martes, febrero 22, 2022

Wonderful tonight


Mi adolescencia son recuerdos de un disco de grandes éxitos de Eric Clapton en el que se repetían, en bucle, la versión de "I shot the sheriff", la de "Knocking on Heaven´s door" y, por supuesto, el "Wonderful tonight". Yo, por entonces, no sabía siquiera quién era Pattie Boyd ni que la chica de la canción también era Layla. Yo me afeitaba y me dejaba cortes por toda la cara, pequeños granos que explotaban y marcaban el rostro. Me metía en el baño con un radiocassette y ponía "Quiero beber y no olvidar", de Manolo Tena, antes incluso de que "Sangre española" se convirtiera en un exitazo.


El ritual era ese: Clapton, Tena y, antes de llamar a la Eva Primigenia, "La bien pagá", de Miguel de Molina, sacada de un CD que tenía mi abuela por casa. Eran principios de los 90. La Eva Primigenia me atendía durante diez o quince minutos y quedábamos para la semana siguiente. Su paciencia era encomiable. Por lo demás, todo era un continuo integrarse. La primera vez que salí un viernes por Bilbao -entonces, Malasaña era "Bilbao", no sé por qué, al año siguiente la cosa ya había cambiado- fuimos a un sitio de Alonso Martínez que se llamaba Este-o-Este. Todos pidieron chupitos y yo, una Coca-Cola.


Para querer beber y no olvidar, me esforzaba lo justo. Eso sí, a pesar de no emborracharme bajo ningún concepto -de alguna manera, no solo es que no quisiera perder el control, es que sentía que traicionaba la confianza de mi abuela y de mi madre-, mi memoria era magnífica. No solo la memoria del pasado sino la del presente, la que te permite sentir que estás ante un momento que recordarás siempre. La inmensa casa de C. justo antes de coger todos el metro. Alguien aporreando "Hey Joe!" en la guitarra. Chistes sobre Joe Montana y los 49ers.


Lo divertido era verlos. Describirlos, al día siguiente, en mi diario. Mis compañeros de clase, mis compañeros de instituto completamente enajenados, otras personas. Vómitos en la calle, porros en las esquinas. Íbamos a un sitio al que llamábamos "Pepe´s" y que luego se llamó "Casa Francisca" y que ahora no sé cómo se llama. Quince años después de todo esto, me fui a vivir a una de las perpendiculares, justo enfrente de "El Clan" que ya no se llamaba "El Clan". Cuando jugaba el Barcelona, me bajaba al bar irlandés y me veía el partido con mayor o menor compañía. La libertad, vaya. Un sofá hundido, un interior lúgubre y los gritos de Nines cada mañana.


*


Sabemos quién eligió a Pablo Casado para presidir el PP, pero no acabamos de saber muy bien quién le ha echado. La masa. La turba. Un montón de gente gritando mucho en la calle, gritando mucho en los platós y gritando mucho -si eso fuera posible- en los periódicos. Una cadena de retroalimentación inmediata. Todo estalló el jueves y estamos a martes y solo falta el entierro. Todo debe cambiar para que todo siga como siempre. Nadie se ha parado a pensar en el futuro más allá de los nombres. El "que venga Feijoo" es el "que venga Haaland" de la política nacional. Y, luego, que invente.


El ejemplo es terrible. No ya porque Casado fuera ejemplar, que no lo era: se pasó meses intentando reunir pruebas para chantajear a una rival dentro de su propio partido, y cuando no las encontró se fue a la COPE en plan "creedme, me tenéis que creer, es una corrupta", sino porque uno aspira a que la democracia liberal sea otra cosa más tranquila, más meditada. El PP tenía un proyecto y nada hizo Casado que se saliera del mismo. ¿Extorsionó? Sí, claro, pero nada hace pensar que fuera un pionero. Y siempre podrá alegar -cinismo- que fue por una buena causa.


Por lo demás, si el objetivo era echar a Sánchez (yo sigo pensando que aquí se equivocan, pero ya lo expliqué hace unos días sin ningún éxito), no se ha apreciado en Casado una voluntad distinta. Si la cuestión es repetir "sanchismo" y "libertad" muchas veces, el chico lo ha intentado. Se podría decir que no ha hecho otra cosa. Se recorrió Castilla y León de granja en granja ante el escarnio mediático todo para que Mañueco fuera de los primeros en dejarle de lado. Todo han sido decisiones en caliente y decisiones graves, muy poco meditadas.


Ayer, en el plató de "Ya son las ocho", se hablaba del "enrocamiento" de Casado, que había intentado aplazar todo durante una semana. Una semana. Yo no seré muy listo, pero sé que cualquier cosa que pretenda durar en el tiempo requiere de mucho más de una semana de margen. Sin embargo, en estos tiempos mediáticos, una semana es un mundo. Lo dije y todos me miraron como si estuviera loco. Todos querían que algo pasara ya y que ese algo se ajustara a lo que sus deseos apuntaban esa misma noche. Yo, que soy un conservador, proponía parar el juego y analizarlo con calma. Donde están las fichas y qué movimientos convienen. Pero no, no había tiempo para tanto.


Queda por saber qué pasará cuando todo esto acabe. Si vendrá la calma o vendrá más tempestad. De algo habrá que hablar. Todos hemos visto crisis de todo tipo en todos los partidos, pero ninguna como esta: una crisis por aburrimiento. Una crisis porque sí. Todo iba bien, pero, ay, qué rollo. Por otro lado, lo del ejemplo. Quien venga sabe qué hacer y qué no hacer y qué pasa si se toca a determinadas personas. Tienes 3000 personas en la sede nacional del partido a las cuarenta y ocho horas. Si eso no es el poder, se le parece. A los hechos me remito.


*


Por cierto, la sensación de salir de Mediaset de noche, la calle Federico Mompou vacía; una acera en penumbra y la otra llena de restaurantes con terrazas cubiertas. Una sensación de adrenalina que se va calmando camino a la parada de taxis. Es divertido. Siempre es divertido y con eso me quedo. Al día siguiente, compruebas que tu programa lo han visto casi dos millones de personas, es decir, que uno de cada veinticinco españoles, más o menos, te ha visto el careto. Una americana y una camisa a juego porque la Chica Diploma me viste mejor que nadie. La barba más o menos cuidada, depende del día y de lo pronto que avisen. Yo nunca aspiré a ser un incomprendido alejado de las élites. Al revés. Otra cosa es que las élites me hayan estado evitando durante todos estos años. Sin que vaya yo ahora a reprocharles nada, solo faltaría.

viernes, febrero 18, 2022

The Breaks of the Game



El problema no es tanto que el tren a Bilbao tarde cinco horas sino que no se percibe demasiada urgencia en cumplir con el horario. Así, la llegada a las 13.10 se convierte en llegada a las 13.30 sin que haya demasiadas protestas ni demasiado malestar. Es un miércoles por la mañana y la verdad es que el vagón ha ido medio vacío durante casi todo el viaje, una o dos personas bajándose en Segovia, otras tantas en Valladolid y así sucesivamente en Burgos, Miranda de Ebro, Vitoria o Llodio. De hecho, cuando deje Bilbao, el tren seguirá hasta San Sebastián. Es, exactamente, el mismo que cogía hace doce años para ir a terapia a la calle Zubieta.

Como es un viaje largo, llevo el portátil para enviar artículos pendientes y, sobre todo, llevo el "Breaks of the Game" de David Halberstam. Es un libro mucho mejor de lo que esperaba. Se me anunció como un relato de la temporada 1979/80 de los Portland Trail Blazers y es muchísimo más: es, en realidad, un repaso minucioso, quirúrgico, por la década de los setenta en la NBA, esa década extraña de nuevos millonarios, cocaína y equipos sorpresa que se venían abajo de un año al siguiente. Por ejemplo, los propios Blazers.

Hay en cada partido, un recuerdo, una historia, un rival que merece análisis. Vengo de traducir un libro con Magic Johnson y Kareem Abdul-Jabbar de protagonistas y ahora me los encuentro vistos desde la distancia. Se agradece esa perspectiva. No solo ellos, claro: la tremenda historia de Kermit Washington, el díscolo Maurice Lucas -el mismo que jugaría en los Lakers en 1986 y se pelearía incluso con Pat Riley-, la nostalgia de los nombres perdidos: Walter Davis, Pete Maravich, Bill Walton... tantos y tantos jugadores difíciles de ubicar y que están en la memoria del aficionado pero de forma confusa.

Y, aparte, la prosa. Una prosa que no se escucha a sí misma. Inevitable recordar a Gay Talese, o, al menos, al Gay Talese de "Vida de escritor". La manera de ir de una cosa a la otra sin aparente dificultad y sin necesidad de buscar un nexo explicativo. Pasaba por ahí y la cámara decidió seguirlo. Todo bien. Me va a dar para dos artículos la historia, aunque probablemente alguien ya los haya escrito antes que yo. En fin, un buen libro. Un buen pasatiempo también para la vuelta, que se me hace aún más larga porque acabo antes con el ordenador y el retraso sobrepasa la media hora. Aunque el vagón está considerablemente más lleno, la gente vuelve a llevarlo con calma, ajenos a la guerra que se está dirimiendo ahí afuera.

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Aquí vendrían los apuntes sobre la guerra, pero soy un firme creyente en la prudencia. Por eso no comento los partidos en Twitter: el fragor de la batalla deja demasiados análisis rozando el ridículo. Sabemos que hace tres o cuatro meses, Ayuso tenía Madrid cogida del brazo y Casado encabezaba cómodamente las encuestas nacionales. Por qué han decidido tirarlo todo a la basura es lo que desconocemos. Ayuso es demasiado popular como para que esto no afecte a Casado. Génova -sea eso lo que sea- es demasiado poderosa como para dejarse vencer tan fácilmente.

Muchos hablan de las cremas de Cifuentes, pero si tenemos que ceñirnos a ese ejemplo, convendría recordar que con Cifuentes no empezaron con las cremas, sino con el famoso Master en la Rey Juan Carlos. Cuando, agonizante, consiguió salir de esa, fue cuando la remataron con las cremas. ¿Es esta comisión una cosa o la otra? Convendría saberlo. El problema de esta guerra es que es tan desigual en términos de opinión pública -Ayuso tiene a la prensa en su mano y, lo más importante, tiene al votante- que uno solo puede pensar que el otro lado se ha metido ahí porque entiende que puede equilibrar la balanza de alguna otra manera.

¿De qué manera? Rastreando desde 2004, cuando Isabel Díaz Ayuso entró en la sede de Moncloa-Aravaca. Tirando la cuerda hacia atrás de una manera que Ayuso no puede hacer con Casado o no con pruebas ni documentos. Porque, sí, los dos crecieron en política más o menos de la mano... pero uno tiene el archivo y la otra, no. Acabar con el aparato de un partido no es fácil. Se puede decir que lo consiguió Pedro Sánchez, pero Pedro Sánchez venía de ser el secretario general, no un líder local. Pedro Sánchez ya había ganado un Congreso cuando ganó el segundo. Veremos cómo se maneja Díaz Ayuso al respecto. De momento, como siempre, ha cogido la iniciativa y no la suelta. Quiere adelantarse siempre, lo que supongo que es un poco estresante, pero muy propio de una superviviente. Si derrotar al aparato de un partido no es fácil, tumbar a una superviviente puede serlo aún menos.

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El Rey Sol sigue sin dormir por las noches. Cuando intentemos ubicar el día en el que empezó a dormir con cierta normalidad, no será el 18 de febrero de 2022. Aguanta del tirón hasta las cuatro y media y entonces todo salta por los aires. El llanto, la intranquilidad, la necesidad de hacer cosas se mezclan con el lógico sueño. Se levanta la Chica Diploma y los dos van dando vueltas por la casa hasta que, ya a las seis, me levanto y le digo que se acueste, que yo me encargo. Estaban viendo a los "Pica Pica" en la televisión, vídeos de YouTube.

Hay algo desesperante en intentar dormir con un niño en casa que no duerme y no es tanto el número de horas en la cama sino el estado constante de tensión. No hay descanso, hay solo espera, incluso en sueños. Una alerta continua, imposible desconectar (como en Bilbao) y que de repente suene la alarma de las siete de la mañana. No, aquí, cada hora tiene su alarma, y te medio despiertas, compruebas que todo sigue en su sitio, verificas en qué cama estás durmiendo porque se te ha olvidado, te sorprendes de que la tregua esté durando tanto y vuelves a cerrar los ojos.

En ocasiones, la alerta se mete tanto en la cabeza, que oyes al niño llorar incluso cuando lo tienes delante, jugando, a las siete de la tarde. Es agotador. Cuatro trabajos y esto. Me gustaría decir que cuando piense en ello, me sorprenderá tanto instinto de supervivencia con tantos años, pero no tengo nada claro que vaya a salir de esta. No debería. Algo debería petar antes porque el ritmo es insano y lo peor es que el trabajo compulsivo acaba siendo lo más tranquilo, lo más seguro. Llegas a casa y te encuentras con LA CRIANZA. Y la crianza puede acabar con cualquiera, aunque, como dice siempre la Chica Portada cuando me quejo de estas cosas, "ah, haber elegido muerte".

martes, febrero 15, 2022

Tiene una colección de corazones rotos



El videoclip. Todo el videoclip. La canción también, claro, pero sobre todo el videoclip. Son jóvenes, son muy guapos, bailan. Todo el mundo querría ser como ellos porque, además, ellos se quieren. Puede que no lo supieran cuando grababan el vídeo -la Chica Diploma y yo discutimos en esa parte- pero se quieren. Y no abusan de ello, solo juegan, que es lo que hay que hacer cuando se es joven y guapo y todo es posible. Juegan todo el rato y ella le coge como diciendo "atrévete, valiente" pero sin tanta palabrería y un señor, que seguro que es alguien conocido, baila de amarillo en medio de un palacio que, sinceramente, no sé cuál es.

Sí sé cuál es la calle en la que hacen que se conocen. Un guiño, quizá, a la película de ella -Clara Galle, "A través de mi ventana- o quizá una casualidad, sin más. Él toca la guitarra en un balcón diminuto. Eso también es bonito. Es Jonás Trueba. Es la parte de atrás de la Plaza de la Cebada. Toca y sonríe y se parece un poco al Gianmarco ese que fue novio de Adara, pero en guapo, y ella es todo ojos y desparpajo y, también hay que decirlo, actúan de maravilla, y le deben mucho al montador y al guionista y a ese maravilloso plano en el que los dos se descubren junto al otro en la cama y se dan cuenta de que están vestidos. El pudor invertido.

Luego, de nuevo, la canción. Es empalagosa, pero no pasa nada. No pasa nada porque todo sigue siendo bonito en esa letra. La chica con una colección de corazones rotos que finge mientras sigue dando vueltas, esta vez por un jardín. La chica que baila reggaeton -con una sonora torpeza, pero de ahí el encanto- con tacones rojos. Los tópicos también: el pedazo de sol, la niña de mis ojos, el borracho de bar que se enamora de la belleza. La belleza Instagram. Iba a escribir algo sobre la belleza Instagram pero no sé el qué. Supongo que algo sobre la facilidad para alcanzar esa belleza, para casi tocarla, no hace falta ya nadie que descubra a nadie, está todo el mundo en el escaparate.

La belleza Instagram que se cuela también en otro vídeo -la chica se parece, de hecho- que me acompaña en mis intentos de buen rollo. Marc Seguí, con un jersey improbable, con un peinado de esos que uno solo se puede permitir cuando es tan guapo que juega a esconderlo. "Discutir contigo es como un tiroteo", dice, entre un montón de ripios agradables. Una canción que se deja llevar. Una canción triste, sí, puede ser. Pol Granch con un osito con el que persigue a la chica con carácter. Está bien que haya una chica con carácter y no un maniquí, le da un punto al vídeo y a la canción porque esa canción pide una chica con carácter, desde luego, una chica que al final coja el osito y lo tire. Una chica con una colección de corazones rotos que ha decidido dejar de sonreír y bailar y se ha puesto a otra cosa. A otro juego. ¿Y si "Tiroteo" fuera el epílogo, o al menos la continuación de "Tacones rojos"? No queda claro. Supongo que eso es lo que me gusta.

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Vi "El estafador de Tinder". Creo que se llama así, tampoco me voy a poner a mirarlo. Sobre Tinder se habla y se escribe mucho últimamente y siempre me parece poco. Tinder es un fenómeno que cambia por completo el tema de nuestro tiempo, que no es solo follar sino que es ligar, es decir, conocerse, es decir, engañarse. No sé cuánto hay de seducción en Tinder porque yo, lo más lejos que he llegado, es a Meetic... y, sinceramente, no había tanta diferencia entre Meetic y la vida real. La deshumanización del barrido a la izquierda y la adrenalina del barrido a la derecha. Algo me dice que lo habría pasado muy mal ahí, tan expuesto, tan sin subterfugios.

Porque el caso es que yo no sé exponerme y mentir, sin más, me resulta demasiado violento. Entonces, ¿qué haces? Pedir perdón. Casi todas mis citas, si las miro en perspectiva, son una sucesión de "lo siento". Tú pensabas que aparecería un príncipe azul y en cambio apareció Guille Ortiz. Yo quiero abrazarte y que sepas que te entiendo perfectamente, que todo irá bien, que no siempre será así, pero, quién sabe, hay tanto Guille Ortiz suelto, tanta matrioska de Guille Ortiz envuelto en un Guille Ortiz más grande, más aparatoso, más torpe...

En fin, "El estafador de Tinder". No quiero hacer ningún spoiler, pero Tinder pinta poco en el documental. Podría haber sido el estafador de cualquier otra aplicación a poco que hubiera jugado bien sus bazas. De hecho, casi tiene más sentido "El estafador de WhatsApp". "El estafador de los mensajes de voz", aunque igual eso sonaba demasiado a película de miedo. A mí, me entretuvo. No pido nada más en este momento. Leí por ahí que querían hacer una ficción de la historia. El problema es que el único atractivo de la historia, de hecho, es que no sea ficción. 

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Hace frío y cogemos los tres un taxi: el Niño Bonito, el Rey Sol y yo. Estamos cansados. Es la tarde de un domingo que ya se hace noche y venimos de un cumpleaños. La Chica Diploma espera en el portal para recoger a los niños y que yo me pueda emborrachar. Necesito emborracharme. Necesito desbloquearme y salir de este bucle y soñar con alguna forma de autodestrucción peliculera, el último paso antes de algo, aunque ese algo sea tomarse un café y un bollo en alguna pastelería de Ciudad Lineal, rodeado de señores mayores que se han ganado sus domingos y no huyen de ellos.

Sin embargo, el Niño Bonito dice que quiere venir conmigo. Y a mí me apetece ir con el Niño Bonito, porque el Niño Bonito es la mejor compañía. Me dice: "No quiero que te vayas solo" y, así, cogemos la calle vacía, llena de viento. Yo, con un abrigo que a veces parece una enorme parka; él, con un disfraz de SuperThing debajo del suyo. Le digo que no sé qué hacer y que todo es complicado, que los bares ya están cerrados y las terrazas, imposibles, que dónde voy yo con un niño de siete años disfrazado de Enigma a emborracharme (no, eso no se lo digo, le digo "tomar una Coca-Cola") y así nos quedamos los dos, parados en mitad de la calle. Él, expectante, como si de alguna manera esta fuera su aventura y fuera con su padre, un padre que siente cada vez más y más frío y piensa en el niño, ¿no cogerá frío el niño?, ¿no debería él cuidarle y no al revés?

"¿Tienes frío?", le dice el padre al niño y el niño dice que no, pero igual el niño miente porque el padre sabe que tiene tendencia a mentir para agradarle. "Cuando os digo que estoy bien, no siempre estoy bien", le dijo hace poco y su padre le tranquilizó de la única manera que supo: "Lo sé, y no pasa nada". Porque si lo sabes, no hace falta decirlo y, si no pasa nada, no te sientes culpable. Te cuidan igual, como me cuida él en mitad de Conrado del Campo, inviable ir al irlandés -aunque echarían a la Real y al Granada-, inviable entrar en el Katupirí -el camarero está comiendo a estas horas, o quizá cenando, o quizá él no vea la diferencia-. Inviable, también, comprar algo en el chino y subirlo a casa porque el chino solo acepta efectivo y yo voy por la vida sin una moneda encima.

Habrá que volver a casa, que en cierto modo es una rendición, pero también es un alivio. El niño se va con su madre y su hermano. ¿Quién sujeta al niño que sujeta el mundo? El padre se va al dormitorio a intentar llorar, aunque no pueda desde hace años. El padre es una piltrafa. El padre se pone vídeos de chicos guapos como si fuera un adolescente y documentales escapistas de multimillonarios que viajan por el mundo cuando él no consigue salir del barrio. El padre, en definitiva, es un zombi y acaba en la cama y se duerme. No mucho, una hora. Suficiente. Cuando se despierta, le están esperando. Porque son su familia, no les queda otra. ¿Qué van a hacer sin él a estas alturas? ¿Cómo van a dejar de acostumbrarse?

jueves, febrero 10, 2022

La historia completa de mis fracasos profesionales



Al acabar el Twitch, me encuentro con el Niño Bonito llorando en su habitación. Es el lloro del Niño Bonito un lloro especialmente triste. Un lloro que va más allá del capricho, que indica un dolor verdadero que no se sabe de dónde viene o que, al menos, él no sabe de dónde viene, que es lo que cuenta. Un lloro, además, que se viene haciendo habitual, desgraciadamente, por muy diversas razones: el día del cumpleaños de su hermano lo pasamos de madrugada en el Niño Jesús. Él vomitaba e intentaba dormir en un sillón recostado -es todo lo que nos ofrecieron- y yo le cogía la mano en la silla de al lado. Llevaba horas retorciéndose de dolor, pero, no sé por qué, nadie acertaba con el analgésico.


Podría haber sido Covid -era principios de diciembre, aquellos días locos de farmacias desabastecidas-, pero no lo era. Aún no sabemos exactamente qué le pasó, pero suponemos que algún tipo de indigestión. Covid fue lo que pasó pocas semanas después. Un Covid como una catedral que empezó con un "creo que tengo frío" y dio la cara definitivamente con unas tosecitas de martes por la tarde. Lo que siguieron fueron días de un aislamiento más estricto del que me gustaría reconocer -sus padres somos autónomos, sus padres no podemos permitirnos el contagio- y una sucesión de tests de antígenos que ni un futbolista.


Por las noches, siempre con mascarilla, le dejábamos sentarse en su sillón y estar con nosotros, también enmascarados. Su hermano no entendía por qué no podía lanzarse a por él como siempre y sentársele encima. Una noche, le dio una migraña horrible y ahí empezó un nuevo lloro. "Me va a estallar la cabeza", decía, mientras yo le preparaba el paracetamol y le ponía una toalla fría en la frente. "¡No me alivia!", gritaba impaciente, mientras yo le volvía a coger la mano y le abrazaba pese a todo y le dejaba un móvil para poder chatear con él y que no tuviera miedo mientras me iba a cenar a la cocina.


Sin embargo, lo de después del Twitch es otra cosa. No es un dolor físico, sino una angustia inexplicable. Un ataque de ansiedad muy lento, muy progresivo. Hay algo muy triste en el lloro del Niño Bonito, pero, a la vez, hay algo precioso en ver cómo se va calmando, cómo los miedos desaparecen, cómo vuelve la sonrisa y, con la sonrisa, los hoyuelos, cómo regresa el alivio, y, así, los dos nos quedamos en el cuarto, pasadas ya las once y media de la noche, él sentado en su cama y yo sentado en el suelo y nos contamos y nos decimos que nos echamos de menos y lamentamos la suerte del Rayo Vallecano porque de algo tienen que hablar un padre y un hijo y, si no es de fútbol, ya me dirán ustedes de qué.


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Una de las discusiones de este verano fue si yo era rencoroso o no. Por supuesto, yo decía que no. La Chica Diploma decía que sí. Nada que reprochar. Yo decía a su vez que la rencorosa era ella y ella no se daba por aludida, así que se ve que el rencor está siempre en el ojo ajeno. Puede, incluso, que ambos tuviéramos razón. Al menos, en mi caso. Puede que, sí, yo sea un rencoroso teórico, pero no un rencoroso práctico. No sé si me explico. Puede, por ejemplo, que yo aún recuerde perfectamente a aquella chica que pasó por casa a conocer a mi hijo pequeño mientras mi mujer lloraba con los pezones hechos carne y, dos años después aún no ha mandado ni un mensaje para ver cómo seguíamos.


Sin embargo, aunque lo recuerde, aunque recuerde a la editora psicópata y a su novio el mediocre, aunque esos recuerdos me duelan hasta la sangre -lo que supongo que, en efecto, me hace un rencoroso-, tampoco tengo especial pulsión por el castigo. No voy a hacer nada al respecto. No voy a montar ningún numerito. No voy a jurar odio eterno. Sigo adelante y punto, no necesito reivindicarme ante nadie más que ante mí mismo. De hecho, el síndrome del impostor sigue invitándome a pensar que todo en realidad es culpa mía, que fui yo el que hizo algo que no merece perdón ajeno.


Durante un tiempo, antes de que las cosas empezaran a ir sorprendentemente bien -antes de que escribiera en uno de los digitales más importantes del país, antes de tener trece mil seguidores en Twitter, dos mil en YouTube, me llamaran de Telemadrid, de Telecinco, tradujera para una editorial maravillosa y viajara a Palma, a Bilbao, a Barcelona... para entrevistar a personajes fascinantes-, pensé en publicar un libro que se llamara "La historia completa de mis fracasos profesionales", título magnífico copiado de una película mejorable en todo lo demás. La idea no era ser rencoroso, pero sí contar lo que pasó por si le había pasado a alguien más. Desde los periódicos que no pagan a las editoras dementes a las colaboraciones extintas sin saber muy bien por qué.


En el fondo, el proyecto tenía algo de autodestructivo. ¿Quién iba a querer contratar después a alguien que escribía sobre sus antiguos jefes? Bien entendido, no obstante, también podía ser algo divertido e incluso reivindicativo: el asunto no era hablar mal de ellos sino hablar mal de mí. Reconocer en todo lo que me equivoqué y pude hacer mejor. Hacer propósito de enmienda. Terapia psicológica. No solo eso: el asunto era hablar bien de los que me habían tratado tan bien, de todos esos sitios maravillosos donde fui tan feliz y, desde luego, en una versión actualizada, de todos esos sitios maravillosos donde me están tratando como nadie me ha tratado nunca.


Una frase que se repite mucho entre la gente que me conoce, aunque sea de perfil, es "te lo mereces". Sí, puede que me merezca estos dos últimos años, pero, ¿acaso no me merecí los anteriores? No lo sé, no estoy seguro. No sería justo ni conmigo ni con los demás. Yo, en aquel momento, desde luego, pensaba que si me iba tan mal era porque me lo había ganado a pulso. Que era imposible tal acuerdo en mi mediocridad si era mediocridad no era real. A menudo, por supuesto, lo sigo pensando, pero, ahora, al menos, no tengo que coger un autobús abarrotado con el sol en la frente rumbo a cinco horas de past perfect y past simple en los confines de la Comunidad de Madrid. 


No sé si esto durará mucho o poco. Como soy pesimista, tiendo a pensar que poco y que luego ya podré inmolarme a gusto. Solo pediría que para entonces mis hijos hubieran acabado el colegio, pero, claro, me puse tan tarde con la paternidad que eso casi coincide con mi edad de jubilación. Hoy, una compañera de Alcalá me decía: "Ni se te ocurra volver a la Escuela" y la verdad es que no, no se me ocurre. Nada personal. Simplemente, no es lo mío. Era tan evidente que no era lo mío que no entendía cómo a tanta gente le pasaba desapercibido. Ahora bien, no sé si todos esos años formarían parte de mis fracasos. Al fin y al cabo, una vez te has puesto delante de toda esa gente adormilada, agotada, a menudo desesperada y otras veces directamente aburrida... Una vez que has hecho el "make´em laugh" delante de veinte o treinta adultos que esperan de ti un milagro, ¿cómo ponerte nervioso ante una cámara?, ¿cómo temblar ante un encargo inesperado?


Se supone que, el otro día, unos dos millones de espectadores me estaban viendo hablar de Manolo Santana. ¿Impresiona? No, impresionan veinticinco, veinte, quince... sus pares de ojos puestos en ti y ningún sitio donde escapar, el cuerpo arrastrándose por la pared para no caerse, la mano temblorosa sujetando un rotulador sin apenas tinta. Todo lo demás, sinceramente, no deja de ser un alivio.


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La entrevista a Sheila Blanco. Ojalá fuera siempre tan fácil y tan bonito.

martes, febrero 08, 2022

A Pablo Casado se le empieza a poner cara de Hillary Clinton


Una de las patas del fracaso de Hillary Clinton y el Partido Demócrata en 2016 -y que se mitigó solo en parte en 2020- fue la asunción de que nadie podía votar a Donald Trump. Nadie podía siquiera mostrar la más mínima simpatía por Donald Trump. Era inconcebible. ¿Cómo se puede confiar en alguien así? ¿Cómo se puede admirar a alguien así? El asunto era simplemente dejarse llevar, señalar al rival con un gesto de enorme superioridad moral y festejar en noviembre. El problema fue la realidad, que tenía otros planes. 


Cuatro años más tarde, Biden se puso serio, más que nada porque el otro era el presidente de los Estados Unidos, no un empresario de dudosa reputación y negocios oscuros. Aun así, y pese a una menor relajación, el Partido Republicano se quedó a un puñado de votos en cinco o seis estados de renovar mandato. No fueron noches fáciles aquellas, desde luego. Es muy probable que las encuestadoras partieran del mismo prejuicio: solo los fanáticos votan a Trump, cualquier voto dudoso tiene que ir forzosamente al otro lado. Se equivocaban. Se equivocan, vaya.


Del mismo modo se equivoca la derecha española con Pedro Sánchez. En cierto modo, le pasa lo mismo que le pasaba a la izquierda con Aznar. Uno puede entender personajes como Rajoy que van más allá casi de la ideología, pero, ¿Aznar? ¿Quién podía votar a Aznar? ¿A quién podía caerle bien Aznar? Años más tarde, ¿Ayuso? ¡Pero si es una loca peligrosa! Lo que tienen en común todos -Trump, Sánchez, Aznar y Ayuso- es su facilidad para copar el debate y marcar la agenda. En este caso, en vez de explicarnos a todos qué demonios piensa hacer con el país, cómo va a sortear el problema de la extrema derecha, por qué ha hecho saltar sus acuerdos con Ciudadanos allí donde ha sido posible, Casado se limita a explicarnos que Sánchez sigue gobernando.


Es algo parecido a lo que apartó a Albert Rivera de la primera línea política. El último año de Rivera fue demencial, obsesivo. Aquel hombre solo vivía para apartar a Sánchez de la Moncloa. Casi todos los insultos gruesos al socialista y a sus gobiernos no han partido de VOX ni del ala dura del PP, sino de Rivera. Así le fue. Alguien debería avisar a Casado de que va por mal camino si sigue sin presentar alternativa, confiado en que la obviedad de que Sánchez es malvado, inútil, veleta, amigo de ETA, amigo de Puigdemont, un hortera, un vanidoso... caerá por su propio peso.


Esa es sin duda la valoración que el presidente del gobierno tiene entre Casado y sus votantes. El problema es que Casado y sus votantes no son todo un país. Hace falta convencer a la gente de que tú eres mejor. La cómoda ventaja del centro-derecha en las encuestas nacionales se ha venido abajo en apenas unos meses -sospecho que para gran alegría del sector ayuser- y en Castilla y León estamos viendo algo parecido: Casado, nacido en Palencia y diputado por Ávila durante varias legislaturas, sabe -o debería saber- mucho de lo que Castilla y León necesita para el futuro y sabe -o debería saber- qué cabe destacar de los gobiernos del PP durante los últimos treinta y pico años.


Sin embargo, va a rebufo. Como siempre. Garzón dijo algo de las granjas y Casado empezó a comparecer rodeado de vacas. Algún politólogo habló del voto rural y Casado se lanzó a vender jamones y a ponerse botas de agua. No está funcionando. Hace falta algo más. De Ayuso se pueden decir muchas cosas, pero está claro que tiene un discurso propio. Un discurso vacío, en muchas ocasiones, casi propio de una campaña de publicidad más que de un programa de gobierno, pero un discurso que hay que rebatir y que marca el debate. Los demás, a su rueda, y ella tirando a bloque, como Jan Ullrich. Casado, no. Casado sonríe demasiado y es difícil tomárselo en serio. Parece siempre un comercial llamando a tu puerta a las cuatro de la tarde, en medio de una siesta. Iba para presidente del país y se le está poniendo cara de Hillary Clinton.


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Algunos apuntes sobre la noche del 7 al 8 de febrero de 2022: duermo en el sofá porque así la Chica Diploma puede dormir con el Niño Bonito -tiene terrores nocturnos- y el Rey Sol ocupa todo el dormitorio principal en una cuna diminuta. Es muy probable que seamos de chiste, pero no sabemos hacerlo mejor. Como todo el mundo está acostado a las diez, yo me puedo quedar una hora leyendo mi libro de David Halberstam sobre los Blazers -cada hoja es la invitación a un artículo... pero ni hay tiempo ni hay dinero que lo compre- hasta que caigo rendido a las once. 


A la una, me despierta mi mujer. Se va a la cama principal porque el Rey Sol se ha despertado y está gritando "¡Mamá, mamá!". Me arrastro hasta el cuarto del Niño Bonito, me tiro en la cama y a las dos horas, entra la Chica Diploma con el Rey Sol para que cuide de él mientras le prepara un biberón. El niño ni llora ni ganas que tiene de llorar. Se queda ahí en la cama conmigo como yo me quedo en la cama con él, los dos dormidos sin podernos dormir mientras su hermano descansa a pierna suelta en la cama de abajo.


Esto creo que es a las tres y algo. A las cuatro y media, el niño sigue despierto. Lo sé porque su ronroneo me despierta a mí. Algún grito esporádico de "¡Allí, allí!", entiendo que dirigido al salón. Me despierto y le digo a la Chica Diploma que duerma ella estas tres horas y pico que quedan hasta que empiece la rutina. Duermo al niño en la hamaca después de mucho tiempo -normal, todo el cuerpo le cae por todos lados- y lo meto en la cama. Algunos lo llamarán colecho, pero esa es una palabra demasiado cursi. Le meto en la cama para que se duerma seguido de una puta vez y me deje dormir a mí. Yo lo llamo supervivencia. A las siete y media está otra vez despierto y gritando: "¡Allí, allí!", así que recojo mis párpados, le llevo en brazos al salón y nos ponemos a ver "Los compañeros de Ryan" (o algo así, hablo de memoria).


A las ocho y cuarto, despertamos a los que quedan y nos preparamos para un nuevo día, que, en el fondo nunca dejó de ser el de ayer, el de la plácida lectura de diez a once de la noche en un sofá de la Travesía de López de Aranda. La Chica Diploma le lleva al fisioterapeuta, le lleva al Centro de Atención Temprana, tiene una reunión online, come corriendo y se va al trabajo. Yo colaboro en un podcast, hago un artículo sobre Lewis Hamilton, repaso bibliografía sobre bandas urbanas, leo en diagonal los principales medios extranjeros, cuido al bebé de vuelta, escribo esto y me voy a Mediaset a hablar de Nadal y Djokovic. En quince minutos o así.


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Tengo pendiente la autobiografía de Pattie Boyd. En el enésimo ataque de imprudencia, me he comprado una de George Harrison, para hacerle compañía en el estante.

viernes, febrero 04, 2022

La noche que murió el Guru Josh


Hubo una época en la que todas mis historias eran una recreación de Hemingway. Los diálogos cortos de Hemingway, incluso los silencios. Los sobreentendidos, a menudo llevados al exceso. Durante años y años, me dediqué a buscar la manera de escribir de nuevo, a lo Pierre Menard, "The short happy life of Francis Macomber". Creo que lo conseguí. Creo, incluso, que lo publiqué, pero nadie se enteró. Desde entonces, tengo la sensación de que todas mis historias son una recreación de "American Graffiti": chicos perdidos que se cruzan de noche y que le tienen miedo a algo. Supongo que "La noche que murió el Guru Josh" tendría que ser algo así, quizá ambientada en los noventa, claro, el juego de adelantarse a la realidad -Guru Josh murió, pero en 2015, en Ibiza- o entender la muerte como una metáfora o algo por el estilo.


Chicos perdidos y chicas que esquivan a los chicos perdidos. No necesariamente chicas temerarias, cualquier otra cosa. Chicas normales, pongamos, no sé. El otro día, por razones obvias, me acordé de la novia de John Cobra sobre el escenario aquel donde el "cantante" se tocaba los huevos y le pedía encarecidamente al público que se los comiera mientras Anne Igartiburu ponía el grito en el cielo y José María Íñigo le miraba con cara de "me desayuno a cinco como tú cada mañana". La novia de John Cobra detrás de John Cobra como un corderito, intentando cogerle la mano para calmarle, poco más que una adolescente. Chica perdida, supongo. No sé si chico temerario o, aquí también, cualquier otra cosa.


Durante un tiempo tuve un imán para las chicas frágiles. Yo sé que las buscaba, pero no para protegerlas entre el centeno, no para evitar que se las comiera ningún cordero. Las buscaba para ver si juntos conseguíamos entender algo. Una manera de hacer equipo. Yo buscaba chicas frágiles porque entendía que las chicas normales nunca perderían el tiempo conmigo. Luego -no sé cuándo- me convertí en otra cosa. Puede, simplemente, que me aburriera. El otro día, me preguntaban en un podcast por qué hacía tantas cosas tan distintas. La respuesta es simple: "Me aburro con facilidad". Y, como si nada, no sé si dejé de perderme, pero sí dejé de encontrarle el encanto. Y, de un plumazo, también, las chicas frágiles, las lánguidas Annie Halls, desaparecieron. No diré que, a veces, no las echo de menos.


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Buscando en internet, encuentro una actuación de Guru Josh en el programa "Un día es un día", de Ángel Casas. Julio de 1990. Casas le presenta como "el personaje más estrafalario del pop actual", como si quisiera decir "este no llega a los cincuenta y un años ni de coña", aunque llegó. Creo recordar que mi abuela y yo veíamos ese programa en casa por las noches. Como tantos programas en una casa con un cuarto de estar, un televisor y dos cadenas.. El otro día soñé con ella. Era un sueño bonito, en plan "buf, cómo hemos llegado hasta aquí", como si fuéramos dos centrocampistas del Rayo Vallecano jugando las semifinales de la Copa del Rey.


En el programa, aparece Guru Josh acompañado por un tipo que imita tocar una trompeta -el playback es de escándalo-, rodeado de dos teclados que aporrea para reproducir todos los instrumentos del single mientras baila un poco a lo Capitán Haddock si el Capitán Haddock bailara. Detrás de ellos, un par de chicos mazados se mueven al estilo "Vogue" y dos chicas se incorporan en el estribillo, como si nadie les hubiera avisado antes de que aquello había empezado. El Guru Josh parece feliz. En realidad, parece drogado, pero igual esto es un prejuicio absurdo -1990, discotecas, Ibiza...- y "feliz" es la palabra justa y adecuada.


Paul Walden -ese era su nombre en realidad- tiene 26 años. Acaba de cumplirlos. Aunque es británico, tiene cara de francés, quizá por la cercanía de la isla de Jersey a la Normandía. Británico errático que lo mismo te estudia odontología que compone uno de los himnos "trance pop" de las siguientes décadas. Tan grande le vino lo de "Infinity", que, obviamente, ya no tuvo un éxito más en su carrera. Tampoco lo necesitó. En julio de 1990, yo acababa de cumplir trece años. En algún momento de ese verano, teníamos planeado un viaje a Menorca, pero yo me puse malo el día de antes y no fui. Me quedé en casa viendo un concierto de Madonna, de la gira "Blond Ambition". En un mes, empezaba octavo de EGB. 


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Voy a poner aquí que el Rey Sol sigue sin dormir bien, simplemente para recordarlo cuando lo lea años más tarde. Duerme como el Guru Josh baila: a tirones. En medio, inmensos momentos de madrugada que hay que cubrir como sea. Esta noche, me ha tocado dormir a mí con él. Yo, en la cama, y él en la cuna. Cuando se despertaba, le movía un poquito con la mano y parecía valerle. Eso, hasta las cinco de la mañana, que me ha rescatado la Chica Diploma y yo me he ido a dormir a la cama nido encima de la del Niño Bonito. De esas noches en las que duermes en una misma casa, pero en tres sitios distintos.


Yo no sé qué sería capaz de hacer si no estuviera siempre dormido. Supongo que lo mismo que ahora, no me hago grandes ilusiones. Siempre con lo mínimo, Guille Ortiz, siempre con lo mínimo. La vida, durante muchos años, fue una tensión entre lo que quería y lo que tenía. Ahora, que tengo casi todo lo que quiero, echo de menos lo básico: dormir, ver la televisión, escuchar música, terminar mi libro sobre los Portland Trail Blazers de la temporada 1979/80. Ser un niño perdido, incluso ser un Peter Pan que cuida de los niños perdidos tiene su fecha de caducidad. El otro día se lo explicaba a mi mujer: "en quince años, tendré sesenta".


Eso no quiere decir que no haya días terribles. Hay días terribles. Días en los que no puedes moverte y lo único que quieres -hayas dormido o no- es desaparecer porque simplemente no das para más -well, it´s a bittersweet symphony, that´s life. Try to make ends meet, you´re a slave to the money, then you die-, pero, ¿acaso no le pasa esto a todo el mundo? 

martes, febrero 01, 2022

Suburbia


La Chica Diploma y yo salimos a pasear bajo el sol suburbano. Un sol de zona residencial, parques enormes y carriles bicis. Una inmensidad de cielo y solo el ruido del 146 interrumpiendo la calma cada diez minutos aproximadamente, el único nexo del barrio con la ciudad. De vez en cuando, sobre todo ella, chica cosladeña, dice aquello de "este fin de semana, vamos a Madrid" como si no se llamara Madrid todo esto, como si fuera otra cosa, una entidad propia e independiente. 


La Chica Diploma y yo bajamos por López de Aranda y torcemos hacia la calle Alcalá entre una colección de chalets que se disponen como casas londinenses o incluso casas de barrio pijo de Brooklyn, barrio de Woody Allen. Tomamos una Coca-Cola en el Rodilla porque el asturiano está cerrado. Hablamos sobre el Niño Bonito y sus problemas. El Niño Bonito tiene ya siete años y medio y en nada su padre le dirá que se quede en casa a ver el fútbol con él, pero preferirá verlo con sus amigos, en casa de Hugo, por ejemplo, si sus padres no están ese fin de semana, y luego volverá borracho y atormentado a casa.


Por lo demás, la nuestra es una casa feliz porque los niños son felices. Esto siempre ha sido así. Atormentados, pero felices. Con mala hostia, pero felices. El Rey Sol saca el culo para bailar como si fuera una gallina, igual que hacía su hermano, cada vez que oye una canción de los Pica Pica que le guste lo suficiente. Es un poco sibarita al respecto. No le vale cualquier cosa. Acaba de cumplir dos años y sigue siendo una incógnita. Parece que a él le gusta, además, que se siente cómodo en su condición de interrogante. Nadie espera nada de él y todo se le celebra. Es impresionante cómo lo ha visto claro desde que llegó al mundo, cómo fijó las reglas de la relación con los demás: os daré esto y no pidáis más. Y cuando decida dar más, estad atentos.


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El sábado fue algo parecido a un día libre, algo que no ha abundado en los últimos meses. Los días libres, los días especiales se celebran aquí desde la mediocridad. Desde la normalidad del día a día de cualquier otro momento de mi vida. Termino de ver la primera parte de la cuarta temporada de "Ozark", termino también el libro de Bob Woodward y Rob Costas sobre las elecciones estadounidenses. Me tumbo en el sofá donde duermo por las noches y veo un documental sobre jugadores universitarios que manipulan partidos para brokers de Las Vegas, luego un reportaje sobre el Moggigate en el que hay más ruido que nueces y por último el famoso repaso a la trayectoria de los Héroes del Silencio.


La Chica Diploma llega de su curso muy tarde y pide comida en un japonés. Yo decido no cenar. Hemos comido bien en uno de sus descansos. Me dice: "¿Pero tú no odiabas a los Héroes del Silencio?" y yo le digo que sí, que con pasión, y que nada ha cambiado desde entonces, pero que aquello no son los Héroes del Silencio, son los últimos ochenta, son los primeros noventa, son mi infancia y mi primera adolescencia y aquellos vagones junto al Pantano de San Juan que quedarán para siempre pegados a la memoria como las patas de una mosca en la vaselina. 


Por las mañanas, cuando me ducho, pongo la playlist que alguien ha creado en Spotify con las canciones que salen en mi libro. Las canciones de mi vida. Por ahí, puede salir cualquier cosa, incluso Héroes del Silencio. Esta mañana, el "random" ha empezado por "Bittersweet symphony", otra de esas canciones que los veinteañeros británicos escribían como si tuvieran cuarenta años y estuvieran de vuelta de todo. Un día, escuchando "Infinity", pensé en lo que molaría un libro que se llamara "La noche que murió el Gurú Josh", pero no encontré argumento que desarrollar. Nunca hay argumento. Hay flashes. Pero, ¿acaso no es así la vida?


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Si solo hubiera sido la mudanza. La vereda, de momento, se ha mostrado como una excelente elección. Cansada, sin asfaltar, pero divertida. Algo parecido a una escapatoria, en ocasiones. Escribo de ciencia y de política internacional y de los Beatles y de deportes y entrevisto a cantantes como entrevisto a escritoras como me cojo un avión y me planto en Palma de Mallorca para hablar con un ex jugador de baloncesto y acabamos comiendo en una marisquería de puerto. 


Aparte, salgo en la tele. Salgo bastante, más de lo que nunca hubiera soñado. Y siento que, de alguna manera, me escuchan y tiene sentido. Eso, por las mañanas. Por las noches, algunas noches, acabo en Mediaset con un hisopo en la nariz y después una charla sobre Novak Djokovic, a unos metros de Isabel Pantoja o de Gloria Camila o de la socialité de turno. Es divertido. Ellos, con Antonio David, y yo, con mi libro de Woodward como si fuera una especie de crucifijo o collar de ajos. Algo absurdo cuando ya has llegado allí porque si has llegado allí es que te gusta y, desde luego, no eres mejor que nadie.


He traducido mucho también. Unas quinientas páginas de un libro de baloncesto. Tal vez, eso haya sido lo mejor de todo. Tal vez, eso acabe con muchas cosas, lo averiguaremos en breve. Un trabajo y una terapia a la vez, yo sé de lo que hablo. El problema siguen siendo las madrugadas. Y algunos despertares demasiado agobiantes. Y un cuerpo vencido al estrés y a la impotencia. Y las preocupaciones a lo Cheever de la vida suburbana. No un suburbio a lo descampado y heroína sino un suburbio de Los Simpsons, con sus madres en bicicleta llevando a sus hijos y cochazos mal aparcados frente a los restaurantes.


Ayer, intenté que mi hijo mayor viera un rato de "Una noche en la ópera". Demasiado desdeñoso, el niño. Demasiado orgulloso de una generación que no sabe cuál es. "Esta película tiene casi 100 años", le digo, pero eso le parece una ofensa a su juventud. Cien años y un millón de años es para él lo mismo en este momento. Lo mismo Groucho Marx que un pterodáctilo. Un mundo plano y sin obligaciones. Si esto fuera una de las películas que le gustan, un día nos despertaríamos cada uno en el cuerpo del otro.