En un momento dado de la noche queda claro que yo soy posesivo. Nadie dice la frase como tal, con sujeto-verbo-predicado pero sobrevuela la conversación sin que ninguno quiera disparar a esa distancia. No importa porque es verdad. Soy posesivo. Lo he oído antes en otros lugares y nunca he intentado defenderme. Lo grave no es ser posesivo sino querer poseer cosas -y a menudo personas- que son francamente inasibles, eso genera una gran frustración, como es obvio.
Son las cuatro y pico de la mañana y estamos en el Honky, planta de arriba. La de abajo está llena de buitres carroñeros -¿posesivos?- de manera que cuando me escapo al baño y a los cinco minutos vuelvo, tanto B. como la Chica Selectiva están bajo el acoso y derribo de un depredador que desaparece en cuanto llego, cojo a una de las dos por el hombro -"esta es chica es mía, casi, casi mía"- y le pego un trago al whisky mientras le veo huir con el rabo entre las piernas.
Siempre me ha encantado esa expresión.
Volvemos arriba: yo soy posesivo. No es tanto que quiera las cosas sino que necesito un tiempo para decidirme y, en ese intervalo, los demás, pies quietos. Juego al balón prisionero con la vida. Recordamos 2006 y 2007. Es curioso porque nunca hubo tiempo de recordar 2006 ni 2007 y desde luego no de recordarlo borrachos, así que hemos tenido que esperar cuatro-cinco años, hasta agosto de 2011, la planta totalmente vacía y remezclas de canciones de los Doors en bucle.
Es divertido: hablar de mí como si yo no fuera yo, mi principal pasatiempo, solo que aquí hay algo muy obvio y que va mucho más allá de la estética: no sé si fue la enfermedad o qué, pero desde luego soy incapaz de reconocerme en aquel chico de 28-29 años. Yo sé que todo eso lo hice yo, pero ni siquiera me explico cómo y no viene nadie a jugar al bridge cuando me entran estos ataques de angustia como le pasaba al bueno de David Hume.
Antes del Honky vino el Colonial. En esa ocasion elegimos la planta de abajo y los temas nostálgicos de siempre. Lo bueno de la nostalgia es que tiene sus plazos: uno puede acabar odiando el "éramos tan felices" durante un tiempo y al cabo de unos años volver a deleitarse en ello. Si vamos más atrás, llegamos a los Cines Verdi, los tres más la Peque-que-nunca-fue-peque, cuatro pedantones entrando a ver "Los cuatrocientos golpes" de Truffaut en versión original de 1959, con un enorme bol de palomitas en la mano como el que entra a ver "Capitán América".
La postmodernidad, c´est moi.
Recuerdos desperdigados de una película que vi hace quizá 25 años, cuando en "el UHF" echaban aquellos ciclos de James Stewart, Alfred Hitchcock, François Truffaut, Charles Chaplin... Cualquier tiempo pasado fue mejor, volvemos con la misma historia. El chaval adoraba a Balzac de una manera difusa, comercial, como si esperara un milagro. Yo, desde luego, espero un milagro. O muchos. Por pedir que no quede. La Peque-que-nunca-fue-peque sentada a mi lado en una terraza de la calle Viriato, el principio de todo esto. Yo no sé si lo entiende todo o si finge entenderlo todo. En lo que a mí respecta da igual: me siento entendido.
Si todo el mundo fuera como ella, me ahorraría mucho dinero en psicólogos, aunque concedo que ser como ella, mantener esa calma aparente a sus 23 años que parecen 40, esas pausas, esas sonrisas calculadas, esas frases de una sola palabra que sirven en realidad para tranquilizarte: "Exacto", "Totalmente", "Cierto"... y que te ayudan a seguir tu discurso enloquecido, discurso de alguien partido en dos: de un lado Guille Ortiz hasta 2009, del otro Guille Ortiz sobreviviendo a 2011, mientras ella lía un cigarrillo y se lo fuma con una tranquilidad inaudita... esa calma, digo, esa tranquilidad que debe tener algo de impostada porque luego su discurso no es el de una chica tranquila sino el de una chica que espera un milagro, como todos, ha de resultar a veces agotador.
Y, bueno, ahí estamos los cuatro, pasando noches de agosto en Madrid. Las doce parecen las cuatro de la mañana hasta que llegamos a Olavide y cenamos -después del cine, antes del Colonial-, devorando tortilla con ensalada, mirando alrededor, disfrutando los silencios incómodos en los que no hace falta decir nada porque en cualquier caso, hasta dentro de cinco años nadie se atreverá a recordarlo.