La afición española no le perdonó a
Olano que no fuera Induráin igual que durante
años no le había perdonado a Induráin que no fuera Perico
Delgado. Los jerseys amarillos y rosas templaron los ánimos, pero en el
corazón furioso de todo buen aficionado patrio anidaba la necesidad del ataque
sin sentido, el demarraje a pie de puerto, la pájara inexplicable, la
incertidumbre diaria.
Hay veces que España me parece un país de
ludópatas.
Lo más parecido a Perico que tuvimos tras la
retirada del segoviano fue José María Jiménez, al que algunos
llamaban “Chaba” y otros “Chava” sin que se pueda determinar exactamente las
razones para una u otra denominación. Dejemos ese trabajo para César
Vidal.
Chava era un tipo alto y desgarbado, con planta
de rodador, pero que se desenvolvía como nadie en las subidas. Era el ídolo de
la gente: gracioso, de vida disipada y dispuesto a atacar incluso a sus
compañeros de equipo. Nadie dudaba de su clase pero sí de su constancia. A
cualquiera que le preguntes te dirá que quizá le gustara el ciclismo pero desde
luego no le volvía loco ser ciclista. No más que como medio para conseguir otros
fines.
Su mentalidad aventurera le jugó muchas malas
pasadas pero no evitó un palmarés más que interesante, con varias victorias en
distintos puertos de la Vuelta a España e incluso un octavo puesto en la general
del Tour de 1997, precisamente el que iba a coronar a Olano y acabó siendo una
dictadura sin resquicios de Jan Ullrich.
Olano y Jiménez compartían equipo pero no podían
ser más distintos. Olano era metódico, calculador y un contrarrelojista excelso.
Cuando llegaban las montañas del Tour, y Virenque o
Pantani la montaban, él regulaba, perdía sus segundos, incluso
su minuto y conseguía acabar entre los diez primeros de la general a base de no
aparecer nunca en la televisión.
Por sus condiciones y su salario, Abraham Olano
fue designado jefe de filas de Banesto en la Vuelta a España de 1998. Jiménez
sería su escudero, el bala perdida que ganaría etapas de montaña, quizás el
jersey a puntitos rojos… y se hundiría después en la clasificación general,
acomodado en algún abanico o tomándose tranquilamente su tiempo en la
contrarreloj. Sí, Jiménez venía de ser octavo en el Tour del año anterior, pero
Olano era la perseverancia en persona, y las Vueltas son el paraíso de los
constantes: Zülle, Menchov,
Casero, González, Nibali…
Pasaron las etapas y todo fue según lo planeado:
Jiménez consiguió el liderato después de ganar en Xorret de Catí y lo perdió
tres etapas después en la primera contrarreloj, que ganó Olano. La Vuelta llegó
a los Pirineos y el Chava se exhibió: ganó en Pal, ganó en Cerler y solo el
veteranísimo Gianni Bugno le arrebató el triplete con su
victoria en Jaca.
Olano seguía líder, pero Jiménez no acababa de
venirse abajo. Al revés, daba más guerra que nadie y le decía a quien quisiera
oírle que él podía ganar esa Vuelta, claro que sí. Eran los tiempos de las
guerras radiofónicas: José María García adoptó a Olano y a su
mujer mientras José Ramón de la Morena loaba la chabacanería de
Jiménez y su genio indomable. Aquello no podía acabar bien.
En la decimosexta etapa, con final en las Lagunas
de Neila, el Chava volvía a ganar, su cuarta etapa de la ronda, y se quedaba a
segundos del líder con una contrarreloj y un par de etapas de montaña por
disputar. La cabeza pedía Olano pero el corazón nos obligaba a apoyar a Jiménez.
Así llegaron al antepenúltimo día, con final en Navacerrada. Era un día horrible
de lluvia, niebla y frío en pleno septiembre madrileño. La carretera se llenó de
pintadas de apoyo al abulense y Olano se dio cuenta en seguida de que, en el
fondo, no era líder de nada, ni siquiera de su equipo.
Fue una Vuelta de un altísimo nivel:
Zülle, Jalabert, Heras,
Escartín, González de Galdeano… En las rampas
de Navacerrada, las que consagraron a Perico casi quince años antes, Jiménez
pegó el hachazo. Le siguieron algunos de sus rivales pero no Olano. Todos los
que estábamos ahí nos volvimos locos. Sabíamos que era el sueño de un día pero
nos valía igual. Olano cedió metros y activó la calculadora. No se dejó más que
el tiempo suficiente para perder el liderato, mirar a otro lado, callarse la
rabia y felicitar a Jiménez.
Sabía que en la última crono le iba a pasar por
encima.
Y así fue. Olano no necesitó ganar la
contrarreloj para llevarse la Vuelta con un minuto y medio de margen. Jiménez ni
siquiera fue segundo, aunque sí subió al podio final en tercer lugar, justo
detrás de Fernando Escartín y unos segundos delante del estadounidense
Lance Armstrong, que volvía a la gran competición después de
dos años de quimioterapia y sufrimiento.
La Vuelta de Jiménez la ganó Olano igual que en
su momento ganó el Mundial de Induráin en Colombia. Da igual. Jiménez se llevó
la gloria, una gloria que le quedó muy grande el resto de su carrera: coqueteó
con el liderato en el Giro del año siguiente y se llevó entre la niebla la
primera llegada al Angliru mientras Pavel Tonkov le miraba
atónito. 2001 fue su último año competitivo, e hizo lo que se esperaba de él:
ganar tres etapas de montaña y hundirse en la general sin remordimiento
alguno.
Dos años más tarde aparecería muerto, como
pasaría meses después con su admirado Marco Pantani. Correr al límite no supone
vivir al límite, no hay relación necesaria entre ambas cosas y no hay más que
ver a Delgado, anunciando Moviline y luego instalándose en la televisión
pública. Jiménez murió con solo 32 años, de un paro cardíaco. Aquel podium del
98 fue el único que consiguió en una gran vuelta por etapas. No hay nada de
romántico en alguien que abusa del alcohol y las drogas hasta que le matan, pero
sí lo hay en el hombre que sabe que podría ganar y decide perder siempre, solo
por incordiar