miércoles, agosto 03, 2011

La canasta de Montero



Después de cuatro ligas consecutivas, el Barcelona decidió reforzarse con una de las grandes promesas del baloncesto patrio: el base del Joventut de Badalona, José Antonio Montero. Montero había sido el segundo español en ser elegido en el draft de la NBA, tras Fernando Martín, y respondía al canon de lo que se entendía por “base moderno”: superaba el 1,90, era ágil en el contraataque, desbordante en la penetración… y solo presentaba algunos problemas en el tiro de tres puntos.

Hablamos de la época en la que todos los equipos querían tener a Magic Johnson o a Toni Kukoc dirigiendo su juego.

El fichaje de Montero tuvo miga: el jugador decidió irse del Joventut, harto de perder semifinales y finales, y se abrió una puja por él entre Real Madrid y Barcelona. La subasta llegó hasta los 100 millones de ficha anual, una cifra obscena para 1990. No fue una gran elección deportiva: en cuanto Montero dejó Badalona el club entró en una borrachera inédita de triunfos que incluyó dos ligas ACB, una final four perdida in extremis contra el Partizán de Belgrado y otra ganada, también in extremis, contra el Olympiakos.

Mientras, el base, que apenas ganó una Copa del Rey en sus primeros tres años veía, normalmente desde el banquillo, cómo su club pasaba una negrísima nube: no solo perdió aquel año una nueva final europea en París, sino que también cayó eliminado en los play-offs de la liga española precisamente contra el Joventut, en casa, y por culpa de un balón que el propio Montero muy amablemente cedió a Tomás Jofresa a media cancha pocos segundos antes de que terminara el partido.

Lo que suele pasar cuando dejas el equipo de casi toda tu vida para ser campeón en otro lado.

Encajonado en el papel de jugador de equipo, uno más en la rotación, Montero se comió los años duros del barcelonismo que duraron aproximadamente lo que tardó Sabonis en irse a la NBA. A partir de ahí la cosa cambio: llegaron un par de ligas consecutivas, la generación de Solozábal, Epi y Norris dio paso a la de Galilea, Xavi Fernández y Roberto Dueñas… y quiso el destino que seis años después de su sonado fichaje Montero se plantara en una segunda final de la Euroliga frente al Panathinaikos del mismísimo Bozidar Maljkovic, su primer entrenador en Barcelona, y de nuevo en París.

Por entonces, cada final era para el Barça una terapia de grupo. Si la sección de fútbol tuvo que esperar hasta 1992 para ganar su primera Copa de Europa, el palmarés de la de baloncesto aún estaba a cero después de tres finales y unas cuantas Final Fours. Algún día tenía que llegar el gran triunfo. En semifinales dieron cuenta del Real Madrid, vigente campeón, y en la final esperaba un equipo tan conocido por sus fichajes como por sus fracasos europeos.

La cosa empezó como siempre, es decir, mal. Al descanso, el Barcelona llevaba solo 25 puntos y ya cedía diez de ventaja. Había que remar a la contra, como contra la Jugoplastika, como contra el Banco di Roma. Sufrimiento y más sufrimiento. Gracias a la garra enloquecida de Galilea la clase de Fernández en el tiro y la calidad del intermitente Karnisovas, el Barcelona consiguió llegar a los cinco últimos minutos con el partido disputado. Solo había un problema: entre todos los jugadores del banquillo sumaban 0 puntos. Apretaba el cansancio y Aíto no tenía a quién recurrir para salvar los muebles.

De repente, todo se vino abajo: tras varios ataques espantosos Dominique Wilkins, la superestrella de la NBA atraída por el dinero griego —términos que a día de hoy suenan a oxímoron—, robaba el balón y dejaba la bandeja tras sus habituales escorzos: 65-53… doce puntos de ventaja para Panathinaikos y solo tres minutos por disputarse: celebración desaforada en las gradas, bengalas siempre al viento, o más bien al humo. Alvertis, enardecido, levantaba los brazos en señal de victoria.

No tan rápido… Aíto decide entonces meter dos bases para incrementar la presión. Korfas, ese hombre tan singular que tiraba los tiros libres con una mano entra también para acompañar a Giannakis, pero los griegos empiezan a temblar como un flan: pierden balones, intentan canastas imposibles, se empeñan en jugar “uno contra el mundo”… A menos de un minuto, el Barcelona consigue culminar un parcial de 2-13 y se coloca a un punto.

Korfas marca jugada. Quedan 36 segundos y la posesión es de 30. Una canasta les da la victoria. Un tiro al límite del cronómetro dejaría al Barcelona con 3 ó 4 segundos para llegar al otro lado de la cancha y anotar… el pequeñísimo base griego divide pero no sabe qué hacer así que se la deja atrás a Vrankovic. La posesión se agota y la pelota la tiene un tipo de 2,20 a seis metros del aro: busca a Giannakis, pero Giannakis recibe una doble ayuda y cae al suelo. Como puede, sin perder el bote, aguanta unas décimas el balón pero acaba perdiéndolo.

Un jugador del Barcelona palmea la pelota casi a la altura del parqué, otro jugador la vuelve a palmear hacia adelante, donde aparece Montero completamente solo, ya en campo griego. Quedan siete segundos y solo tiene que meter una bandeja para dar a su club la primera Copa de Europa de baloncesto y no quedar en los libros como el hombre que costó 100 millones sino como el hombre que metió la canasta más importante de la historia del Barcelona. La canasta que culminaba una remontada imposible.

Montero se enfrenta a su destino: 0 puntos en la final, apenas 10 minutos de juego. Recibe el balón con cierta torpeza, muy abajo, ya dentro de la línea de tiros libres de los griegos… cuando se yergue no hay nada entre él y la canasta. No se lo puede creer. Seis segundos, cinco… Detrás de Montero corre Xavi Fernández protegiendo la bandeja. Trecet enloquece. Se cuadra en dos pasos —las malas lenguas dicen que en tres, pero es complicado observar bien el movimiento— y se dispone a lanzar contra el tablero y asegurar la canasta con cuatro segundos y nueve décimas por jugarse.

Con la rabia y el orgullo del que lleva seis años tragando porquería Montero se levanta, lanza el balón… y en ese momento aparece en el plano televisivo Vrankovic. ¿Cómo lo ha hecho, con sus 2,20 para perder la pelota en la zona rival y llegar el primero a la zona propia? El balón toca el tablero y el gigante croata lo barre, alejándolo del aro. En medio de la confusión, mientras el banquillo azulgrana pide canasta, el hombre del cronómetro se pone nervioso y para el tiempo. Con el reloj congelado en cuatro segundos y nueve décimas Xavi Fernández recoge el rechace, todos gritan, todos protestan, todos viven el momento como el último de sus vidas. El balón llega a Galilea, que no sabe si iniciar jugada o no.

Justo cuando parece que decide parar, el cronómetro vuelve a avanzar: tres segundos, dos, uno… Galilea penetra como puede y alguien toca el balón. Todos al suelo de nuevo pero con el tiempo ya a cero. La plantilla entera del Barcelona clama por el tapón ilegal, los griegos se abrazan a Vrankovic y le adoran como a un héroe.

Montero levanta los brazos frente al árbitro de la línea de fondo. No se lo puede creer. Luego se junta con otro compañero para seguir la protesta y finalmente parece derrumbarse como un semidiós vencido, un hombre que no vino a luchar contra estos elementos. Una crueldad extrema.

Esa sería su última temporada en el Barcelona.

Artículo publicado en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"