martes, mayo 10, 2022

Música ligera

No sé si tiene sentido comparar las dos versiones porque las dos son sensacionales. A favor de "Musica leggerissima" está el hecho de que sea la original. A favor de "Música ligera", que Ana Mena se haya atrevido con una canción tan rabiosa y tan triste y la haya hecho suya. Incluso la habitualmente desoladora traducción de canciones italianas ha quedado bien. Donde Colapesce y Dimartino apostaban por un tema algo trascendental, con referencias un poco excesivas, la española apuesta por algo más de andar por casa: el mileurista, el novio, la angustia post-adolescente...


Y en medio la "música ligera", la "voglia di niente", la compra en el supermercado, el mundo como voluntad y el mundo como representación. La sonrisa y el bailecito frente al abismo interior. Una canción que se parte en dos y que parte en dos a cualquiera que la escuche. La canción del tedio, del torpor. Una canción nihilista, en parte; cínica, incluso, sobre todo, de nuevo, en la versión italiana, que tiene un punto exageradamente hipster. El silbido inicial, la entrada suave de los acordes y el discurso de rabia y desprecio que acaba en estribillo. Una genialidad absoluta.


Y sí, es una genialidad de Colapesce y Dimartino, por supuesto, pero la tristeza la pone Mena mejor que nadie. Quizá sea porque se supone que Mena es alegre, se supone que pertenece a ese mundo de fiestas de los 40 y galas de Operación Triunfo y coaches de La Voz. Tal vez el encanto esté precisamente ahí: en la chica ligera, la chica feliz, la chica ingrávida, siempre sonriente, que no sabe qué hace en medio de ese tour de celebraciones y que solo quiere olvidarlas. La música como un tranquilizante o algo peor. La música como un canal, también. Ripensi alla tua vita/ Alle cose che hai lasciato/ Cadere nello spazio/ Della tua indifferenza animale.


La indiferencia animal. Eso lo resumiría todo. El enano de Nietzsche. El vacío, sin más, sin caramelos ni redes. Qué es lo que estás haciendo en esta fiesta de mierda.


*


Miércoles por la calle Gran Vía. Enorme Madrid cuando se deja. La tarde de antes de una remontada histórica del equipo de casa. Los sitios de siempre bajo otra luz. La luz de los cuarenta y cinco, la luz de los demasiados días encerrados en un mundo que a veces es demasiado adulto y a veces es desesperadamente infantil. Los viajes fin de curso buscando el hotel después de comer. La tienda del Atleti, el cine Capitol. Madrid es una ciudad en la que, si quieres, te encuentras con tu ex todo el rato porque es una ciudad previsible y lo digo en el mejor de los sentidos. Una ciudad que no pretende sorprenderte y que deja todos los recuerdos en exposición.


También, ojo, el autobús y el metro. Qué gozada el autobús y el metro cuando son un fin y no un medio, cuando no están teñidos de ansiedad y estrés sino que te puedes colocar junto a la ventana e ir dejando pasar paradas por la calle Alcalá, desde el Círculo de Bellas Artes hasta el desvío al Barrio de la Concepción y luego, poco a poco, las zonas residenciales, pijas, llenas de carritos, de bicicletas, de parques y colegios, de polen volando entre las aceras.


Tener hijos es como mudarse. Tener hijos es quedarse a vivir en un espacio propio. El espacio de la crianza. A veces, cuando veo "Ozark" pienso en lo mucho que me recuerdan las andanzas de los Byrde a mis dos crianzas. La sensación de estar tapando agujeros todo el rato y que cualquier imprevisto acecha tras cada llamada de teléfono. Lo contrario de lo que es Madrid, eso está claro. Madrid bosteza con facilidad y te da margen para el aburrimiento. Madrid te espera y eso es bonito. Te has ido, lo sabes, pero también sabe que quieres volver y tampoco te va a montar un numerito. Eso está bien. Es un detalle.


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Recuerdo que la última vez que fui a Valencia pensé que conocía Valencia. Cogí un autobús a primera hora de la mañana. Mi abuela se estaba muriendo y mi padre me llamó por la mañana para pedirme entradas para un concierto de Serrat y Sabina. Hice mil horas y me fui andando a un hotel que ya consideraba mío porque había estado ahí en junio. Una ciudad curiosa, Valencia, afable, receptiva. Era el cumpleaños de una chica y me pedí un zumo de naranja. Nunca me lo perdonaría. Después, fuimos a su casa a ver el final de un capítulo de "Lost" y el primer episodio de "Muchachada Nui". Al día siguiente, me volví a casa.


De eso hacen en septiembre quince años, pero Valencia no parece más hostil cuando llego a las once de la mañana de un jueves para entrevistar a una exjugadora de baloncesto. Lo que pasa es que es otra Valencia -lo que me recuerda que en realidad Valencias hay muchas, por ejemplo, la Valencia en la que tocaron Vetusta Morla en 2017, creo, cuando me llevó la Chica Diploma-, una Valencia de yates enormes, playas y turistas que se mezcla con la de unos chicos que aspiran a Rosalía en una de las mesas de al lado.


Valencia es agradable por la mañana, muy agradable por la tarde, y francamente mejorable por la noche, cuando pierdo la estación, pierdo el tren y me dedico a vagar con mi bolsa del portátil por barrios oscuros hasta que encuentro un hotel que está lleno y donde me sugieren que busque otro en Booking. Valencia es una ciudad donde los trenes salen a las 7.05 de la mañana y los taxis te esperan a las 6.30, donde los ascensores dan sustos y los móviles no tienen batería. Una ciudad donde tienes miedo de despertarte y que suene el "I got you, babe", de Sonny and Cher, así que, por si acaso, decides no dormirte.