Al poco de cumplir 26 años y salir de una relación algo tormentosa -dos relaciones algo tormentosas sería más exacto- me enamoré de una profesora de inglés que soñaba con ser cantante de un grupo de pop. Fue tal y como uno se imagina: hablamos durante horas en la fiesta que organizaba una amiga en común, coqueteamos en dos idiomas y acabamos en un bar, de madrugada: yo, intentando besarla, ella, empeñada en que esperara.
La espera se hizo larga. De hecho, aún no ha terminado. Después de todo aquello, me fui a Valladolid, a la Seminci. Llovía y hacía un frío terrible y hablaba con ella en cabinas de teléfono sobre conciertos de Blur a los que ninguno de los dos iríamos.
Empeñado en no rendirme, el cortejo duró aproximadamente un año. No se puede decir que no lo intentara. Tuvo momentos divertidos y momentos algo crueles y seguro que no fue culpa de ninguno de los dos: estas cosas suceden y a nadie le agradan. Para despedir 2003, hicimos una fiesta en la casa donde nos habíamos conocido: por entonces, yo ya era muy amigo de su mejor amiga, sin ninguna razón estratégica de por medio, simplemente conectábamos más aunque solo fuera porque no había la incomodidad que enfanga toda relación en la que los dos no quieren lo mismo.
Fue una Nochevieja divertida: mi primo se enamoró de la mejor amiga en cuestión y la persiguió por todas las habitaciones posibles sin ningún éxito. Después desayunamos los cuatro juntos. Creo recordar que yo estaba de mal humor. La frustración la llevo fatal y se me nota enseguida.
El caso es que el día de Reyes, puede que la víspera o el día siguiente, no me acuerdo bien, fuimos a una exposición de Kandinsky en la Fundación Juan March. Ellas dos querían ver los cuadros y nosotros queríamos verlas a ellas, nada que no me hayan leído mil veces. Era una chica realmente preciosa, ahora que lo recuerdo. Mi primo y yo hacíamos bromas de machos alfa, pavos reales en busca de apareamiento, ellas se limitaban a mirar en otra dirección.
La broma privada de aquella exposición fue el "It´s not Picasso, it´s Kandinsky" que pueden -y deben- ver en el vídeo que encabeza este post.
Formábamos un buen cuarteto, aunque nunca llegáramos a ser dobles parejas. Cumplí 27, luego 28 y espaciamos los encuentros. Ella entró en una de esas relaciones serias que a cualquier pretendiente le suponen un obstáculo insalvable y yo tuve unos años enloquecidos que acabarían en
un libro igual que esto ha acabado en un blog. De los cuatro, tres están medio casados, solo quedo yo, el mayor de todos, pasada con bastante la treintena, balanceándome en una especie de columpio del jardín, leyendo a Peggy Guggenheim hablar de sí misma y de los expresionistas de los años 20 y 30, y solo leer el nombre ya activa la magdalena que todos tenemos esperándonos en cualquier atardecer en forma de melancolía.
Éramos tan felices, éramos tan felices.
Aunque, por supuesto, si me lo hubieran preguntado entonces, lo habría negado contundentemente.