Se empezó a saber del Alavés cuando eliminó al Real Madrid de la Copa del Rey de 1998, gol de Pedro Riesco
al poco de empezar la vuelta en el Bernabéu, uno de los tantísimos
descalabros del Madrid en su competición maldita hasta que llegó Mourinho.
Por entonces, los vitorianos eran un equipo de Segunda División,
eclipsado deportivamente por el estallido del baloncesto en la ciudad:
el Baskonia de Josean Querejeta, bajo sus distintas denominaciones.
Hay quien quiso ver en la súbita
irrupción de Vitoria en el escenario deportivo una extensión del cambio
político: recordemos que Álava y su capital simbolizaban la alternativa
del PP al nacionalismo vasco. “El modelo Vitoria”, lo llamaban entonces,
con Alfonso Alonso, a sus 32 años, recién elegido
alcalde de la ciudad. Aquello era absurdo pero por entonces “España iba
bien” y Vitoria como un tiro, al menos en deporte: liga de baloncesto en
1999, liga y copa en 2002 y ascenso fulminante del equipo de fútbol con
record de puntos incluido.
El Alavés tenía ese punto corajudo del
que siempre han presumido los equipos vascos, equipos de balón parado y
segunda jugada, contraataque eléctrico y campo hasta los topes con
decenas de miles de personas gritando y animando.
En su primer año en Primera, quedó decimosexto, rozando el descenso, confiando en la contundencia de Karmona y los goles de Nan Ribera.
Su segundo año fue espléndido: imbatible en casa, traicionero fuera de
Mendizorroza, el Alavés consiguió por primera vez en su historia la
clasificación para la UEFA. Junto a ellos, compitiendo en excentricidad,
el Rayo Vallecano de Teresa Rivero. Eran tiempos divertidos aquellos, sin jeques ni indios.
Rayo y Alavés la liaron parda en aquella
UEFA de 2001. Con presupuestos ridículos, estadios diminutos… pero un
coraje a prueba de Blatters, fueron eliminando a los Rosenborg, Inter de
Milán, Lokomotiv de Moscú, Girondins de Burdeos… hasta acabar
encontrándose en cuartos de final. Los de Vitoria, contradiciendo su
trayectoria hasta aquel momento, sentenciaron en casa: 3-0, sin margen
de reacción para los vallecanos.
El “pink team”, conocido así por su
escandalosa camiseta rosa chillón, se plantó en semifinales contra el
Kaiserslautern, por entonces uno de los grandes en Alemania. La otra
semifinal la disputarían Liverpool y Barcelona. El partido de ida acabó
5-1 y la vuelta, por si había dudas, 1-4. Quedaba la final española en
manos del Barça de Serra Ferrer. No pudo ser: un penalti transformado por McAllister en Anfield les dejó fuera del camino.
Así llegábamos a la final. No se podía
imaginar algo más desequilibrado: un equipo casi recién ascendido a
Primera División contra un multi-Campeón de Europa, con estrellas como
el propio McAllister, Michael Owen en su esplendor, Robbie Fowler o un jovencísimo Steven Gerrard.
Era tanta la superioridad de los
ingleses que a los 15 minutos ya ganaban 2-0. Una buena labor de
intimidación para bajar los humos del novato. ¿Qué podía oponer el
Alavés? Un lateral derecho, Cosmin Contra, llamado a marcar época hasta que lo fichó el Atleti, como suele suceder, los chispazos de Jordi Cruyff y la efectividad de Javi Moreno, cuyo declinar posterior no voy a comentar para no cebarme, pero que en aquellos momentos coqueteaba con la selección española.
En el minuto 26, Iván Alonso, el hermano pequeño de Diego,
pendiente aún de hacerse un nombre en la liga, ponía el 2-1. Un penalti
tonto, justo antes del descanso, permitía a McAllister marcar el 3-1.
Aquel era el Liverpool de las cuatro copas: había ganado la Carling, la
FA Cup y aún ganaría la Charity Shield el año siguiente, el equivalente a
nuestra Supercopa. La remontada era imposible, una locura.
Pero aquel Alavés era un equipo de locos: un equipo con Téllez, Geli, Tomic, Desio… guerrilleros dispuestos a caer a lo grande si no quedaba más remedio que caer. En el banquillo, Mané se atusaba el bigote.
Si en la primera parte, el catalán ya
había hecho un cambio ofensivo, metiendo al propio Alonso en sustitución
de un central, en el descanso dobló la apuesta: Pablo Gómez, un estilista, salía por un desacertado Martín Astudillo.
A los tres minutos de la reanudación, Javi Moreno enchufaba el 3-2. A
los seis, el partido ya iba empate. Aquello era la locura en Dortmund:
el Alavés, olvidado el fosforito, colores azul y amarillo, como los
entrañables guerreros del Boca Juniors, mandaba un mensaje muy claro:
nosotros no volveremos a estar aquí, vosotros, sí. ¿Para quién es más
importante ganar este partido?
Aquí empezaron una serie de problemas en cadena: Javi Moreno se acalambró y Mané lo cambió en el minuto 65 por Magno Mocelin,
un joven brasileño que había pasado desapercibido toda la temporada. En
el 73, McAllister habilitaba a Fowler y el niño prodigio, el que había
batido todos los récords de precocidad con el Liverpool, daba la ventaja
a su equipo: 4-3.
Era el momento de rendirse o intentar
una nueva remontada si es que quedaban fuerzas en algún músculo. El
árbitro le escamoteó un penalti en el 82 a Magno, luego otro a Contra.
En un córner, a la desesperada, minuto 89 de partido, Jordi Cruyff se
elevaba sobre la defensa inglesa y empataba el partido a cuatro.
Impresionante. Increíble. Quedaban 30 minutos de prórroga y el Liverpool
tenía que venirse abajo, todo apuntaba a la sorpresa mayúscula: la UEFA
del Alavés, el gran estallido europeo.
Eran los tiempos del Gol de Oro, una
regla absurda que se suponía que iba a fomentar el fútbol de ataque pero
solo consolidó el de defensa: nadie quería cometer un error. A los tres
minutos de prórroga, el balón le llega a Iván Alonso y marca su segundo
gol de la noche, el definitivo, el que lleva la Copa a Vitoria. Los
jugadores le abrazan, el uruguayo se vuelve loco… hasta que mira al juez
de línea con la bandera levantada. Fuera de juego. El fútbol sigue.
Casi al instante, Magno hace una entrada absurda a Babbel y el Alavés se queda con diez. No quedaría ahí la cosa: en el 116, resistiendo con uñas y dientes, Karmona
también ve su segunda amarilla. Quedan solo cuatro minutos pero el
Alavés está con nueve jugadores. No se puede pedir más épica.
Ni más desgracia.
McAllister vuelve a poner un centro
medido al área, donde la ventaja numérica, lógicamente, es del
Liverpool. Sin embargo, es Geli, el lateral izquierdo del equipo
vitoriano, el que se adelanta a todos, con los ojos cerrados. En vez de
ir hacia adelante, el balón va hacia atrás. Demasiado hacia atrás y a
demasiada velocidad. Martín Herrera se queda de piedra y
no puede salvar lo insalvable, como si estuviera escrito en algún lado.
El balón entra en la portería. 5-4. El Liverpool celebra, los jugadores
del Alavés se quedan en el suelo mirándose las manos, preguntándose
cómo se les pudo escapar la gloria.
El árbitro pita inmediatamente el final
del partido, como si supiera que, con nueve, con ocho, con siete… de
continuar el encuentro, el Alavés encontraría una manera de empatarlo.
Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"
Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"