaus Voormann". Wenner le tiene que recordar que están hablando de "Revolver". No sé hasta qué punto "Lennon remembers" acaba siendo un título incluso irónico.

No sé, puede que fuera muy drogado y que las drogas le tranquilizaran. Es otra opción. Yoko parece tranquila, también. Ni siquiera parece que estén ajustando cuentas sino charlando con un amigo. Todo es "bullshit". Todo. "The Beatles´Myth". Años después, en cualquier caso, se le pasaría. Entre 1973 y 1975 ("The lost weekend"), Lennon daría cien entrevistas insinuando que quizá no sería mal momento para volver a reunirse, que empezaba a apetecerle. Por entonces, Paul tenía Wings y seguía sintiéndose dolido. En el fondo, de todos, y por raro que parezca ahora, Paul fue el que más distancia puso de 1970 en adelante con respecto al rollo Beatles. George estaba a sus cosas: asumiendo un éxito que no se repetía, destrozándose la voz en megagiras por Estados Unidos y divorciándose de Pattie Boyd.

En la entrevista, Lennon también habla del ego, de la necesidad de deshacerse del ego a veces pero también de decirse "Eh, eh, esperad, YO he hecho ESTO", aunque no se acuerde muy bien de en qué disco lo metió. Componer "I´m only sleeping", "Dr. Robert", "She said, she said", "Tomorrow never knows", "And your bird can sing", grabarlas a la vez y luego olvidarte incluso del título. Otro nivel.


domingo, abril 19, 2020

The smell of puke and piss


Una de las putadas de envejecer es que el recuerdo que dejas no siempre es el más amable. Por ejemplo, yo, que viví treinta años aproximadamente en casa de mi abuela, me he quedado para siempre con su imagen de los últimos meses, los de residencia Caser, los del deterioro físico y el mental, los cada vez más torpes paseos por el pasillo y al final la silla de ruedas. Me he quedado con su cara en medio de un grupo de ancianos que asiste a un concierto, todos en silencio, todos ausentes. Sus ojos encontrándome al fondo del salón y su sonrisa. La sonrisa de quien descubre a su nieto, de quien descubre en cierto modo el futuro.

Una de las putadas de que los demás envejezcan es que te acabas sintiendo culpable. Por ejemplo, de no haber provocado más sonrisas. No haber estado ahí más tiempo. Pero es normal, te dices, es normal. Tú tenías treinta años -ni siquiera-, tú intentabas construir ahí fuera una vida en muchos sentidos, tú tenías algo que quizá no fueran responsabilidades pero era vitalidad, tú escribías libros que quedaban en la estantería de su habitación y acumulabas vivencias e incluso encontraste un trabajo con el que ir pagando los excesos.

Y al fin y al cabo, tú estuviste ahí, no puedes decir que no. Porque si no hubieras estado ahí, no recordarías aún el olor constante a lejía y desinfectante, ni a la señora de pelo rubio, siempre engalanada, que se quedó con la habitación de al lado, ni los gestos perdidos de las manos, ni la búsqueda de la niña que no existía, ni te hubieras aprendido los paneles de "La ruleta de la fortuna" por las mañanas ni las peripecias de "Yo soy Bea" por las tardes. No sabrías quién era Belén, la directora, ni temblarías al recordar las caras desencajadas de los enfermos de la tercera planta. ¿Acaso no fuiste tú el que le llevaste el disco de Jorge Drexler?, ¿acaso no le colocabas los cascos de su pequeña radio?

Con lo que sí, estuviste, pero ahora no te parece suficiente porque basta la distancia para que cualquier cosa se vuelva diminuta. Es normal. Esto también pasará. Incluso escribiste varios capítulos de un libro sobre una chica que trabajaba de cuidadora y no sabía qué hacer. No le gustó a nadie pero tú tenías que escribirlo igual. Lo que a ti te gustaría es recordar lo anterior, simplemente, pero eso no siempre es posible. Recordar la infancia y la adolescencia y cómo se partía de risa viendo "El semáforo" o "La parodia nacional" o "La casa de los líos" o cómo miraba a Hache con cierta desconfianza cuando Hache pasaba por casa. Una vez, al menos. Después de ver una preciosa furgoneta naranja de la que se había enamorado.

*

De entre la inmensa cloaca que es Twitter, sale de vez en cuando algo parecido a la compañía. Las pequeñas charlas con desconocidos que hacen amenas las tardes frente al ordenador organizando clases y ordenando videoconferencias. La gente perdida, como tú. Los que preguntan porque necesitan una respuesta, sea un poco la que sea, e intuyan que tú se la vas a dar, que tú te mueres por dar respuestas aunque no las tengas. Aunque no las des, de hecho, porque el traje de gurú te queda largo, porque te has convertido en algo así como el enano que susurra a Zaratustra: "¿Tú sabes eso? Eso no lo sabe nadie".

El chico que quiere saber si su hermano debe cancelar su boda. El que pregunta si debe despedir a la interna que vive con él y sus hijos en casa. Yo solo sé que no sé nada pero que, por lo que sea, lo parece. Yo antes era el que preguntaba pero me di cuenta de que las respuestas no tenían sentido. Mejor esperar y ver. Mejor aparcar la urgencia y darse cuenta de que cinco semanas no son tanto, que si un problema ha tardado cien años en presentarse, no se le puede despedir en lo que duran unas vacaciones de verano.

Y así pasa el tiempo. Con la extraña sensación de que te están escuchando. Con la enorme responsabilidad de que te estén escuchando. Y, por supuesto, tú piensas que no es para tanto porque tú eres así (aunque a veces... a veces sí te lo crees, sí, un rato, porque está bien un rato pero luego ya no) y, bueno, lees otro artículo, buscas otra mediación, despistas un poco al hambre y al sueño, ves el trailer de un documental sobre los Bulls de Jordan y te echas a llorar, olvidas tus medicaciones y cuentas el dinero: hasta noviembre, si no encuentro trabajo, hasta diciembre, quizá. Hasta enero, si todo sigue siendo pasta y huevos con patatas.

*

Una de las cosas que mejor funciona en "Lectura fácil" es el sexo. Yo creo que no tengo ni una sola escena de sexo en toda mi literatura, que empieza a ser amplia. No sé cómo hacerlo. González Pons, tampoco. Pero Cristina Morales, sí. Cristina Morales te impone tanto su universo, te deja tan claro los límites desde el principio, que estás dispuesto a aceptar cualquier cosa que suceda. Y si es comerse un coño o una polla es comerse una polla o un coño. Todo ocurre por la razón del personaje y punto.

Ahora bien, si eso ya tiene mérito, hacer metaliteratura erótica -una escena dentro de otra escena, una felación dentro de un cunilingus- es directamente asombroso. No sé, he tardado más de un mes en acabar el libro, pero ha merecido la pena. Me gusta mucho de una escritora que me diga "oye, este es mi libro, y estos son mis personajes y estas son mis reglas". Que no intente complacerme. Que no tontee conmigo ni se haga la seductora. Que imponga. Quizá todo libro deba ser eso: una imposición. Yo creo que "Limbo" es una imposición, aunque sea de otro nivel. Un libro debe atreverse a bloquear a cualquier seguidor antes de que su autor siga calculando las consecuencias.

Debe decirle al lector que se calle y escuche. Que no es su momento. No aún, por lo menos. Echarlo a patadas, si hace falta, y a la vez insinuarle que, si se queda, nada volverá a ser igual.

domingo, abril 12, 2020

Lectura fácil


A las 2,30 de la madrugada bajo las persianas de la habitación pero antes echo un vistazo al enorme patio interior. Casi todas las luces están encendidas. Una versión pandémica de "La ventana indiscreta", con sus balcones, sus cortinas descorridas, su intimidad en escaparate, casi como una invitación al extraño. ¿Habrá sido así siempre? No lo sé. Son las 2,30, insisto, y todos siguen despiertos, como si esperaran algo. Salones modernos con televisores de muchas pulgadas. Un insomnio en crecimiento exponencial.

En la parte de abajo hay una especie de terrazas de ladrillo donde a las ocho se juntan grupos de gente a aplaudir. Sospecho que no es la idea, pero bueno. No sé si fue ayer o fue el Viernes Santo, uno de los vecinos se arrancó con una saeta. No puse mucha atención pero sonaba bien. Mejor que "Resistiré", eso desde luego. Hace tiempo que a las nueve nadie sale con sus cacerolas, pero eso son rachas, pronto volverá la desesperación y el desencanto.

Desde mi patio interior no puedo increpar a nadie que se salte las normas pero sí puedo escuchar todo el día las sirenas. Sirenas que no sé si anuncian ambulancias o coches de policía; supongo que lo primero, porque cuesta imaginar una persecución por una calle completamente vacía. Un sonido lejano que se va acercando, se queda por toda la casa durante cinco segundos, y luego desaparece de nuevo. No exactamente como una alerta de bombardeo, pero supongo que parecido. Salvando las distancias, claro, que ahora mismo es lo suyo .

*

En Teledeporte, echan la etapa de Hautacam de 1994, la de Leblanc, Induráin y Pantani. Sospecho que Televisión Española tiene algún problema con los derechos recientes porque no tiene ningún sentido no ver nada del Tour de Contador de 2007 ni el de Sastre de 2008 ni las luchas intestinas en el Astana de Bruyneel de 2009. Quizá simplemente están yendo por bloques y ya llegará el momento. No tengo ni idea.

Hautacam 1994, en cualquier caso. Santuario de Lourdes. Era julio y estábamos en casa de S. jugando a un rudimentario juego de fútbol para PC en el que los jugadores llevaban nombres falsos porque no tenían los derechos. Por ejemplo, Julen Guerrero era Guerro, sin más, y el comentarista lo pronunciaba con diéresis. Yo veía la tele, veía a toda aquella gente caer detrás de Induráin como si un imán les arrastrara a la base de la montaña y mi hermano y S. jugaban todo el rato distintas versiones del Brasil-Argentina. No recuerdo quién iba con quién pero sí recuerdo que los dos intentaban jugar bonito.

Tenia diecisiete años, ellos dieciocho. Si no me equivoco, durante esos días tenía que estar celebrándose el Mundial de fútbol y quizá ya habíamos vuelto de Portugal, aquellas noches de Barrio Alto, comas etílicos y pensiones de putas en el barrio de Intendente. Traté de escribir una novela sobre ello pero no me salió, claro. Tengo la tendencia a empezar en verano todo lo que escribo y así siempre hay margen para la decadencia. S. vivía en Hortaleza, casi Manoteras. En la misma casa que una chica que a mí me gustaba mucho. Años después, se mudó al lado del Malaspina y llegamos a ser muy buenos amigos, incluso fuimos a Albacete en su coche a ver el debut de Fernando Torres con el Atleti.

Luego, creo que se enfadó. No lo sé. Luego pasaron muchas cosas y es normal a esas edades. Yo no me enfadé, desde luego. Creo que le ha ido muy bien y ha estado en muchos medios y está ahora de jefazo en alguno de ellos. Era un buen tipo. Cuando estábamos en el Ramiro y jugábamos al baloncesto, los dos de lejos, sin arriesgar entre tanto atleticismo, con nuestro tiro de tres como único recurso, nos sonreíamos sudorosos y él me llamaba "compañero de estigma". Una definición preciosa que me apropié de inmediato.

*

A veces, también leo. Cuatro semanas para, por fin, tener casi terminado "Lectura fácil", de Cristina Morales. Y eso, insisto, que me está gustando... pero no tengo la cabeza para nada que no sean números, que no sea inmediato y que no sea yo. Me tumbo en la cama con el libro y tengo dos opciones: poner el piloto automático y pasar páginas como bobo o prestarle la atención que se merece porque es un libro en el que en cada página hay algo. Algo que te agradará o te desagradará pero que casi siempre te pillará por sorpresa. Es muy complicado hacer un libro en principio tan normal y que en realidad sea tan denso. Uno de esos libros de los que es imposible hacer sinopsis porque lo que hay es debate.

Mientras, estiro las piernas hacia el pecho o las retuerzo una contra la otra o las dejo caer a un lado de la cama. Me ha dado un ataque de ciática tremendo en el lado izquierdo y está pasando al derecho, como si fuera la conjuntivitis de un niño pequeño. Eso es de tanto sentarme, eso es de tanta tensión y tan pocas posibilidades de liberarla. La semana pasada eran los vértigos y la ansiedad, hoy son los piramidales y los muslos. La Chica Diploma me dice que busque una crema relajante, pero no está por ningún lado. Esta es una casa hecha a su imagen y semejanza y a mí me cuesta una barbaridad descifrar los espejos.

Veo una entrevista con Contador y leo un foro en el que hablan del uso de la EPO en los años 90. En Teledeporte han pasado a la lucha canaria. Las luces del patio, ya digo, encendidas, como encendidas al fondo las del edificio Vodafone con su rojo lejano. El primer día me saqué un pequeño taburete para trabajar en la terraza. Ahí se ha quedado. Lo que antes era pereza poco a poco va dando paso a algo parecido al pudor. El pudor de estar solo, quizá, y no tener ninguna gana de compartirlo.


viernes, abril 10, 2020

Limbo


Termino de leer mi novela apresurada y resulta que me gusta. Supongo que en realidad me gusto yo, pero, en fin, eso tampoco es mala noticia. La novela está bien escrita y cuenta exactamente lo que yo quiero contar y como quiero contarlo. Creo que eso antes no pasaba. Creo que antes todo era más académico, más "qué esperan los demás que escriba". Ahora, no. Ahora, quizá porque los dos experimentos anteriores han acabado aparcados en mi ordenador, he decidido hacer lo que me dé la gana y creo que así se va a quedar.

No es una gran historia. Tampoco es un gran personaje. Pero es una bonita narración, un poco como este blog. Un acompañamiento por un momento complicado y una isla complicada, simplemente. No va a cambiar el mundo y eso es un alivio estupendo. El libro ha pasado por varios títulos. Empezó como "Fuerteventura", sin más, luego pasó a "The lost weekend", lo cambié por "El juego de Chiara" (no sé por qué me pareció más comercial... pero Chiara es una mota en este jarrón) y parece que se va a quedar como "Limbo".

Me gusta la idea de "Limbo" porque es precisamente la idea de la que parte el libro y a la que llega. Ni santos ni diablos. Una historia de redención en un lugar para redimirse. Creo, además, que el limbo como tal ya no existe, y desde luego suena mejor que "purgatorio". Me gusta incluso la idea de hacer una trilogía con los otros dos libros y titularlos "Cielo" e "Infierno", no solo por capricho sino porque tendría sentido. Puede que un día lo haga. Solo por hacerlo, que es como se hacen las cosas.

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Parte de la idea del título está, por supuesto, en las páginas del libro, en la cantidad de veces que repetía la palabra en cada capítulo; tantas que he tenido que meter podadora a destajo. La comparación constante con "San Junípero", el capítulo de "Black Mirror". Algo así como un "San Junípero" en el que de repente algo sale mal y nadie sabe qué es. Ni hay por qué saberlo ni hay por qué explicarlo. La incomodidad y punto. Debe de ser frustrante.

Pero si el libro se llama así (de momento, esto va por impulsos) es porque en un momento dado se menciona la canción de Bryan Ferry. Una canción de 1987 que pasó completamente desapercibida, de la que nadie se acuerda, inquietante, inconexa y con un punto misterioso que no culmina en nada concreto. Como mi libro. Una canción que, como Chiara, es una mota dentro de la discografía excelsa de Ferry, sea en solitario o con Roxy Music (las horas con mi hermano escuchando "Avalon", en el cuarto de fondo mientras aporreábamos el teclado jugando al PC Fútbol).

Una canción, sin embargo, que me fascinó con once años, en un especial de esos de Nochevieja que hacían antes con artistas de todo tipo. Puede ser el de 1987 a 1988 o el de 1988 a 1989, el año que los Pet Shop Boys tocaron el "Domino Dancing" y Vaitiare me pareció la chica más guapa del mundo. La Nochevieja que pasé con mi padre, en su casa de Cuatro Caminos, estoy casi seguro, aunque en esto, como en casi todo, me puedo equivocar.

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El reloj se vuelve a parar a las 9.40, como si fuera una canción de Aute equivocada. Lo hizo ayer por la noche y lo ha hecho hoy por la mañana. Creo que no es una cuestión de pilas sino que las manecillas se paran ahí por pura mecánica. Como si me quisieran avisar de algo. Como si me dijeran: "mira, en serio, lo dejamos aquí". Pero no, claro, el ritmo no para. Además de rehacer novelas, escribo artículos y corrijo redacciones. Organizo videoconferencias para mis alumnos y calculo porcentajes de fallecidos en Bélgica.

Es una vida, quizá, con demasiada adrenalina. Ayer, hablaba con la Chica Diploma mientras tendía una lavadora. Al final, fueron dos. Siempre hay algo pasando en algún lado, incluso cuando en principio no pasa nada. Cuestión de expectativas. A las cinco estaba tan cansado que me eché a dormir. En general, el cansancio lo es todo. Un cansancio mental que puede confundirse a veces con irritación, poca paciencia. Acabo regañando a mi mujer y a mi hijo mayor. Mi hijo pequeño aún no me entiende. Le veo en vídeos y aquello no es un bebé, es un cachalote. Hemos creado un monstruo.

Vuelvo aquí. Tengo en este momento 34 pestañas abiertas en el portátil y no me pierdo. Sé dónde está Canarias y dónde está Castilla y León. Sé dónde está Worldometers y dónde está Cyclingnews. Sé dónde está Le Monde, dónde The Guardian y dónde The New York Times. Sé dónde están los enlaces al libro de Bugno y sé dónde están mis aulas virtuales. Funciono con dos pestañas de Twitter abiertas todo el rato porque a menudo las necesito. Mi reloj me da señales que yo ignoro. El otro día vi a Toni Kukoc jugar contra Italia una final de un Eurobasket y se me erizó la piel.

domingo, abril 05, 2020

La valse d´Amélie


Conocí a la Chica Portada porque me había enamorado de su amiga dos días antes. Dos meses después. me enamoré de otra amiga suya y así estuvimos un año y medio pero esa sería una historia muy larga. Conocí a la Chica Portada, digo, y esa misma noche me dijo que tocaba el piano... pero que nunca lo tocaba en público. Yo estaba borracho y ella probablemente también y le solté aquello de "ya verás, un día te podré oír tocar" y ella dijo "no" como le dice un borracho a otro cuando los dos tienen veintipico años: con una contundencia abrumadora. Aquella noche no era Nochevieja, pero todos quisimos pensar que sí.

El caso es que nos hicimos muy amigos. Tan amigos que parecíamos sacados de "Dawson crece", con nuestros portales bajo la lluvia. Ella era muy madridista y yo no. Tuvo una historia con un chico que era del Celta pero nunca quiso llamarlo "novio". Yo la vacilaba mucho. Ella sabía leerme a la perfección y nunca me pareció que fuera fácil. Ella sabía leer a todo el mundo a la perfección y por eso sabía siempre dónde colocarse. Puede que eso sea lo que Andrés Barba llame "astucia". Hubo un tiempo que pensé que me había enamorado de ella -hubo un tiempo que en fin...- y habría tenido toda la lógica del mundo. Como coincidió con que estaba leyendo "El libro de Rachel", yo le escribí "El libro de Rubio" y lo dejé metido en mi ordenador bajo llave. Solo se lo enseñé cuando ella ya estaba en otro continente y yo andaba casado y probablemente con un hijo.

Mucho antes de eso, antes quizá del enamoramiento o lo que fuera, me invitó a su casa. Yo he pasado en casa de la Chica Portada todo tipo de tardes improbables, pero aquella fue especial: efectivamente, se sentó al piano y tocó. Tocó "La valse d´Amélie", tocó "Clocks", de Coldplay, y seguro que tocó muchas más. En aquel momento, me sentí la persona más afortunada del mundo. La persona más querida del mundo. La Chica Portada desde luego nunca se enamoró de mí y desde luego nunca tuvo dudas ni escribió cuadernos prohibidos... pero se sentó al piano, venció su vergüenza y me hizo sentir importante. Y puede que al final el amor sea eso. El amor de verdad, digo, no el de "poli deluxe" y revista adolescente.

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De todos modos, eso ya había pasado antes, ojo. Todo ha pasado antes, que diría Nietzsche. Pasó con la Chica Berklee en 2003. La chica Berklee, pianista profesional, también se negaba a tocar para sus amigos y solo cuando se rendía, cuando le daban esos ataques de ansiedad en los que se daba cuenta de que no podía sostener el mundo ella sola, me invitaba a su habitación enorme y se ponía a tocar cualquier cosa. Yo le enseñé una melodía con cuatro o cinco acordes muy básicos (yo también tenía piano en casa, el piano de mi tío, yo también estudié tres años en una academia cuando era un niño) y a ella le gustó y empezó a hacer variaciones y se comprometió a componer algo llamado "La incertidumbre de Ortiz" pero luego se fue a Boston a vivir y todo se complicó mucho.

Fueron aquellos días de junio y julio de 2003 algo extraños y divertidos. Me acuerdo que dormimos juntos varias veces. Solo dormir. Nos gustaba despertarnos el uno al lado del otro. A la Chica Berklee le gustaban los hombres pero sobre todo le gustaban las mujeres y en parte, eso decía ella, se iba a Estados Unidos a recuperar un amor de adolescencia. Por el camino, encontró otro y decidió quedárselo. Hizo muy bien. Cuando acabó esa relación -y duró casi seis años-, ya vivía en Nueva York, barrio de Brooklyn, estación de Prospect Park, pero estaba cansada. Organizó un viaje de tres meses por todo el país para encontrar una universidad donde pudiera dar clase de composición y yo le acompañé en la primera parte, hasta Seattle.

Íbamos en un coche amarillo del año 90, que nosotros llamaríamos Ford Fiesta pero ellos llamaban Ford Festiva. Le pusimos de nombre Ramón y nos obligó a visitar talleres mecánicos en varios estados de la unión. Por las noches, dormíamos en moteles Super 9 o en parques nacionales. Ella leía "Guerra mundial Z" (era 2009) y yo leía "2666". Teníamos un mapa enorme de carreteras y los destinos apuntados en una libreta. Seguía componiendo pero en vez de usar un piano, usaba una aplicación de Apple y se ponía cascos. En la tele no hacían más que pasar reportajes sobre Michael Jackson.

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Sospecho que la vecina de al lado ha estado enferma. No lo puedo asegurar. Sí recuerdo las toses muy al principio, cuando cada tos era más motivo de chiste que de preocupación. Luego, algunas conversaciones sueltas. Vivimos en un bloque de pisos con tabiques estrechos. A veces, viene gente a visitarla y yo siento la tentación de llamar a la policía, rollo "Fresa y chocolate". Luego se me pasa. También es verdad, ahora que lo pienso, que quizá cantaba demasiado para estar enferma. Aun dando por bueno que "el que canta, su mal espanta", no puedo dejar de asociar música con alegría, con un cierto optimismo.

Desde hace una semana o así, su música ha desaparecido y queda el Canal 24 Horas y la radio. Es bonito escuchar la radio en una casa. No ya en el coche o de paso hacia algún lado. En casa. Elegir la radio frente a las demás alternativas, generalmente, creo, la SER, lo que la hace poco proclive a las caceroladas de las nueve de la noche. Cuando paso la aspiradora, me siento un poco culpable, e intento hacerlo lo más rápido posible. Sé que ella me escucha a mí tanto como yo la escucho a ella. Sé que ella también entiende parte de mis conversaciones de teléfono y se ha tenido que dar cuenta de que yo no oigo la radio nunca, pero tampoco veo la tele. Yo voy con el ordenador a todos lados y ahí me pongo Filmin o HBO o Movistar o lo que corresponda.

Música también, por qué no. Esta mañana me levanté con ganas de escuchar "Chica pop", de Zahara, que siempre me ha parecido una canción tristísima dentro de un disco que Universal se empeñó en vender como alegre. Después, me decidí por Yann Tiersen. Creo que si han llegado hasta aquí, no tengo que explicarles por qué. Volumen bajo, bajísimo incluso. Puede que antes de comer me ponga la banda sonora original de "Underground" por aquello de ir animando el día. Espero que ella lo entienda, espero que no se asuste al oír los disparos y las trompetas de los zíngaros. Espero que esto acabe cuanto antes. Ayer, en Twitter, un seguidor me dejó un bonito mensaje: "No quiero causarte ninguna molestia, pero creo que deberías descansar un poco". Más razón que un santo, tenía, pero es que yo nunca he sabido hacer eso.

miércoles, abril 01, 2020

La virgen de agosto


Creo que el objetivo de Jonás Trueba era que todos nos enamoráramos de Itsaso Arana -que todos entendiéramos su amor por Itsaso Arana- y quizá el de Itsaso Arana fuera que todos nos enamoráramos un poco de Madrid, no ya de Madrid en términos estéticos sino puramente sentimentales. Esto es, que nos reencontráramos con lo mejor de nosotros mismos recordándonos en esas terrazas, en esos parques, en esas verbenas. En cualquier caso, ambos lo han conseguido. También hay que reconocer que no era difícil.

"La virgen de agosto", con ese punto veraniego, luminoso, juvenil y su aire natural en unos diálogos que rozan intencionadamente la pedantería sin importarles, no puede sino recordarme a Eric Rohmer. Incluso los chicos que se cruzan en el camino de Eva, con sus pelos al viento y su aire atormentado, podrían haber protagonizado "Cuento de verano" o cualquiera de las "Rendez-vous de París" que tanto marcaron mi adolescencia. Es una película agradable, soberbiamente interpretada y dirigida... porque esa naturalidad ante la cámara no es fácil de pedir ni de dar. De hecho, en la naturalidad es donde buena parte de los actores españoles fracasan.

Hay un equilibrio tenso en toda la película. Cuando Arana, con sus sonrisas, con su actitud siempre positiva ante la vida, con su capacidad para solucionar problemas, empieza a parecerse a Amélie Poulain, el guion sabe poner el freno y pararla: "Qué haces tú aquí dándonos lecciones a todos", viene a decirle, buen rollito, uno de sus interlocutores. Por lo demás, no sé si la película tiene mucho interés para quien no sea madrileño porque las claves son demasiado internas. Desde luego, todo el mundo puede reconocer y valorar el Palacio Real o el Templo de Debod, pero el 90% de la película es una broma privada en el que el público tiene que ser cómplice para entender el contexto y su importancia.

¿Y saben qué? Que está bien que sea así y no se explique nada. Y que pasé un rato muy agradable. Y que no es nada fácil en estos momentos.

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Por ejemplo, yo, si veo el templo de Debod me acuerdo de aquella actriz con la que paseaba por los lugares más tópicos allá por 2006, cuando ella tenía 22 años y yo 29 y todos mis intentos de seducción estaban llamados al fracaso pero aun así ahí seguíamos los dos, disfrutando de un juego que sabíamos condenado sin importarnos en exceso. A. y G. reflejados en A. y G., entrando en exposiciones, fantaseando con coger el funicular de la Casa de Campo, esperando autobuses nocturnos en un banco junto a la farmacia 24 horas de Cea Bermúdez.

Por ejemplo, yo, si veo la agitación de las noches de verano cerca del viaducto, si intuyo las escaleras que suben y bajan al café del Nuncio, si imagino el Contraclub con sus luces rojas, me acuerdo de aquella estudiante de periodismo a la que no le gustaba Love of Lesbian y con la que paseaba de la mano de madrugada, camino de su casa por si se perdía, mientras un grupo de alegres borrachines que encajarían perfectamente en la película nos gritaban "que se besen, que se besen" y nosotros nos mirábamos sin saber muy bien qué hacer porque obviamente queríamos besarnos pero a la vez estábamos abrumados por las consecuencias así que creo que sí, que nos dimos un pico, pero también puede que no y que eso fuera más tarde, pero en cualquier caso fue bonito. Bonito el paseo, bonita la hinchada, bonito Madrid. Grandes los lectores.

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Luego, claro, el contraste. La nieve del 30 de marzo, la lluvia del 31, siempre tras la ventana, por supuesto. El supermercado con las puertas cerradas para que vayamos pasando de uno en uno, para que en una extensión enorme no coincidamos más de diez personas, todos con nuestros guantes, la mayoría con sus mascarillas. Una cajera y un reponedor. La calle Clara del Rey ahora ya sí, por fin, totalmente vacía, con el 72 pasando regularmente, cada quince minutos, sin pasajeros, solo cumpliendo un trámite, y los coches de policía patrullando en círculos.

Esa es mi ciudad y esa es mi vida en comparación con la ciudad y la vida a la que remite Trueba. Hay momentos en los que siento que la angustia va a poder conmigo, en los que noto opresión por todo el cuerpo, dolores difusos, taquicardias, ganas de llorar, una soledad inmensa, mareos y vértigos. Miedo, en resumen, un miedo horrible al presente y un miedo horrible al futuro que es mejor ni mencionar. Documentales de deportes y series de narcotraficantes. Ansiolíticos a mansalva. Un desasosiego no ya de guerra, sino de preguerra. De ahí que hable de angustia y no de ansiedad, eso lo definió Barthelme mejor que nadie.

Las noches alargándose a las dos y media o las tres de la madrugada. Los despertares continuos. En la mesilla, un vaso de agua con un antibiótico y un Alprazolam. Me cuesta respirar pero respiro. Me cuesta comer pero como. Me cuesta estar aquí, concentrado frente al ordenador, pero estoy. Así ha sido mi vida en los últimos veinte años y así seguirá siendo. ¿Por qué no me acostumbro? Porque en eso consiste la enfermedad: en no saber acostumbrarse. No saber hacer caso a Larry David, sentarse en el sofá y hacer lo mínimo. Me pagarían igual, ¿no? Pero no, no puedo. Y en el pecado llevo la penitencia.

martes, marzo 24, 2020

A fragile piece of porcelain


El vecino de abajo juega al ajedrez por teléfono. En una casa en silencio, retumban sus movimientos verbales. Alfil a G7 y cosas así. Tiene una voz potente y sus partidas duran horas, único sonido en todo el edificio por las mañanas. Por la tarde, el teléfono suena de nuevo (hay otro teléfono, un móvil que vibra, que de vez en cuando nos avisa de algo pero no sabemos desde dónde) y él vuelve a una partida que más parece un monólogo. Durante días, pensé que era una extraña locución de un documental de animales.

A las 19.58, el patio interior irrumpe en aplausos. Es así en todas las ciudades y al parecer la explicación está en la electricidad: los relojes vinculados a una red eléctrica (el del microondas, por ejemplo, el de la nevera, supongo que el de la televisión...) viven dos minutos por detrás del tiempo de los móviles y los relojes de pulsera. Así, dos o tres vecinos ansiosos empiezan el estruendo con sus vivas y los demás, perplejos, somos demasiado tímidos para andarles explicando física en estos momentos tan complicados. Todo un país con decalaje, todo un país tomado por sorpresa. Obviamente, en consecuencia, a las 20.03 se acaba la tregua.

¿Y qué pasa después? Después salgo a la compra y a tirar la basura en medio de un domingo noche. El Dia está cerrado pero los contenedores abiertos. Demasiado abiertos, diría, casi desvalijados. En la calle, los aplausos duran más que en los patios interiores porque tienen más incentivos (o más móviles). Un grupo de chicas adolescentes se reúnen en el portal de su casa y continúan con el jolgorio de forma obviamente artificial. En los balcones, empieza a sonar el himno de España entre vítores. El mundo de dentro y el mundo de fuera y sus abismos. A la hora, suenan cacerolas. Luego, de nuevo, silencio. Torre a A5. Poco más.

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El comentario decía algo así como "perdona, pero creo que tienes la piel muy fina". Exacto, ese es el asunto: que Guille tiene la piel muy fina, que los que conocen a Guille, los que han tratado con el Guille de carne y hueso o con el Guile virtual saben que no se le pueden decir determinadas cosas o no de determinada manera porque a Guille le hace daño. Guille sufre. Y cuando Guille, obstinado y solitario tauro, sufre, se bloquea y no sabe cómo reaccionar y entonces ya prepárate para cualquier cosa. "A fragile piece of porcelain", que diría John Paul III, pero sin heroína para mitigar el dolor.

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Gonzalo llama y es de lo más cariñoso, como siempre. A veces, es el paciente y a veces es el psiquiatra. Y viceversa. Dice: "No puedes decirle a tus hijos en 2030 que, mientras pasaba todo esto, te tirabas el día en redes sociales" pero no es tan fácil. No me concentro para leer, eso está claro, y en Twitter hay gente. Todo tipo de gente. Por ejemplo, están las charlas sobre Veruca Salt y los hilos de Carbajo sobre los Beatles. Conversamos sobre qué día, qué año, qué batería... soltamos pedanterías como "espera que te lo miro en Lewisohn" o "espera que te lo compruebo en Norman" y repasamos cada detalle de la pelea con Bob Wooler solo por el placer de recordar.

Eso no quiere decir que no trabaje -trabajo mucho, de hecho, quizá demasiado- ni que no haga otra cosa. Por ejemplo, veo la tele: ayer, Arantxa Sánchez Vicario le ganaba a Mary Pierce y Andrés Gimeno se ponía muy contento. El otro día, el Atlético de Madrid le ganó una liga de balonmano al Barcelona de Papitu. Juan de Dios Román comentaba muy sereno; Cecilio Alonso, algo más agitado.

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Papitu, por cierto. Papitu en un restaurante de Santander, puede que 1991. Papitu y otros jugadores del Teka cenando en el salón del "Valbanera" mientras Mercedes, mi padre y yo comíamos en otra mesa. Yo quería hablar con ellos y a mi padre le daba vergüenza. Mi padre detestaba molestar. Cuando por fin nos decidimos, creo que vino Mercedes conmigo. Yo tenía trece años, puede que catorce, y sé que Papitu hizo un chiste sobre el cocodrilo de Lacoste que llevaba en mi polo. Un polo falso, en realidad, comprado a los primeros manteros.

Me firmaron una servilleta, que creo que aún guardo en una billetera, aunque probablemente esté borrada la tinta, borrados los nombres, borrados los números con los que los deportistas suelen acompañar sus autógrafos, como si eso nos ayudara en algo a reconocerles. Luego nos volvimos a la mesa y supongo que me acabaría mi escalope de ternera. Mi recuerdo del Valbanera es ese: un montón de escalopes con mi padre cuando no había comida en casa y no le apetecía cocinar. Un camarero fanático del Teka que nos hablaba de jugadores rusos. Una calle en cuesta -como todo Santander- con un cartelito en la acera izquierda y, dentro, muchos escudos del Racing.