lunes, octubre 29, 2018

Paper planes


 En la época de los politonos, yo tenía el "Paper planes" de MIA y supongo que eso pretendía ser una declaración de intenciones. Ese era el tono de llamada general -ahora daría igual, ahora siempre tengo el teléfono en vibrador o en silencio- y luego estaban las excepciones: por ejemplo, Álida tenía reservada "Luces de Neón" y Aída Prados era "Audrey", de los Piratas, por alguna asociación de ideas incomprensible ya que Audrey, como todo el mundo sabe, siempre fue Laura Cuello.

La fascinación por "Paper Planes" llegó hasta mi primera novela, que terminaba precisamente con un tiroteo en el que las balas del libro se mezclaban con las de la canción, y mi fascinación por Aída Prados me la sigue recordando Facebook de vez en cuando y llegó a límites exagerados, lo que demuestra la paciencia que han tenido la mayoría de mujeres conmigo y la razón que tienen todas las que "prefirieron no hacerlo". También es cierto que Aída se fue a otro país y que desde la distancia las tormentas no dan tanto miedo.

El otro día, para qué negarlo, estaba triste, pero alguien me rescató y eso siempre es bonito. Quizá  me acostumbré demasiado a rescatar y a que me rescataran, es decir, a vivir todo el puto día al filo del campo de centeno.  La Chica Diploma, que suficiente hace, me sugirió que me apuntara a un curso para conocer gente con gustos afines pero yo temo a la gente con gustos afines y en cualquier caso no quiero nuevos amigos sino recuperar a los viejos. No quiero una nueva vida, me basta con la de siempre. Si ya me cuesta cambiar de bar para desayunar, imaginen lo que sería este ejercicio de innovación. No, la vida no es un Futmondo.

Alguien escribió en mi muro la semana pasada algo así como que era duro envejecer y darte cuenta de que ya no vas a ser una estrella de rock. Tiene razón pero en parte: yo nunca quise ser una estrella de rock; me parece algo así como el infierno en la tierra. Yo echo de menos otra cosa. Otra cosa superior: la capacidad de sentirme una especie de dios de mi propio universo, con politonos incluidos. Habrá quien diga que ser padre es exactamente eso... pero no, ser padre consiste en montarle un universo a otro y amueblárselo. Una especie de hostelero, vaya, con todos mis respetos...

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Por la mañana, el Niño Bonito me pregunta, después de diez minutos bajo una ducha que no funciona y escuchando el disco de Sia en el que sale su cara en la portada: "Papá, ¿tú, cómo te rindes?" y yo dejo la pregunta sin contestar.

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También por la mañana, esta vez durante el desayuno. Él está con una extraña combinación de leche de almendras, pan de castaña y brownie de chocolate y yo relleno una cartulina que nos han dado en el cole con una foto suya para que expliquemos qué le hace especial. La cartulina lleva una semana en casa y nunca hemos sabido qué demonios hacer con ella pero habrá que hacer algo, supongo. Lo primero que se me ocurre es escribir "everything" y devolverla sin más. Al final, me decido a preguntarle y nos ponemos a lanzar ideas los dos juntos: sus ricitos, su sonrisa, sus amigos del cole, determinados juguetes, los títeres, el fútbol -sobre todo si el Valladolid está de por medio, porque el Madrid no hace más que darle disgustos-, la comida sana...

Con cada cosa adjunto un dibujito, o un garabato, más bien. No sé dibujar y yo lo sé y él lo sabe. Cuando acabo, se lo doy y se pasea por la casa con el "special" en la mano: se lo enseña a su madre, se lo enseña al espejo, se lo enseña al portero, se lo enseña al del garaje y lo guarda como oro en paño mientras vamos al colegio. En ese momento, entiendo de qué se trataba todo esto: no tanto de saber qué hace a un niño especial sino de hacer especial a un niño durante una mañana con su cartulina. Y de paso a sus padres, claro, nos conocen como si nos hubieran parido.

jueves, octubre 25, 2018

Making a murderer 2



No voy a decir que la primera parte de "Making a Murderer" no fuera tendenciosa porque lo es desde el mismo título. Con todo, conseguía dar una imagen de cierta objetividad o, si se quiere, de cierta perplejidad ante un caso que deja demasiadas dudas. Incluso sin oír del todo "a la otra parte" -¿pero qué tiene que decir "la otra parte" que no dijera en el juicio, en los interrogatorios, en las conferencias de prensa, incluso en la condena?- el relato era vibrante por lo que tenía de pura cultura del espectáculo: teoría de la conspiración, sentimentalismo y una buena ración de "Perry Mason para millenials".

Otra cosa es la segunda parte, y no sé si eso es bueno o malo. Si desde el principio estás convencido de que la policía conspiró para detener y acusar a Avery -y la mayoría de los que vimos la primera parte, lo estamos-, no es fácil que encuentres algo nuevo que te haga confirmar o cambiar tu opinión. Sí puede haber detalles legales importantes, pero todos siguen la misma línea de lo que sabemos desde 2015. Hay menos espectáculo y algunos críticos lo han señalado amargamente... pero eso no hace al documental menos valioso sino diferente, sin más. Esta ya no es la historia de un hombre acusado por un crimen que nunca cometió, como "El Fugitivo", sino la historia de dos hombres que se pudren en la cárcel mientras nadie puede hacer nada por ellos, mientras su familia se viene abajo y los patriarcas mueren lentamente ante la cámara.

Si la primera parte era la historia de una indignación, esta segunda es la historia de una derrota. Todas las expectativas, incluso las más razonables, acaban viniéndose abajo en un solo rótulo. El negocio está a punto de quebrar. Avery está abrumado por la fama y los moscones se le acercan para aprovecharse de él. El espectáculo, ahora, está en otro lado, y sin duda los autores de esta segunda parte lo sabían. En buena parte, estamos ante el relato acerca del relato: qué hicieron los grandes medios, cómo reaccionó el público ante la primera entrega. Una cosa muy cervantina, si se quiere.

El problema, constantemente, es Kathleen Zellner. Siento decir esto porque en realidad yo no tengo ni idea de quién es Kathleen Zellner, pero la televisión no tiene nada que ver con quién es la gente sino con lo que parece ser, mucho más en un serial que se basa en la premisa "No te fíes de nadie". Zellner es demasiado mediática, en ese sentido, demasiado espectacular, como si fuera a contrasentido respecto a la narrativa del resto del documental. Zellner es el tipo de persona que la cultura popular estadounidense nos ha mostrado como sospechosa: alguien para quien tuitear forma parte de su trabajo, una especie de presidente Trump, con sus exclamativas y todo.

Son demasiadas horas de discursos triunfalistas y análisis minuciosos y muy pocos segundos investigando por qué esos esfuerzos no llevan a ningún lado, es decir, ¿cuánta gente puede odiar realmente a Steven Avery hasta el punto de quedar ciegos ante tanta prueba que se vende continuamente como decisiva? En realidad, supongo, la razón no hay que buscarla en el odio sino en el simple tedio, la pereza, el "statu quo". No movais el avispero, dejadlo como está. Conseguir "que la familia de Teresa Halbach descanse por fin" no depende tanto de la verdad sobre su asesinato sino del hecho de que el estado haya cumplido con su labor: adjudicarse el monopolio de la violencia.

Es obligatorio que, igual que hay dudas en un lado, las haya en el otro: ¿por qué la familia de Halbach está tan satisfecha con la versión oficial? ¿Por qué todos los jueces, uno pot uno, rechazan sin más las peticiones de un nuevo juicio? Al final volvemos a lo mismo: la culpa es del sistema. Y puede que sea verdad y por lo tanto ahí ya no hay indignación sino impotencia y no hay espectáculo sino pura monotonía, pura desidia, la llamada de la mañana, la llamada de la tarde y la llamada de la noche... En definitiva, que sí, te hace pensar, como hacía pensar "The Confession Tapes" pero de tanto pensar acabas planteándote incluso si no te estarán engañando las dos partes.

Más que nada porque suele pasar.

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Leí "Omega", de Bruno Galindo y Víctor Lenore, sobre el disco de Enrique Morente y Lagartija Nick. Me gustó. Yo en realidad había comprado "Cajas de música ifíciles de parar", acerca del disco de Nacho Vegas, pero me encontré con un error de imprenta como una catedral. En el fondo, salí ganando: el libro sobre Morente está bien, algo deslavazado -como el propio Morente- pero bien. Un libro de los que te puedes leer sin haber escuchado en tu vida el disco del que trata ni cualquier otro disco de Morente. De hecho, el libro consigue que me lo acabe sin siquiera provocarme ningún interés en reparar mi error y escuchar "Omega" cuanto antes. No hace falta. Sé que no me va a gustar, o al menos lo intuyo. No lo consideren una crítica sino un acierto: si lo sé es porque Galindo y Lenore me lo han dejado suficientemente claro. Como detalle, la editorial se ha comprometido a enviarme el de Nacho Vegas y el escrito a propósito de "Una semana en el motor de un autobús", el mítico disco de Los Planetas.

Disco que, por supuesto, tampoco he escuchado.

martes, octubre 23, 2018

Deal with it, rock and roll...


 La imagen es la de un hombre de cuarenta y un años arrastrándose por el suelo a las tres y media de la mañana. Un hombre que cada vez que intenta incorporarse siente el peso del vértigo sobre su cuerpo y necesita volver al parqué, apoyarse en los codos como un recluta patoso, y llegar al dormitorio. Un hombre que se despertó media hora antes ya mareado y cuyo mareo le obligó a tumbarse en el sofá y ahora busca consuelo en la cama, un consuelo silencioso para que su mujer no se despierte, para que su hijo no se preocupe...

Cuando consigue tumbarse, piensa que el vértigo puede ser un ictus y que quizá esté haciendo el tonto con tanta demora y tanto no querer molestar. Por otro lado, está cómodo. Mientras no se mueva, cabeza sobre la almohada, está cómodo y no tiene sueño porque ya no tiene sueño nunca o al menos no ese sueño plácido que te va llevando y te acuna. El sueño, ahora, hay que trabajárselo y es el sueño del que no sabe dónde vivirá en un año, dónde trabajará, a qué colegio irá su hijo, cuántos miembros tendrá su familia, cómo podrá pagar cualquiera de esos cambios...

El sueño de alguien que no disfruta de su trabajo, que no disfruta de sus horarios, que con los años ha aumentado su capacidad para disfrutar de cada vez menos cosas. Un sueño a intervalos: dos horas dormido, dos horas despierto, dos horas dormido... un sueño angustioso, en cualquier caso. A menudo sueña que no tiene responsabilidades, que todo es como era antes, con red. Un hombre que busca ganar dinero -porque necesita dinero- en lugares donde sabe que no lo va a encontrar y que a la vez se siente incapaz de seguir mendigando donde puede que sí le den limosna.

Un hombre, ya digo, que cree que puede tener un ictus y entonces su hijo, ¿qué?; entonces, su esposa, ¿qué? Un hombre que se sentiría culpable si se muriera ahí mismo y quizá por ello repite la operación a la inversa: se tira de la cama al suelo, repta en dirección al salón y se arroja de cualquier manera al sofá, donde ha dejado su móvil para consultar los síntomas. Síntomas que, por supuesto, no coinciden con lo suyo porque lo suyo -él lo sabe- es una mezcla de ansiedad, de angustia, de frustración, de rabia y de agotamiento.

Al día siguiente, el hombre repetirá sus rutinas porque ya las ha aceptado tal y como son y la alternativa sería deshacerse de ellas, pero eso es inviable. Un hombre, hasta cierto punto, condenado, así se siente y así se resigna. Al menos su mente. Su cuerpo, no. Su cuerpo, cada cierto tiempo, le recuerda que así no puede seguir. ¿Y él qué hace? Sigue de todos modos. Sigue porque ha dejado de buscar alternativas y, como le pasó a Pedro con el lobo, si a estas alturas viniera con que está deprimido o algo así, nadie le creería. Sus problemas son demasiado banales como para que nadie se los tome en serio: vive en el barrio de Chamartín, tiene un hijo precioso, una mujer maravillosa, cobra un buen sueldo de funcionario, sus alumnos le respetan, ha publicado más libros de los que probablemente soñara jamás y Facebook le recuerda cada día todo lo que fue: director de revistas, organizador de festivales, entrevistador de estrellas del cine, de la música, del deporte...

Su vida sin sueño es, pues, una vida soñada y sus vértigos no son nada ante lo que Sean Bateman no pudiera contestar con un "Deal with it, rock and roll". Lee mucho. Ve series de vez en cuando -ahora está con la segunda temporada de "Making a Murderer"- y no va al cine por una cuestión de apatía más que otra cosa. Durante años, en medio de las agitaciones veinteañeras, un amigo le sugería que se rindiera, que la paz estaba en la rendición. Ahora siente que se ha rendido y que en vez de alivio siente algo parecido a una traición a sí mismo. Como si él ya no fuera él. Problemas unamunianos.

Da igual. El hombre se queda en la cama mientras su mujer se encarga del niño -preocupado, este se acerca cada cinco minutos para despertarle y verificar que está bien, que no le pasa nada- y luego, ya se sabe, la rutina. No una rutina a lo Steven Avery, claro, por eso nadie entiende la queja, probablemente ni siquiera él mismo, pero una rutina de alfombras al tinte y barbas afeitadas e informes de ausencia para el centro laboral. Fitter, happier...Un hombre que sabía que, probablemente, su vida acabaría convirtiéndose en una canción de Radiohead pero que nunca imaginó que fuera a ser esa.

jueves, octubre 18, 2018

Björn Borg, John McEnroe y Manuel Jabois



En su artículo del miércoles en El País, Jabois escribe esto:

Panero dice que salió a la calle gritando: “¡Éramos tan felices!”, que es una de mis frases favoritas de todos los tiempos porque siempre tengo la sensación de haber sido feliz, nunca de serlo. Y a veces pienso que ciertas felicidades, como ciertos amores, se sabe que lo han sido con tanto retraso que uno se pasa la vida maldiciendo haber estado, no estar.

Yo también repetía "¡Éramos tan felices!" cuando era adolescente y yo tampoco sabía a qué me refería. Probablemente, Jabois y yo vimos "El desencanto" en el mismo pase de televisión, puede que en La 2 y puede que en Canal Plus. No sé, tengo la cinta de VHS por algún lado. Por supuesto, todo ese párrafo podría haber aparecido en este blog y me jugaría lo que fuera a que ha aparecido de forma casi literal varias veces porque Jabois y yo compartimos la misma estética y las mismas referencias.

La diferencia, quizá, es que yo no puedo imaginar esa frase sin la noche en el Desert con la Chica Langosta y sus amigas. Mis parrafadas ni siquiera alcohólicas pero con el inimitable tono arrastrado tan Panero, tan Michi, tan de vuelta de todo a los diecinueve años. Del mismo modo, no puedo imaginar aquella noche y aquella perorata sobre el desencanto sin escuchar de fondo el viento gélido que da inicio al "Planet Telex" de Radiohead y te transporta a su estribillo: "Everything is broken, everyone is broken", que es mi estado de ánimo habitual y supongo que, de alguna manera, lo que me hace interesante.

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Pero, interesante, ¿para quién? Cuando leo el artículo, escribo inmediatamente a Manu algo así como "me asusta hasta qué punto somos tan parecidos" y él me contesta, muy amablemente, como siempre, que yo soy su gran referente en temas de melancolía y nostalgia. No sé cómo tomármelo así que me lo tomo a bien. Sinceramente, con Jabois yo siempre he tenido una relación muy de Salieri y Mozart, aunque en realidad nunca haya visto la película y la película tampoco tenga mucho que ver con la realidad. En cualquier caso, soy uno de los referentes de Manu y eso está bien porque desde luego Manu es uno de mis referentes y es el Mozart de esta generación y eso lo llevo diciendo desde antes de que le contrataran en El Mundo, cuando se dedicaba a los Apuntes en Sucio sin más y hablaba de Massimo Ghirotto.

Supongo que todo esto confirma mi malditismo, que, estéticamente, no tiene por qué estar tan mal. El problema es que la estética se acaba colando siempre en la ética y no puedo evitar un cierto sentimiento de rabia, de injusticia. Un sentimiento que no es nuevo y del que Manu no tiene culpa alguna pero que me corroe: una especie de "¿por qué tengo que ser yo el maldito?, ¿por qué tengo que escribir yo en mi blog que no lee casi nadie que soy uno de los referentes de uno de los mejores escritores del país?, ¿por qué tengo que ir a Valdemoro a explicar el pasado simple en vez de escribir, sin más, mejor o peor, igual que Salieri componía, mejor o peor y gozaba de un cierto respeto?". En definitiva, ¿por qué demonios no existo si las palabras son casi idénticas?

La Chica Diploma no tiene muy claro que deba escribir estas cosas porque cree que a Manu le puede sentar mal pero yo sé que a Manu no le va a sentar mal porque Manu no tiene arte ni parte en esto. Manu no obliga a nadie a escribir mil veces: "Lean al gran Jabois". Manu se limita a escribir y a hacerlo como los ángeles. Yo me limito a escribir y a gritar en mi propio ágora, en mi diminuto tonel al sol: "Hey, que yo también puedo hacerlo. No tan bien, claro, pero suficiente"... y después me pongo a preparar la siguiente clase. Además, yo quiero a Manu y Manu me quiere a mí. No nos vemos, apenas conseguimos mantener conversaciones de más de diez minutos y la única vez que conseguimos quedar para hacer algo juntos -ver una película- resultó que el cine estaba cerrado. Pero nos queremos. Quizá porque un día, una madrugada, vimos a Michi Panero repetir su frase y pensamos que en el futuro podríamos intentar ser como él... sin tener muy claras las consecuencias.

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Por cierto, el artículo iba sobre la película sobre la rivalidad entre Borg y McEnroe, así que la busco en Filmin y me pongo a verla. Está bien. Quizá se queda un poco a medias: no sé si a alguien a quien no le guste el tenis le va a poder gustar la película y a la vez no sé si el verdadero amante del tenis va a pasar por alto las abundantes faltas de coherencia y de "raccord" dentro de los partidos. Por lo demás, no acabo de ver en la película rivalidad alguna porque McEnroe en todo momento parece una excusa para hablar de Borg, como el propio personaje se queja ya en los primeros diez minutos.

De McEnroe, pese a lo que le dice Peter Fleming en una secuencia, se sigue hablando incluso 35 años después de su esplendor. Todos le conocemos. Conocemos sus victorias y conocemos sobre todo su vida licenciosa y su gusto por el espectáculo. ¿Qué sabemos de Borg? Poca cosa. La película le coloca en el lugar que merece: como uno de los tres candidatos a mejor jugador de todos los tiempos junto a Roger Federer y Rod Laver. Un hombre que ganó seis Roland Garros, cinco Wimbledons consecutivos, jugó (y perdió) cuatro finales del US Open y ni siquiera se dignó a pisar Australia más de una vez y quizá porque le pillaba de paso para cualquier otra cosa.

Todo esto antes de los 25 años, porque a los 26 ya estaba (parcialmente) retirado. ¿Hasta dónde podría haber llegado de haberse tomado en serio su profesión, de no haberse quemado tanto de torneo en torneo, de haber conseguido vencer de verdad todas esas pasiones internas que le obligaban a acabar con todo, a echarse a perder en yates y discotecas hasta acabar en la bancarrota? Hay en Borg mucho de Panero y por lo tanto mucho de Jabois y mucho de mí, solo que yo, insisto, tampoco me tomo tan en serio mis obligaciones estéticas.

martes, octubre 16, 2018

Tres días en Cádiz



Lo primero de lo que nos damos cuenta nada más llegar al apartamento es que las vistas al mar están tapadas por un inmenso crucero fondeado en el puerto. A mí me parece hasta cierto punto divertido porque lo enorme me fascina, en general, de ahí mi pasión por Nueva York. A la Chica Diploma, no tanto: primero, porque ella necesita el mar; segundo, porque intuye que hay ahí algo de estafa: los que nos vendieron las vistas tienen que saber que esas vistas acostumbran a estar impedidas durante casi todo el año.

Y así, en efecto, al crucero del viernes le sigue el crucero del sábado, algo más pequeño, con su bandera francesa. Sigue el enfado pero reconozco que sigue la fascinación: todas esas ventanas de camarote como pequeñas celdas de una cárcel modelo. Un edificio de Moratalaz en horizontal y navegando por el Atlántico. Cuando era joven y estaba soltero -no recuerdo en qué etapa, supongo que en 2001- llegué a fantasear con unirme a uno de esos cruceros como quien se apunta a clases de inglés para conocer gente. Así de solo estaba. Mi madre me dijo que si realmente me sentía así, un crucero no era lo mejor que podía hacer, así que hice alguna otra cosa, aunque no recuerdo cuál.

Por lo demás, el apartamento está bastante bien; pensado para cuatro personas pero habitado solo por dos. Casi como un acto reflejo, enciendo la televisión y paso por distintos canales locales -Chiclana, San Fernando...- hasta llegar a Paramount Channel, donde están echando "Suéltate el pelo", la poco conocida continuación de "Sufre mamón". Creo que la vi en el cine y desde luego la he visto en televisión después, pero no recuerdo nada de la trama: David Summers acoge a una fan enamorada y desvalida y la fan se la juega con unas fotos comprometidas, pactadas con su novio fotógrafo y chantajista. Summers acaba pagando una millonada y encerrado en la cárcel, por abuso de menores.

Es una película a tener en cuenta cada vez que en sus entrevistas los Hombres G insisten en ese discurso revisionista de "No, si nosotros no éramos pijos". Da igual: es una película de Manolo Summers y por lo tanto es divertida y está bien hecha y aparece el Madrid de mi infancia y todo bien, solo que tenemos que irnos porque para ver "Suéltate el pelo" igual no hacía falta pagar dos billetes de tren ni alquilar ningún apartamento con vistas fallidas. Así que nos vamos y paseamos y comemos -demasiado- y acabamos en una terraza al lado de un hotel, en una plaza donde la Chica Diploma se toma una tarta sin gluten y yo, un descafeinado solo.

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Es la segunda vez que estamos en Cádiz. La primera fue en febrero de 2013. Eso lo sé porque lo he mirado en el archivo de este blog, no porque me acuerde. Llegamos en avión a Jerez, pasamos una noche en Cádiz, otra en Arcos de la Frontera y es posible que una tercera en algún otro lugar. Mi padre estaba muy enfermo y nosotros aún no nos habíamos casado. Lo bueno de espaciar tanto las visitas y tener tan mala memoria es que no hay rutinas a las que atenerse. Cualquiera que me conozca sabe que yo soy un animal de costumbres hasta la exageración. En Cádiz no hay costumbres así que lo mismo salimos hacia la izquierda que hacia la derecha, cenamos en la plaza de la catedral o comemos en "La gorda".

Nos gusta mucho la ciudad y la disfrutamos. No solo la tranquilidad pero también la tranquilidad. Cádiz no es la ciudad más bonita del mundo pero no lo necesita y lo lleva bien. El mar no es el de Cefalú ni el de Corralejo, pero es un mar, está ahí, se puede ver y acabas llegando a un pacto por el cual si tú no molestas a la ciudad, si no molestas a nadie, en general, nadie va a venir a molestarte a ti. Por un momento, pienso en hacer una escapada veraniega, la escapada veraniega que me queda pendiente, y alquilar un apartamento parecido a este pero durante tres semanas, para escribir, para leer, para agarrarme a la ficción de que vuelvo a ser yo.

Sin embargo, Cádiz se queda demasiado en el medio: es exótica pero no lo suficiente, está lejos pero no todo lo que quisiera, así que la primera noche de insomnio la paso mirando pisos en Fuerteventura y hoteles en Alicante. Por alguna razón que desconozco, reservo un avión en Iberia, pero resulta que lo hago en la página estadounidense de Iberia y se empeñan en cobrarme en dólares. Cuando llamo al servicio de atención al cliente, una chica muy educada -¿Sheila?- me dice que no me preocupe, que no habrá ningún problema. Está claro que no me conoce.

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El domingo es un día a medias. Ni estamos allí ni estamos aquí, de vuelta. La Chica Diploma ya se levanta pensando en todos los pacientes que tiene el lunes y yo tengo aún las clases de la semana por preparar. Con todo, es de los mejores días. Damos un paseo hacia la otra parte de la ciudad, junto al otro lado del mar y paramos cada media hora para ir al baño. Nosotros somos así. Hablamos sobre brechas generacionales y sobre futuros probables. Hablamos sobre el Niño Bonito, cuando estuvimos con él en Conil -acababa de cumplir un año- y terminamos todos en un hospital.

Hablamos. Estamos juntos. Nos vemos. Si el lunes significa la vuelta al trabajo, significa también no volver a ver a la Chica Diploma. Despedirse a las nueve de la mañana del coche después de dejar al enano en la guardería y saludarse a las diez y media de la noche, cuando ambos llegamos derrumbados del trabajo. No sé si algo va bien o algo va mal cuando Cádiz representa lo sensato, lo estable y Madrid representa lo imprevisible, la improvisación constante: el ascensor que se queda parado entre dos plantas, el libro con portada de Nacho Vegas y contenido de Enrique Morente o la niña que se empeña en abrazar el Niño Bonito a la entrada de clase mientras él le repite: "Ahora no, ahora no" con su flemático sentido de la oportunidad.

jueves, octubre 11, 2018

Moridos



Por la noche, tengo pesadillas. La verdad es que no sé si son exactamente pesadillas sino más bien sueños angustiosos, en los que todo lo que puede ir mal va mal y el estrés del día se prolonga durante la madrugada. El resultado es que ya desde la mañana voy completamente zombi, yo diría que ausente, como si la cosa no fuera conmigo en ningún aspecto. Leo mis libros, cumplo mis rutinas, "I go through the motions", que dicen los americanos, pero sin ningún tipo de entusiasmo o de pesadumbre. Algo mecánico.

Quizá envejecer sea esto. No lo sé. El otro día, la Chica Diploma me decía que yo debería haber nacido millonario. Estoy de acuerdo. Todo lo que suponga una obligación me hace conectar inmediatamente el piloto automático. Creo que nunca he conocido a alguien menos sacrificado en mi vida y cuando digo "sacrificado" quiero resaltar el punto de verdadero sacrificio, de dejarse la piel. Yo me puedo dejar la piel en que la tarea salga bien pero por una mera cuestión del deber, nada de estética ni de moral en el asunto.

Por ejemplo, ya por la tarde, en Valdemoro. Sigo ausente. No es que me sienta especialmente culpable porque la mayoría de mis alumnos tampoco parecen cómodos estando ahí. Llevan todo el día trabajando o estudiando, los ejercicios son complicados, no han tenido tiempo de estudiar ni de hacer los deberes y están perdidos. Además, su guía, en vez de cogerles de la mano y tranquilizarles, se limita a cortar ramas y seguir adelante. De vez en cuando les dedica un mohín o una mirada recriminatoria o directamente se desespera en voz alta. Ellos me miran como si no supieran qué hacer para agradarme, como si todo eso que tanto me enfada -que no sepan bien inglés, que no utilicen las fórmulas correctas, que no se tomen tan en serio lo que no deja de ser una actividad más dentro de una apretada agenda- no fuera culpa suya sino de mi propia exigencia.

Probablemente, tengan razón.

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También pienso -continuamente, porque yo soy un hombre con la necesidad de sentirse juzgado; absuelto o condenado, eso me da más igual, pero en continuo proceso- si estoy siendo suficientemente profesional. A veces pienso que no, que la propia sensación de ausencia ya es una manera de hacer mal mi trabajo. A veces pienso lo contrario: que conseguir aguantar las cinco horas, tratar todos los contenidos, dar todas las explicaciones, buscar los ejercicios necesarios y resolver dudas justo cuando tu mente está en cualquier otro lugar solo se explica precisamente desde la profesionalidad.

Eso no quiere decir que no haya muchas cosas buenas. Ayer, por ejemplo, al acabar la clase, un alumno se me acercó para preguntarme cuánto me había costado mi libro de María Estuardo. Ya dije en su momento que Zweig es en Valdemoro como Faulkner en el pueblo aquel de Saza. Yo entiendo que el subtexto de la pregunta no era económico y que probablemente el chico no vaya a comprarse nunca el libro. Lo más plausible es que fuera una especie de mensaje, un "soy de los tuyos", un "me pasaría toda la tarde leyendo sobre María Estuardo antes que estar aquí repitiendo el puto presente continuo".

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El Niño Bonito va de excursión al Museo Sorolla. La actividad funciona porque al volver a casa nos repite como un papagayo: "Joaquín Sorolla era un pintor valenciano". Lo más parecido a un pintor que ha visto en su vida es Papá Pig, en el capítulo ese en el que se pone una boina francesa, sale al jardín y empieza a pintar un paisaje. En cualquier caso, el propio personaje de Sorolla le fascina como referencia temporal. Su primera pregunta es: "¿Tú existías cuando existía Joaquín Sorolla?" y la respuesta, lógicamente, es "no".

El niño hace sus cálculos y continúa: "¿Existía la abuela Cuca?". Su abuela (su bisabuela, de hecho) Cuca murió este verano y no ha soltado el hueso desde entonces. La mosca continuamente detrás de la oreja. "No -le digo- la abuela Cuca, tampoco" y ahí es cuando ya me decido a mirar en internet y compruebo que Sorolla murió en 1923, así que mi propia abuela sí que vivía -tenía cuatro años, como Álvaro ahora- y por lo tanto, "existió" durante ese tiempo a la vez que Sorolla. Se lo digo, pero parece confuso. Para explicárselo mejor le enseño una foto que me mandó mi madre en la que salimos mi padre, mi abuela y un yo preadolescente justo en la bahía de San Vicente de la Barquera, un sitio que conoce perfectamente.

Le explico quién es cada uno y me contesta "Ya, pero están moridos, ¿no?". Sí, están moridos. "No tienes papá ni abuela", insiste, con un tono que mezcla la compasión con un cierto miedo. "No, no tengo papá ni abuela pero tengo un hijo precioso", le digo, y le parece una buena respuesta. Yo tampoco quiero arruinarle la infancia con estas cosas, así que cambio de tema inmediatamente. Me explica que por la tarde, el Valladolid le ha ganado al Huesca con dos goles de Héctor -su primo de un año y medio-. No sé cómo ha conseguido meter a Héctor en sus fantasías de cromos Panini. A la mañana siguiente, se queda llorando en el colegio. No es lo habitual, pero es que ese día tiene piscina y le da el mismo pavor que le daba a su padre cuando tenía su edad.

Nos abrazamos y nos besamos un buen rato, para que esté tranquilo, pero la tranquilidad -mi tranquilidad- solo llega cuando ya me estoy yendo, miro para atrás y me doy cuenta de que dos niñas le están abrazando y dando besos entusiasmadas, supongo que porque han visto las lágrimas, han visto al padre alejarse y han preferido dejarle claro que lo que cuenta es lo que existe y no lo que existió, fuera eso cuando fuera.

lunes, octubre 08, 2018

El reino



Rodrigo Sorogoyen debutó en el mundo del largometraje con la interesantísima película "Ocho citas", dirigida junto a Peris Romano y que ya mostraba una capacidad fuera de lo habitual para adentrarse en la psicología de los personajes y contar historias desde sus márgenes. Es cierto que quizá Peris -"Los miércoles no existen"- ha ahondado más en ese enfoque, pero Sorogoyen supo llevar el concepto de cita bastante más lejos en la magnífica "Stockholm" y acabó zambulléndose en el "thriller" con la notable "Que Dios nos perdone" y sobre todo con el angustioso cortometraje "Madre".

Todo eso, más la omnipresente figura de Antonio de la Torre -parece que fuera el único actor en España, quizá junto a Javier Gutiérrez, capaz de llevar él solo el peso de toda una película- son razones suficientes para acercarse un jueves por la mañana a ver "El reino", un filme sobre tramas de corrupción en partidos políticos de comunidades que tienen costa y donde todo es tan obvio que en ocasiones el mismo empeño de querer ocultar el nombre del partido en cuestión resulta un poco pueril.

Durante una hora aproximadamente, la película funciona. Sin grandes excesos, pero funciona. Todo está en su sitio, al menos, y eso se agradece en una película de suspense, donde la media hora final es la que separa a los dioses de los bárbaros. Sin entrar en demasiados detalles, digamos que De la Torre está metido en un lío de corrupción junto a otros compañeros tanto o más influyentes, que ese lío tiene varias ramificaciones, que tiene que ver con adjudicaciones de terreno y que una de las subtramas tiene que ver directamente con la cúpula del partido en Madrid. Si le suman a eso la presencia de unas libretas con anotaciones a mano de quién pone dinero y quién lo recibe, tienen el caso Gürtel ante sus narices y para eso, quizá habría sido mejor llamarlo "Gürtel" y dejarse de historias, pero, en fin, se entiende la prudencia.

El problema de la película es precisamente esa media hora final en la que De la Torre se convierte en un héroe de acción, accidente con coches volando incluido, se pone a luchar contra el sistema sin que acabamos de entender por qué -sí, de acuerdo, el orgullo, pero un orgullo un poco inverosímil- y no solo intenta demostrarnos que todo el mundo en España es un corrupto, sino que todos los corruptos se tapan entre sí: los políticos, los empresarios, los constructores, los bancos, los medios de comunicación... y ahí ya desbarra por completo desde el punto de vista narrativo, porque ese colofón con Bárbara Lennie haciendo de Ana Pastor y el sermón del Padre De la Torre es francamente prescindible, como si, partícipe de la paranoia de su protagonista, al propio guion se le hubiera ido la cabeza.

Así, la película no tiene final como tal y eso es algo asombroso. Tiene panfleto pero no tiene final. No se sabe qué pasa con las libretas ni con el juicio ni se llega a saber por qué ese hombre no ingresa en la cárcel si tanto poder tiene EL PODER. Da igual. El espectador descubre después de casi dos horas que todo ha sido una excusa para que Sorogoyen nos explique lo cabreado que está con los poderes fácticos, probablemente los mismos que estén de alguna manera produciendo o publicitando su película o la de tantos otros compañeros, igual que Marcuse y sus compañeros de Frankfurt llamaban a la revolución subvencionados por la Fundación Guggenheim.

No voy a ocultar mi parte de satisfacción en la crítica al periodismo "indignado" y puedo estar de acuerdo en que La Sexta -no se la menciona por su nombre, pero en fin...- es lo que es: un invento de Planeta para hacer caja con la política. Algo muy Lara, por cierto. Ahora bien, si eso da para un documental, que se haga ese documental. De momento, yo me conformaba con ver una película. Aún más, una película de Sorogoyen. Encontrarse con esto no puede dejar de ser una decepción.

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En torno a Stefan Zweig y la cultura de la violación (y hablamos de uno de los intelectuales más moderados y sensatos de su tiempo):

(...) Probablemente -uno cree estar viendo la escena-, (María Estuardo) se permite a veces con él una de esas frívolas confianzas, uno de esos coquetos descuidos femeninos, que en su momento ya fueron fatales para Chastelard y para Rizzio. Quizá se queda a solas largo tiempo con él en sus aposentos, charla con más confianza de lo que la prudencia impone, bromea, juega, se chancea con él. Pero este Bothwell no es ningún Chastelard, no es un romántico que toca el laúd y un trovador, no es un Rizio, un advenedizo adulador; Bothwell es un hombre de sentidos ardientes y duros músculos, un hombre instintivo que no retrocede ante ninguna osadía. A un hombre así no se le puede desafiar y excitar a la ligera. Abruptamente, la coge, aferra a la mujer, que se encuentra ya hace mucho en un estado espiritual vacilante e irritado (...), la toma por sorpresa o la viola. (¿Quién puede medir la diferencia en tales momentos, en que el querer y el defenderse concurren en medio de la embriaguez?)"

Pero, luego, que si se quejan demasiado. Por cierto, Kavanaugh, al final, consiguió su puesto como juez del Tribunal Supremo, por supuesto.

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Uno empieza hablando de Sorogoyen, pasa a Stefan Zweig y acaba con Aitana, de OT. Sin embargo, me sigue pareciendo que hay mucha más vida en Aitana, mucho más zeitgeist, que en los otros dos personajes: Aitana, hace dos semanas, creo, en el plató del programa que le dio la fama, intentando tomarse un serio una cosa que le han compuesto y que se llama "Teléfono" y dándose cuenta en mitad de la actuación del sinsentido de todo ello. Justo ahí, donde ella se lucía cada lunes con una voz portentosa haciendo versiones de clásicos bien preparados y bien trabajados. Entonces, el ataque de ansiedad. Aitana empieza a exagerar las poses, desafina descaradamente y recurre al grito innecesario. Después, se abraza al presentador, parece estar a punto de echarse a llorar y repite "no pasa nada, no pasa nada", frase que asegura decirse a sí misma unas veinte veces cada día.

Aitana tiene diecinueve años y es imposible no sentir una enorme compasión hacia ella. Se podría hablar de su talento pero para eso hacen falta años y canciones. Queda la adolescente, o la post-adolescente, perdida en un mundo de presiones constantes: una compañía de discos dispuesta a sabotear su carrera a cambio de rentabilizar cuanto antes la inversión, que ya están los de la siguiente promoción a punto de salir del horno, y unas amistades algo indeseables que se empeñan en publicitar toda su vida privada y seguir convirtiendo en espectáculo -espectáculo de baja estofa, de culebrón barato- lo que en algún momento debería empezar a ser música. Aparte, el intento constante de agradar a los fans, un intento imposible y perverso, que debe de venir de fuera, del que le repite "sin tus fans, no eres nadie; sin tus fans, no más Bernabéus, no más discos de oro, no más prime time".

Y así, Aitana pide perdón de nuevo (da la sensación de que lleva un año pidiendo perdón por todo, sin que nadie acierte a entender por qué), envía una carta pública para que la sigan queriendo, lamenta no "informar" lo suficiente de lo que le está pasando y luego vuelve a desaparecer. "Lo que le está pasando", he dicho, pero todos sabemos que se refiere a Cepeda, que pide perdón por no compartir con quién se acuesta o se deja de acostar una chica de diecinueve años, algo que no debería importarle a nadie. Menos mal que ya está el propio Cepeda -como ha estado desde el primer momento, por otro lado- para informarnos y pedir comprensión y no sé qué.

De Aitana, ahora mismo, solo cabe esperar una cosa: que salga de ahí corriendo y cuanto antes. Que vuelva a ser ella y no quien ella cree que los demás quieren que sea. Y que si quiere ser cantante, que lo intente. Que lo intente de verdad. En el Bernabéu o en el Búho Real, eso, llegados a este punto, es lo de menos.

miércoles, octubre 03, 2018

María Estuardo, Brett Kavanaugh y chicos con vértigos



En el autobús toca leer "María Estuardo", de Stefan Zweig. Es el rato de tranquilidad, de calma antes de la batalla. Unos tres cuartos de hora de presunta paz y concentración, normalmente aderezados con música a todo volumen por los altavoces y discusiones acaloradas por teléfono. Aun así, Zweig cumple su labor, que es conseguir que el lector se evada. Donde los historiadores buscan el dato, la conexión factual, el número que explica, Zweig se limita a transmitir su pasión. Obviamente, eso tiene sus riesgos. Durante años, se ha tenido a su biografía sobre María Antonieta como auténtico canon respecto al personaje y los estudios posteriores han acabado demostrando que igual a Zweig se le fue un poco la mano en el dramatismo.

No importa. En rigor, quien quiera un libro de historia tiene fácil acceso a él -por las mañanas, cuando no me quedo dormido encima de la cama, completamente derrumbado tras otra noche de insomnio, leo unas cuantas páginas de "Postguerra", de Tony Judt- y quien quiera un novelón dramático ambientado en un tiempo más o menos reconocible, también puede encontrarlo en el aeropuerto. Zweig queda en el medio: su escritura es impecable; su facilidad para hilar un hecho con el otro, envidiable. Sus interpretaciones psicológicas son más discutibles y no cabe duda de que Zweig era ante todo un psicólogo, como buen austriaco, pero son verosímiles y vienen con preaviso: el "yo" del autor asoma la patita desde la introducción.

Por lo demás, parece que Zweig provoca sentimientos enfrentados en Valdemoro. A Mise le encanta. Coge el libro al pasar junto a mi mesa y contempla admirada el nombre. "Me encanta cómo escribe este hombre", dice. A Yaiza no le gusta tanto. Dice que se le hace un poco pesado a veces y, sí, a veces puede resultar un poco estomagante, supongo. Es un hombre de otro siglo en demasiados aspectos y eso no siempre es fácil de ligar con la inmediatez del ahora. Un hombre anclado en "el mundo de ayer", como él mismo escribió justo antes de suicidarse. No importa, a Yaiza le puedo perdonar eso y mucho más... si es que realmente esto mereciera una disculpa, que no lo creo, y en cualquier caso, no tarda en prestarme el libro sobre Calvino.

En cuanto a Zweig, como digo, se suicidó con una evidente falta de "timing", en 1943, cuando Hitler parecía tener la guerra ganada... y solo dos años antes de su derrumbamiento. De eso va "Postguerra", precisamente, y es inevitable leer a Judt y pensar en cómo habría afrontado Zweig un libro así. Cómo habría hecho de una sucesión de cifras y nombres propios una auténtica epopeya. Exactamente, lo que uno necesita cuando tiene que pasarse tres horas al día yendo a y viniendo del extremo sur de la Comunidad de Madrid.

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Hablando de "timing", encuentro una reflexión en Facebook sobre las acusaciones de violación hacia Brett Kavanaugh, candidato de la administración Trump al Tribunal Supremo. Al parecer, la "alt-right" se encuentra muy indignada por que todas esas mujeres hayan decidido callar durante años y hablar solo ahora, cuando el fiscal está a un paso de convertirse en una de las figuras más importantes del país. El argumento, apunta Melissa Hunter, es precisamente el contrario: si esas mujeres hablan ahora es porque su violador puede convertirse en un referente público de justicia. Suficientemente doloroso es reconocer que te han violado en privado como para tener que hacerlo delante de los medios.

Por supuesto, Kavanaugh puede haber violado de hecho a todas esas mujeres o no, yo eso no lo sé y lo tendrán que demostrar los tribunales o quien sea. Sí me molesta, como a Hunter, que se desconfíe sistemáticamente del testimonio de mujeres agredidas. Me molesta no porque crea en los linchamientos ni en la justicia popular ni en que la sola palabra de una sola persona ya debe servir para emitir un juicio, sino porque son demasiados los casos de abusos silenciados y tolerados a lo largo de los años como para al menos callar la boca cuando surge uno nuevo y no andar con burlas o insultos hacia la denunciante en cuestión.

Puede, incluso, que Kavanaugh no creyera que lo que estaba haciendo fuera violación ni abuso ni nada parecido sino solo "pasar un buen rato". Los chicos de La Manada desde luego lo creían y la defensa iba un poco en esa línea: "¿cómo iban a saber ellos que ella no se lo estaba pasando bien si no salía corriendo?". Luego, cuando salen corriendo a la primera señal ambigua, son feminazis. ¿Existe algo así como "la cultura de la violación"? Sí, existe. ¿Implica a todos los hombres sobre la faz de la tierra? No, no lo creo, pero todos los hombres sobre la faz de la tierra hemos visto películas, hemos leído libros y hemos recibido consejos que nos han invitado a pensar que las mujeres, más o menos, son nuestra posesión. O nuestra o de otro. Es complicado aceptar que en un momento dado has podido actuar siguiendo esa corriente dominante, pero la reflexión es necesaria. Y en el caso de Kavannaugh, claro, la denuncia.

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La conversación empieza con un "no, si aquí (en Barcelona) no se nota nada, la gente normal está tan tranquila" y acaba con un "aunque la verdad es que cuando nos mudamos de piso descartamos algunas zonas por miedo".

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Los recuerdos de hoy: mucho Plastic Bertrand -la canción ideal de todo "bala perdida" sin ínfulas, para todo lo demás, Serge Gainsbourg- y alguna referencia, una vez más, al José Alfredo y al Toni 2. La frase en el post de hace siete años: "¿Quieres jugar, Guille? Muy bien, ¿pero quieres ganar? Porque luego ganar te da vértigo". Yo gané. Y ahora, claro, a ver como explico los mareos.