En un momento dado de la tarde del viernes mi madre me acusa de haberme vuelto un "rojeras". ¡Yo que compartí columna en El Semanal Digital con Enrique de Diego y José Javier Esparza, aunque la mía hablara de deporte y música! Me manejo por la política entre vaivenes, como en todo lo demás. Lo bueno y lo malo de estudiar filosofía es que al final encuentras justificaciones para casi todo. Antinomias de la razón pura. Le puedes dar mil vueltas pero no te quedará más remedio que romper el nudo con una espada, punto, y hacer una apuesta. O dos. Aunque sean contradictorias.
Este año se ha puesto de moda en el chalet Tony Judt. Mientras Gure pasea su enorme libro de "Posguerra", que ya me recomendara en su momento Diego Salazar, yo he dedicado los dos primeros días a leer "Algo va mal", su libro casi póstumo. No puedo decir que me haya entusiasmado, quizá porque me perdía demasiadas cosas, demasiadas cifras... o él daba por hecho que su lector era anglosajón y no había que explicarle determinadas medidas, dirigentes, períodos históricos.
Con todo, me armé de un lápiz- algo que no hago nunca- y me dediqué a subrayar algunas frases, por si acaso, en el futuro, me volvía a enfrentar al libro con algo más de decisión. Las frases, en concreto, fueron estas:
"(...) de hecho, el propio Keynes pensaba que el capitalismo no sobreviviría si se limitaba a proporcionar a los ricos los medios para hacerse más ricos" (pág. 99)
"En cuanto al polvo y las cenizas de la individualidad, a lo que más se parece es a la guerra de todos contra todos de la que hablaba Hobbes, en la que, para muchas personas, la vida se ha vuelto de nuevo solitaria, pobre y más que un poco desagradable". (pág. 118)
"Y una vez que dejamos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estamos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley (el bien público por excelencia) que la fuerza" (pág. 128)
"La Cámara de los Comunes británica ofrece actualmente un espectáculo penoso: un reducto de enchufados, subordinados serviles y pelotas profesionales" (pág. 159).
Que Judt no me haya entusiasmado no quiere decir que cada página de su libro no valga como un panfleto entero de Stephane Hessel, simplemente me da la sensación de que en mi conciencia llueve sobre mojado. No, nunca seré un "rojeras" ni un izquierdista
avant la lettre pero supongo que de una manera casi sentimental, como cuando veo las imágenes de Sol y se me caen las lágrimas sin razón alguna, igual que se me caían constantemente en 1997, en este mismo chalet, cuando asesinaron vilmente a Miguel Ángel Blanco, sí que soy lo que Arcadi Espada definió amablemente como un "cabrón socialdemócrata".
Aunque me consta que me lo dijo con cariño, no busquen donde no hay.
La vida de chalet es tranquila sin llegar a ser aburrida: comer, dormir, leer. Creo que nunca podría aburrirme de eso. La ventaja de la distancia es que reduce las expectativas. Comentaba hace poco con mi madre la posibilidad de que si todo sigue de la misma manera y mi bancarrota se consuma en septiembre o en octubre, me venga a vivir aquí, rodeado de libros y de una soledad cómoda porque, una vez que estás fuera, nadie espera verte y tú tampoco esperas ver a nadie, así que la decepción no tiene sentido.
"Siempre puedes venir aquí a temporadas, aunque no te
instales aquí", me contestó, y entonces me di cuenta de nuevo de mi obsesión por los vaivenes, el blanco o el negro: si vivo aquí, vivo aquí con todas las consecuencias y cuidado quien se ponga delante que lo arrollo.
Por las noches sueño con partidos de tenis entre Donald Young y Alberto Montañés -lo juro- y cuando me despierto nunca sé qué hora es, ni siquiera de una manera aproximada. Ni cuando me despierto por la mañana ni cuando me despierto antes de comer ni cuando me despierto por la tarde. Podría decir que aquí me he dado cuenta de que estaba agotado pero es mentira: lo sabía de mucho antes, de hecho, venir aquí se había convertido en una necesidad porque, si no, iba a acabar pegándome con alguien por un punto y coma y sería algo bien absurdo.
La vida de chalet es una vida todo lo plana que quieran pero sin decepciones. Vida de clase media-alta. Después de Judt he cogido la biografía de Peggy Guggenheim. Todo lo que sé de Peggy Guggenheim lo aprendí de Marcel Duchamp durante aquellos años locos de licenciatura en los que nos adentramos en las antropologías de fenómenos estéticos. Los años antes de los ataques de ansiedad, los mágicos 90. Guggenheim intenta resultar estupenda desde la página uno y no voy a decir que no me irrite: me irrita bastante, pero hay que reconocer que lo consigue. Ese aburrimiento de millonaria de entreguerras. Un aburrimiento dadaísta, superficial.
Precisamente, Judt comparaba mi generación -los nacidos en los 70, los 80...- con la de Guggenheim: los nacidos a finales del XIX o principios del XX, es decir, la juventud de los años 20. "La generación perdida", dice, y por si no nos damos por aludidos, nos da un codazo y nos guiña un ojo.