jueves, noviembre 29, 2018

Bohemian Rapsody


Hay algo casi amateur en "Bohemian Rhapsody", algo que choca con la evidente importancia del grupo. Es muy probable que el hecho de que los ex-miembros de la banda sean los productores de la película no ayude en absoluto a que el director y los guionistas se atrevan a escarbar más allá de lo obvio. Algunas escenas son pueriles, sobre todo las que tienen que ver con las creaciones de las canciones y la actuación de Rami Malek es desigual: probablemente se habría sentido más a gusto en un papel más arriesgado.

De entre las cosas que se echan en falta en la película hay una que llama la atención, aunque se toque de refilón: el origen parsi de Farrokh Bulsara. Tiene que haber algo en esos veinte años de vida huyendo de Zanzíbar a la India y de la India a Gran Bretaña que merezca algún tipo de atención. Entre otras cosas porque el suyo no es un caso aislado: George Michael, otra de los grandes músicos de los ochenta y noventa y para algunos el sucesor de Mercury como gran voz británica, no dejaba de ser Georgios Kyriacos Panayiotou, aunque el documental sobre su vida también pase por alto todos los problemas que un hijo de inmigrantes podía tener en aquella vieja Inglaterra que luchaba con la nueva a finales de los sesenta y principios de los setenta. De M.I.A., directamente, mejor ni hablamos.

También choca la ausencia de contexto. No hay una cronología digna de ese nombre. Los éxitos aparecen y desaparecen como si nada. De repente están tocando en un tugurio, luego están vendiendo muchísimo, luego están sacando "A night at the opera" y para cuando uno acaba de pestañear ya están medio separados y preparando el Live Aid de 1985. Eso no es lo peor: lo peor es la oportunidad perdida de dar voz a una generación de artistas. La historia de Queen, la historia de Mercury, no se puede contar sin la interacción en los 70 con Led Zeppelin, con los Rolling Stones, con la influencia del movimiento glam británico, con Elton John o con, por supuesto, David Bowie. De hecho, la banda sonora incluye unos cuantos segundos de "Under pressure" y obvia todo su apasionante proceso de creación, lucha de egos incluida.

En cuanto al grupo, no son más que figurantes. Figurantes amables. Productores ejecutivos, vaya, no dejemos de insistir. Siempre apoyan a Freddie, todas sus peleas son banales, el éxito nunca se les sube a la cabeza... y todos calan desde el principio a ese Yoko Ono que acaba convirtiéndose en la película Paul Prenter, el culpable de todos los males del cantante y de la banda. Un ajuste de cuentas puede que merecido pero sin duda exagerado dentro del tono dulzón de la película.

Por lo demás, el grupo es interesante y es un buen musical, interpretado -ahí sí- de forma magistral. Si uno es capaz de obviar las carencias y evadirse un rato, puede pasarlo bien sin demasiados esfuerzos. Yo lo pasé bien, al menos. Éramos dos en la sala, lo que eso quiere decir sobre el estado de la industria del cine en este país ya es otro debate para otro día.

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Como biopic "amable" era obvio que no iba a entrar en los últimos años de Mercury enfermo. Tiene sentido, aunque nos prive de cosas maravillosas como su colaboración con Montserrat Caballé -es que por no salir, no sale ni la soprano- o los esfuerzos ímprobos en la grabación de "Innuendo". Siguiendo la estela del propio musical de Broadway, los guionistas prefieren terminar en lo más alto, con la enfermedad recién anunciada y Mercury ofreciendo, pese a todo, una exhibición de vitalidad en Wembley.

No me parece mala idea. Recuerdo perfectamente a Mercury en Wembley y eso que yo tenía solo ocho años, aunque muy bien llevados. Recuerdo, en general, aunque con lagunas lógicas, las casi veinticuatro horas de música sin parar, desde Londres a Philadelphia. La fascinación por la elegancia de David Bowie, por el carisma de Bono, por el estilo sutil de Sting... Es probable que confundiera la iniciativa de Bob Geldof con el empalagoso "We are the world" porque creo que fueron en años sucesivos y en torno a las mimas hambrunas, pero es que, de hecho, el concierto de Philadelphia se cerró con esa canción igual que el de Londres lo hizo con el "Do they know it´s Christmas?"

Aparte de los nombres o de la propia curiosidad, recuerdo la verdadera excitación de mi madre y mi tío, la sensación de que estaban viviendo algo histórico y que de alguna manera era el resumen de su infancia, su adolescencia y su juventud. Quizá conviene hacer un recuento de algunos de los nombres que participaron: The Style Council, The Boomtown Rats, Ultravox, Spandau Ballet, Elvis Costello, Sade, Sting y Phil Collins a dúo, Bryan Ferry, U2, Dire Straits, Elton John, Paul McCartney, Joan Baez, The Four Tops, Black Sabbath, Crosby, Stills, Nash and Yooung, The Beach Boys, Simple Minds, Pretenders, Madonna, Tom Petty, The Cars, Eric Clapton, Led Zeppelin, Duran Duran, Mick Jagger, Tina Turner y Bob Dylan.

Tuvieron que pasar décadas hasta que algo parecido se repitiera para mi generación. No hablo del Live 8 de 2005, al que tengo por un pequeño fracaso, sino las descomunales ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Sin duda, yo las hubiera disfrutado con el mismo entusiasmo con el que mi madre y mi tío disfrutaron de aquellos míticos conciertos ochenteros. Solo que mi padre estaba enfermo. Se estaba muriendo. Y yo no estaba para fiestas.

jueves, noviembre 22, 2018

Your innocence is treasure, your innocence is death... your innocence is all I have


Justo antes de salir a la guardería, el Niño Bonito nos pide que no le pongamos su gorro de invierno. "Hace frío", le explico, pero él sigue sin estar de acuerdo. "Las niñas juegan con él, me tapan los ojos para que no vea y me caigo". Al parecer, también hay otro niño al que el gorro le hace gracia y le gusta tirarlo a los charcos cuando llueve. Me quedo un poco bloqueado. En realidad, no es nada que uno no pueda esperar de niños de cuatro años. El otro día, esas mismas niñas y él se besaban y se abrazaban y celebraban juntos cada vez que caía un bolo en la bolera. Todas las mañanas, cuando le dejo, le están esperando para seguir achuchándole, hasta un punto que a veces él parece considerar poco decoroso.

El problema está en su reacción. En su querer no molestar. No les dice nada a las niñas porque ellas saben que eso está mal. No les dice nada a las profesoras porque entonces teme que dejen de ser sus amigas. Hay en todo este tipo de circunstancias un punto de incredulidad por su parte como si realmente no entendiera que alguien pueda hacer algo que al otro no le gusta sin pedirle perdón inmediatamente y sentirse culpable.

La culpabilidad, ese es el tema. Un sentido moral de los actos unido a una inocencia desoladora. ¿Cómo será su mundo cuando esa inocencia se rompa para siempre? Hasta ahora, todos nos movemos por códigos razonables. Códigos con lo que lo más que puede pasar es que un niño te tire el gorro al suelo cuando llueve. ¿Y cuándo lleguemos al siguiente nivel? El Niño Bonito es bonito entre otras cosas por eso, por su rectitud a menudo exagerada. A su madre y a mí nos entran ganas de liarnos a bofetadas con cualquiera que pueda molestarle pero él nunca sabría hacer algo así porque también forma parte de lo que no entiende.

A veces, pienso que sin la Chica Diploma estaríamos perdidos. No sé muy bien por qué si al fin y al cabo yo pasé por mi infancia y mi adolescencia sin apenas pisar cristales y mostrando un excelente sentido de la palabra correcta a la persona correcta para evitar líos. Ahora bien, el cálculo y la inocencia no son lo mismo. El Niño Bonito será capaz de calcular, por supuesto, pero los dilemas morales seguirán y junto a los suyos, los de su padre. La incomprensión del mal en el mundo, por decirlo de manera definitivamente naïf. De momento, ese mal le toca muy de refilón, pero, ¿cómo protegerle cuando le llegue en cascada? Y lo que es más importante, ¿cómo enseñarle a que se defienda solo?

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Sigo con las cartas entre Joseph Roth y Stefan Zweig. La paciencia de Zweig es infinita. Voy por 1934 así que Roth lleva siete años diciendo que está enfermo y a punto de morir y que por favor le mande dinero. Mientras tanto, no se ahorra ninguna lección moral. A veces, incluso acierta. Otras, francamente, no es más que un vocinglero empeñado en el "todos contra mí". Por otro lado, no deja de resultar entrañable la amabilidad con la que uno le llama al otro embobado y el otro le llama al uno borracho. Es una correspondencia que no hay por dónde cogerla y que uno no acaba de entender cómo no se da por acabada de un portazo en cualquier momento.

Ahora bien, hay veces que Roth puede incluso caerme simpático. Supongo que por los mismos motivos que Zweig: efectivamente es un borracho, efectivamente está enfermo y efectivamente está sin un duro. La persecución a los judíos ha llegado ya al punto en el que publicar y cobrar está cada vez más complicado y Roth se resiste a todo como gato panza arriba, a zarpazos. De su experiencia se deducen dos cosas hasta cierto punto compatibles: A) que los autores siempre han tendido a quejarse mucho y B) que los editores muestran una larga tradición de comportarse como miserables, razón por la cual, quizá, muchos de ellos siguen haciéndolo en nuestros días y lo ven como algo de lo más normal.

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Puedo entender que alguien piense que condenar públicamente un régimen extinto hace cuarenta y cuatro años no sea la labor fundamental de las cortes. Lo que me cuesta mucho entender es que, una vez que la cuestión llega a cortes y hay que pronunciarse al respecto, decidas abstenerte.

martes, noviembre 20, 2018

The White Album


 Lo que uno aprende con el tiempo es que no se puede escribir sobre cualquier cosa. Se puede, vaya, pero no siempre merece la pena. Parece sencillo pero no lo es tanto: por ejemplo, cuando Truman Capote publicó el adelanto de "Plegarias atendidas" en forma de roman-a-clef, todos sus amigos de la jet-set neoyorquina se vieron representados y decidieron hacerle el vacío, empezando por su adorada Jacqueline Kennedy Onassis. Él no dejaba de preguntarse, abatido y enfermo: "¿Con quién se creían que estaban hablando, no sabían que yo era escritor?".

No, hay gente que no quiere ser carne de relato, ni para bien ni para mal, y por eso prefiero no hablar del viernes, por mucho que me tiente, sino pasar directamente al sábado, a la fiebre repentina del Niño Bonito que no impide que acabe la noche en el Honky Tonk viendo a Beat, Beat Yeah! versionar el "White Album" de los Beatles.

El concierto es irregular y la sala es infame. Hablamos de un disco que nunca fue pensado para tocarlo en directo y los arreglos se hacen complicados, especialmente en materia vocal. Aparte, todo el mundo habla. Es un fenómeno que siempre me ha costado entender: pagar diez euros por hablar con un amigo a gritos mientras otra gente intenta cantar. Cuando los amigos en cuestión sobrepasan los 50, me parece delirante, sin más. Aun así, es un concierto que merece la pena en sí mismo porque alguien tiene que hacer estas cosas... esas son mis dos reglas de hoy: no se escribe sobre quien no quiere que escribas de él y sí se toca el disco blanco de los Beatles aunque solo sea para recordar lo maravilloso que es.

Porque el caso es que cincuenta años después no hay consenso en la materia. El propio José Manuel, cantante del grupo y fanático de los Beatles, me decía antes del concierto: "Hay un montón de truños en ese disco". No es nada nuevo, el propio Ringo Starr afirmaba algo parecido en "Anthology". Sin embargo, a mí me parece una obra maestra sin discusión. Una obra maestra en la que incluso sus dos peores canciones cumplen su cometido: "Ob-la-di Ob-la-da" es una fiesta en directo y "Revolution number nine" me tuvo acongojado de miedo cuando la escuché por primera vez en una cinta de mi madre a los once o doce años, no creo que muchos más.

Para mí, el White Album es, además, un período de mi vida. 1995-1996, aunque no solo. Desde que Pancho me compró el CD -no sé si por mi cumpleaños o por Navidad o porque le apetecía- hasta que T. decidió que no podíamos vivir instalados en "Yer Blues" o "I´m so tired". En medio, las Nocheviejas cantando "Martha my dear", los relatos titulados "Everybody´s got something to hide except for me and my monkey" (que es una frase con la que yo hubiera definido mi adolescencia, aunque fuera una frase muy equivocada), el vértigo de "Helter Skelter", incluso en la versión de U2, cuando Aitana me descubrió "Julia" y yo iba a casa de Gure solo para poner esa canción en vinilo, justo después de "Why don´t we do it on the road?" y un largo etcétera.

Sé que esto no es más que ahondar en el tópico y que nadie está obligado a que le gusten los Beatles, pero cuando se separaron de verdad, en 1969, Lennon y Ringo tenían 29 años, Paul tenía 27 y George andaba por los 26. Ya lo habían hecho todo. Yo, con 26, lo más a lo que aspiraba era a enviar cuentos a concursos y caminar con una amiga que acabaría siendo mi novia que acabaría siendo mi amiga por el barrio de Aluche durante horas para llegar al centro cultural del barrio de Latina. Claro que todo esto nos empieza a acercar peligrosamente al viernes y habíamos dicho que no, que los viernes se viven, no se escriben, así que aquí lo dejamos.

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Empiezo la correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig. Las cien primeras páginas, las anteriores a la llegada del nazismo al poder, reflejan un mundo frenético, por mucho que a ellos, hijos de José Francisco I, les resultara demasiado moderno. Es curioso cómo el cosmopolitismo impregna las cartas de Roth durante cuatro años -viajes constantes de Austria a Francia, de Francia a España, de España a Polonia, de Polonia a Alemania... como si todo fuera un único país- y de repente ese cosmopolitismo tan judío errante se convierte precisamente en una amenaza o, más bien, en un imposible.

En un abrir y cerrar de ojos, el mundo se hace diminuto. La nación se hace tribu y ellos son los extranjeros por definición y, también por definición, los apestados. Sus libros se queman, sus editoriales se niegan a seguir publicándoles, los anticipos desaparecen. De Zweig sabemos poco porque casi toda la correspondencia es en un solo sentido pero intuimos su estado de ánimo gracias a "El mundo de ayer". Zweig, el optimista, no se veía venir esto como sí se lo veía venir Arendt, la realista. De hecho, los treinta años aproximadamente que separan el temperamento del uno del de la otra parecen en ocasiones treinta lustros.

De Roth, hay momentos en los que sabemos incluso demasiado. Su obsesión por el dinero y su hipocondría. Su fervor marital y sus numerosas amantes, de todas las edades y nacionalidades, aunque preferiblemente francesas. Como amigo, no sé si es funesto pero agotador parece un rato. Por lo demás, no deja de ser curioso, en nuestros tiempos, la alegría con la que se habla de ejemplares vendidos. De acuerdo, son dos grandes de la primera mitad de siglo, pero causa cierta envidia ver su capacidad para encontrar lectores ávidos y comprometidos sin necesidad de recurrir a premios, malditismos, promociones absurdas y redes sociales. Hay en ellos, al menos en la intimidad, algo del Benno von Archimboldi de "2666". Tan alejados de la realidad que la realidad les pasó por encima.

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El Niño Bonito sigue con mocos.Para que se tranquilice, paso la noche en la cama de al lado. Por la mañana, yo no he pegado ojo y estoy intentando dormir sobre un elefante de peluche mientras él descansa plácidamente sobre dos almohadas y tiene su agüita a mano en la mesilla. Al despertar, sonríe y le digo: "¡Vaya noche me has dado!", a lo cuál él responde, extrañado, "¿de buena?" e inmediatamente se pone a cantar y a correr y a sacar todos los juguetes que aún no he tenido tiempo de recoger.

Aunque lo haré ahora mismo.

jueves, noviembre 15, 2018

Un especialito en el hospital de Villalba



Hubo momentos que no sé si merece la pena recordar, pero, en fin, ya que estamos... Por ejemplo, los siete días del hospital. Esa sensación de que han cambiado las reglas, de que ya el juego no te pertenece en absoluto. Cada mañana podía traer una sorpresa en la que tú no tenías arte ni parte, solo tu cuerpo. Las noches... creo que ya he hablado de las noches, así que mejor hablar de los días. Tenía un libro sobre Anquetil a mano, pero apenas leía, me faltaba concentración. Dedicaba las mañanas a esperar visitas y a devorar la programación matinal de verano de Telecinco, con sus tronistas y sus anuncios de crédito instantáneo.

Todo giraba, como es habitual, en torno a la visita del doctor. Era un hombre serio pero sensato. Resultado de la ecografía, resultado de la resonancia, resultado de los análisis... un día las cosas iban bien, pero, ¿el siguiente?, ¿qué garantía había? Las enfermeras y enfermeros eran un encanto. Muy jóvenes, probablemente de prácticas. Yo, ahí, era poco más que el número de mi habitación y el diagnóstico en su cuadernillo. Intentaba ser agradable, demostrarles que de alguna manera era especial, pero no lo conseguía. Un número y un diagnóstico y pocos matices.

Al tercer o cuarto día empecé a acostumbrarme. La enfermedad no era tan grave y las tardes se llenaban de visitas. Una vez, incluso, vino a verme mi hijo. Como no le dejaban subir a planta -tampoco habría sido una gran idea- bajé yo al vestíbulo después de prometer varias veces a la encargada que no me escaparía. Él estaba mosqueado porque tenía tres años pero no era idiota. No sé si verme con quince kilos menos, una vía en la mano y un pijama azul enorme como única ropa le ayudó a tranquilizarse. Jugamos un rato a echar carreras y le dejé ganar siempre. Por lo demás, me pareció que ponía una extraña distancia, casi instintiva.

A los cinco días me dieron el alta. Uno no se imagina hasta qué punto su ropa es su vida. Cuando llegué a casa, me pasé la mañana mareado. Mi mujer y mi hijo se habían ido a pasar el día fuera y ahí estaba yo, en la planta de arriba, muerto de miedo. No un miedo a morir, exactamente, sino miedo a volver. Es lo que tienen los diagnósticos difusos. Miedo, también, a dejar de depender de mí mismo, aunque fuera una semana. Un especialito entre tomas de temperatura. Un miedo natural pero algo absurdo, lo sé: todos volvemos y todos morimos, a menudo las dos cosas.

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También estuvo lo de la editorial T. La editorial que me llamó para un proyecto, que me felicitó mil veces, incluso en público, que me encargó tres traducciones y que decidió que no iba a pagarme la tercera porque no les gustaba. No solo porque no les gustaba sino porque yo había hecho todo mal a propósito, según la teoría de la editora, que no dejaba de ver "caballos de Troya" en lo que no eran más que malas interpretaciones o torpezas, sin más. Después de cuatro meses traduciendo y enviando religiosamente cada entrega en su plazo me encontré despedido, insultado y sin un duro. No solo eso, sino que además acusado de estafador.

La verdad es que ahora que lo pienso eso fue peor que lo del hospital y quizá lo del hospital fue una consecuencia, nunca lo sabremos. Los emails llenos de barbaridades, los mensajes de amigos llamando ladrón al atracado, los burofax sin contestar, los contratos sin validez alguna... Conseguí un abogado pero tardamos un año en recibir una respuesta. No digo ya una respuesta positiva sino una respuesta de algún tipo. El libro se publicó, por supuesto, con mi traducción al 95%, pero no se dignaron ni poner mi nombre como autor.

Un Titanic lleno de matones baratos, eso es la sub-industria editorial española.

Podría haberles acusado de plagio y podría haberles llevado a los tribunales por impago, pero todo eso costaba más de lo que podía ganar. Al final, una vez que la editora se hubo marchado a aguas más calientes, el director financiero aceptó pagarme la mitad de la traducción, es decir, más o menos, lo que me había gastado en el abogado. "Entiende que en esta editorial teníamos cosas más urgentes que llegar a un acuerdo por esto", me dijo, y todavía me ofreció seguir colaborando con ellos.

 Por entonces, yo ya estaba en otro proyecto con otra editorial, esta vez como escritor. Un proyecto que tenía muy buena pinta y que estaba acordado para su publicación en verano de 2018, pero no pudo ser, claro, porque ellos querían otro Anquetil y supongo que yo no soy Paul Fournel, así que lo más optimista es confiar en que se cumpla el nuevo acuerdo de sacarlo en 2020, aunque eso suponga reescribir el libro de nuevo. Dos libros y una traducción a cambio de quién sabe, ¿mil euros, con suerte? Y luego dicen que el pescado es caro.

martes, noviembre 13, 2018

Maravillas de la condición humana


De la exposición sobre Auschwitz en el Canal me quedo con pocas cosas. Pocas cosas nuevas, quiero decir. El horror es tal que resulta complicado cuantificarlo en metros cuadrados. El horror en cada pequeña y cada gran historia durante más de una década en más de media Europa. El horror en la muerte, el frío, la tortura, los niños gaseados, las vidas destrozadas, el exilio... pero sobre todo en la burocratización, los años y años de documentación del proceso, el afán por "superarse" de Höss y compañía, la larga cadena en la que nadie, absolutamente nadie, reconoce al otro como un ser humano.

Entre las muestras se encuentran un par de extractos de la entrevista de Günter Gauss a Hannah Arendt de 1964. En ambos se recrea en la incredulidad de la situación: "Teníamos enemigos, claro. Todo el mundo tiene enemigos, ¿por qué no nosotros? El problema fueron los amigos...". Exacto, lo que ella llama "la uniformización" y especialmente, pues es su caso, la uniformización en el ámbito intelectual. En pocas palabras, "el vacío" alrededor, una suerte de "cordón sanitario". En la entrevista, que, por supuesto, está en YouTube y merece una hora de su tiempo, deja claro que ella ya consideraba inevitable el ascenso de los nazis en 1931, así que nada de lo que pasó de 1933 en adelante la pilló desprevenida.

¿Nada? Bueno, nada salvo el horror, precisamente. Arendt no parece entender el horror -ella se fue en 1933, a las pocas semanas de la victoria electoral de Hitler y la quema del Reichstag, cuando el exilio aún era una opción si tenías los contactos adecuados- y es el gran abismo que le cuesta saltar. A diferencia de otras víctimas, Arendt era alemana, no ya en la acepción étnica o incluso nacional del término sino en la cultural: los que hicieron eso no dejaban de ser sus afines. Tal vez su interpretación de la actuación de Eichmann (su juicio y posterior reportaje datan de 1961) tenga que ver con eso, con un intento de justificar racionalmente a un igual. En Israel, desde luego, no se lo tomaron tan bien. Puede que incluso la palabra "funcionario" tenga sus límites de aplicación.

Cuando leí el libro de Arendt me convenció la tesis principal, pero ahora no lo veo tan claro. Quizá, insisto, desde el punto de vista racional, pero no desde el emotivo. En la entrevista con Gauss se entrevé algo místico de Arendt con la lengua alemana, a lo Heidegger. Un triunfo de "lo alemán" frente a los alemanes concretos. Arendt reconoce que, aunque viva en Estados Unidos y escriba en inglés, la "lengua materna" sigue siendo un consuelo, un hogar. "Heimat". Cuando apunta a culpables, apunta alto: los intelectuales, los que fabularon una narrativa racional en torno a Hitler y sus matones (el mismo Heidegger, aunque no lo nombre). Sin embargo, parece disculpar al "pueblo". Parece, insisto, aunque en sus libros se documenta muy bien hasta dónde puede llegar "el pueblo" cuando se le va la mano. Cuando se toca este tema, no está muy claro si Arendt amaga y no da o si da tantas veces que simplemente acaba agotada.

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Hay algo que me desagrada de "Cómo ser Bill Murray", el libro de Gavin Edwards y no es tanto el propio Bill Murray sino los intentos desesperados de Gavin Edwards por que Bill Murray nos caiga bien. Esa constante glorificación del soplapollismo con aires de evangelista: "Bill llegó y transformó la tranquila sala de espera en una fiesta maravillosa". Bien, que le pregunten a todo el mundo, a ver si está de acuerdo. Todo lo que se cuenta en el libro sobre Bill Murray es el catálogo del peterpanista: relaciones imposibles, gamberrismo caprichoso, pequeñas dosis de paternalismo y una ex mujer que le acusa de maltrato. Por lo demás, faltas continuas de profesionalidad excusadas por su carácter de "genio". También es cierto que ni la traducción ayuda ni el propio título en español, que se distancia demasiado del original "The Tao of Bill Murray", un título que en parte explicaría e incluso justificaría el tono pseudoreligioso.

No, no creo que haya nada de especial en la faceta "humana" de Bill Murray, que me interesa más bien poco. Otra cosa es el Bill Murray actor o el Bill Murray cómico, en general. Si él no se sabe cambiar el personaje al llegar a casa ya es asunto suyo. El Bill Murray cómico nos ha dejado momentos maravillosos, aunque es curioso cómo Edwards pasa por encima del que probablemente sea su mayor taquillazo: "Space Jam", con Michael Jordan recién regresado a las canchas de baloncesto tras la muerte de su padre. Si a Murray hay que quererle por su cinismo, me parece bien. Sin cinismo, no hay humor. Ahora bien, todo dentro del escenario, a ser posible. Fuera, como las personas mayores.

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Cuando le digo a la gente que me quiero quedar en Valdemoro, se extrañan de que me guste un sitio que está tan lejos de todo. ¡A estas alturas!

jueves, noviembre 08, 2018

Cajas de música difíciles de parar


Al rato de poner la canción, me doy cuenta del error. Un error didáctico y sobre todo un error personal. Son las seis de la tarde, la clase no ha ido bien y estoy en medio de una de mis crisis existenciales autocomplacientes. Mientras Madonna canta en la pantalla -recuerdo ese vídeo como uno de los primeros que vi, a los siete años, quizá junto al "Say, say, say" de Michael Jackson y Paul McCartney, cuando eran amigos- yo me siento completamente absurdo y frustrado. Nadie está aprendiendo nada. Nadie está mostrando la más mínima voluntad de aprender algo y ahí en medio quedo yo, el chico sin vocación, apoyado en una pared y revisando las imágenes de una infancia lejanísima.

Lo peor, con todo, es cuando llega el estribillo: "We are living in a material world, and I am a material girl". Me evado del vídeo, me evado de Madonna y el pensamiento se va al documental de Scorsese sobre George Harrison, que casi comparte título. Ser George Harrison. Haber sido George Harrison. Tener la más mínima esperanza de que en algún futuro uno pueda llegar a ser George Harrison. Se me ocurren cosas mejores pero no muchas. Nada de eso es posible ya. Ni ser George ni ser Ringo ni ser Neil Apinall, por poner un nombre.

No ser nada de lo que uno soñó ser. De lo que uno sigue convencido de que podría haber sido de haberle puesto más empeño, de haber tenido algo más de suerte, de haber sabido calmar el carácter cuando hizo falta, o al menos modularlo... Así, el chico que quería ser George Harrison se queda por un momento paralizado y con ganas de llorar mientras repasa la letra con sus alumnos, que apenas han entendido una palabra. No es culpa suya. El profesor va dando palos de ciego porque no sabe hacer otra cosa. Es lo que ha hecho toda su vida. Lo curioso, lo incomprensible, es que a algunos les siga atrayendo esa imagen de hombre perdido, tan perdido como si fuera un alumno más, y se queden ahí, esperando el siguiente disparate.

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Por la noche, nada más llegar a Madrid desde Valdemoro, me paso por Tipos Infames para la presentación del libro de Marcos Pereda. Llego tarde, por supuesto, pero me da tiempo a comprar algunos libros y unirme a la clásica procesión al bar. No conozco a nadie salvo a Marcos pero pronto la conversación se llena de nombres comunes, normalmente para criticarlos, porque es lo que se hace en estos casos. Se me ha pasado la angustia y estoy de relativo buen humor, pero prefiero no entrar en la carnicería porque veo todo eso como algo ajeno. Completamente ajeno. Me repito a mí mismo que ya no quiero estar ahí, que no quiero publicar en grandes periódicos ni en grandes editoriales, que estoy bien en mi perfil bajo, que sé que tengo el talento pero no el valor y no pasa nada, que los editores, las agentes, los críticos... son algo que prefiero reservar a los demás.

Obviamente, es una narrativa falsa, pero necesaria. Uno no puede estar a punto de derrumbarse por ser profesor de inglés en Valdemoro y a las tres horas suspirar de alivio porque es profesor de inglés en Valdemoro y no tiene que lidiar constantes batallas miserables de ego. El funcionariado, hasta cierto punto, te mantiene puro, y eso es más importante que la nómina a fin de mes, nada despreciable. En cualquier caso, es la narrativa que necesito en este momento y la pienso apurar al máximo hasta que se acabe esta crisis. Cuando teníamos veinte años temíamos la mediocridad. A los cuarenta, lo que da pánico es el fracaso. Ahora bien, ambos términos dependen de una valoración, sea externa o interna: sentirse un mediocre o sentirse un fracasado. Incluso, yendo más allá, pillarle el gustillo.

Yo, cualquiera que lea esto lo sabe, me siento ambas cosas. Mediocre cuando tuve que serlo y fracasado ahora que me toca por edad. Y en público finjo que me da igual y en privado -este blog, como buena muestra de fracaso, no lo lee nadie- reconozco que no, que me hiere, que me duele, que me agobia... y que, sobre todo, me bloquea. Que no tengo fuerzas ni ganas de revertir la situación. Cuando me despido de la Chica Contexto le digo que no volveré a publicar más. Luego le digo que es mentira, que algo más publicaré por una cuestión de ego, casi de ludopatía, como el que echa unas moneditas a la máquina del bar por si acaso.

Al fin y al cabo, yo he estado ahí, con todos: si sale Albert Espinosa en la tele, tengo mi anécdota con Albert. Si alguien hace una versión de Christina Rosenvinge, tengo mi anécdota con Christina. La mayoría de los que empiezan a copar halagos y premios en revistas y periódicos fueron compañeros de tertulia o de Facebook cuando eran tan desconocidos como yo. A mí me gustaría no sentir envidia y pensar que tengo lo otro, lo que tanto pedía en aquellos años: la chica, la estabilidad, el amor sin reservas. Pero no sé hasta qué punto esa no es otra narrativa y tampoco sé en qué lugar me deja.

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Lengua de Trapo me envía un ejemplar de "Cajas de música difíciles de parar", el libro sobre el disco de Nacho Vegas. Es todo un detalle porque de paso me envía además uno sobre Los Planetas. El origen de todo está algunos posts atrás, en el libro con portada de Vegas e interior de Morente. El libro está bien. Sobre todo Nacho está muy bien, muy comedido. Yo también tengo mis anécdotas con Nacho, por supuesto, más o menos de esa época, cuando se suponía que era un heroinómano, cocainómano y adicto al sexo. No sé, conmigo Nacho siempre fue un encanto. Comimos en un bareto cerca del Paseo de Rosales, hablamos de todo con una naturalidad tremenda y después le dedicó a Hache "Nuevos planes, idénticas estrategias" en lo que fue la única frase que pronunció en su concierto de Galileo.

Yo sé que el personaje público de Nacho puede caer mejor o peor. Yo creo que a mí me caería mal si no conociera hasta cierto punto el privado. Detrás de algunas bravuconadas, en el fondo no hay más que un Michi Panero que baja la mirada cuando habla de su padre, cigarrillo en la mano y farfulleo listo en la boca. No sé hace cuántos años que no le veo. No sé cuántos años hace que no veo a Albert o a Christina o incluso a Ray (la última vez fue en la Feria del Libro, los dos firmábamos en la misma caseta. Llegó una hora tarde apestando a alcohol, me dio un abrazo enorme y yo me sentí como un niño con superzings nuevos). Iba a decir "no sé si me importa" pero, a estas alturas del post, sería una tontería como un piano jugar a las ambigüedades.

martes, noviembre 06, 2018

Festival In-Edit Madrid 2018



En su documental sobre George Michael, George Michael insiste en la idea de que a George Michael habría que considerarle a la altura de Prince, Madonna o Michael Jackson como icono de los ochenta y parte de los noventa. Hay algo de exagerado en la premisa, lo que no quita para que "Freedom" sea una película muy necesaria y que George Michael, efectivamente, fuera uno de los más importantes músicos de pop y RnB de su época, probablemente subestimado por su pasado "boy band" y su incapacidad para encajar en el sistema.

Ahora bien, por mucho que se empeñe y por mucho que le avalen sus amigos -Stevie Wonder, Ricky Gervais... y Kate Moss-, el músico británico nunca estuvo a la altura de sus compañeros estadounidenses. Ni su carrera profesional dio para tanto ni su fama le persiguió por el mundo más allá de aquel glorioso 1987. "Wham!" fue un fenómeno puramente británico que alcanzó a parte del continente y todos sus discos a partir de "Older" (1993) estuvieron condenados casi a la irrelevancia salvo tres o cuatro singles y varios videoclips formidables.

Con todo, está bien que se recuerde lo que fueron esos años de 1987 a 1993. Que se recuerde incluso "Careless whisper" o "Last Christmas", ya puestos, excelentes canciones pop. Que se haga hincapié en lo que supuso "Faith" para una generación que no sé si es la mía pero se le acerca. Ver al chico de los pantalones cortos ajustados vestirse de rockero con una guitarra eléctrica y sumergirse en el universo estadounidense fue una auténtica sorpresa y la calidad de todo el disco está fuera de toda duda: hay espacio para el gamberrismo desafiante de "I want your sex" (especialmente la segunda parte, la que tiene al piano como protagonista), para el macarrismo de "Faith", para la condescendencia de "Father Figure", para el dramatismo romántico de "One more try" e incluso para el amago disco que es "Monkey" o la melancolía night-club de madrugada de "Kissing a fool".

El disco es tan completo que asusta. Los registros que alcanza musicalmente son tan variados que le valieron todo tipo de premios. No era un disco fácil, por mucho que ahora lo parezca. Las letras eran brillantes y ajustadas al tema: sociales cuando tenían que ser sociales ("Hand to mouth"), insinuantes cuando tenían que serlo y desgarradas cuando tocaba el turno. Su voz nunca sonó como en ese disco aunque ya se apreciara una tendencia al reverb que le acompañaría durante toda su carrera. Fue número uno en medio mundo y la gira, cortesía de Pepsi, le llevó incluso al otro medio.

Ahora bien, al margen de "Faith", la carrera de George Michael fue algo errática. No hubo un "Bad" que respaldara "Thriller", ni un "Purple Rain" que continuara "1999". "Listen without prejudice (vol. 1)" es un disco con demasiados altos y bajos. Tiene, por supuesto, la inmensa "Praying for time", que, como se dice en el documental, podría haber sido escrita por John Lennon, y la divertidísima "Freedom", donde quizá pretende anunciar su homosexualidad sin atreverse del todo. ¡Cómo olvidar el impacto que supuso ver a Linda Evangelista y compañía recitar la letra en el vídeo! En ese sentido, incluso antes de cumplir los treinta años, Michael ya había dado muestras de ser un artista vanguardista y rompedor... dentro de la industria de la que estamos hablando, por supuesto.

¿Qué pasó a partir de ahí? Ni se sabe bien ni se explica del todo en el documental: peleas con Sony, juicios, rescates de David Geffen, un disco ("Older") bastante peor de lo que su autor creía y a partir de ahí, éxitos puntuales junto a Queen o a Elton John y más portadas por sus escándalos que por su música. Cuando murió, en la nochebuena de 2016, murió como un músico menor, empeñado en rescatar su imagen mediante el citado documental que ahora sale a la luz. Si me parece injusto que se compare con Madonna, más injusto me parece condenarle a la mediocridad. La película pasa muy rápido por encima de muchas cosas -de entrada, los casi quince años de nula creatividad- pero al menos deja claro que aquel hombre era especial en muchos sentidos, tal vez demasiados.

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Por lo demás, mi experiencia en el Festival In-Edit se limita, desgraciadamente, solo a otras tres películas. El documental sobre M.I.A. me interesa mucho más cuando habla de sus inicios y su consagración con "Paper planes" que cuando habla sobre política. Sé que es un comentario frívolo pero es así. Sri Lanka me resulta demasiado ajeno como para involucrarme de lleno en el drama de la resistencia tamil. Sin embargo, Justine Frischmann me pilla a la vuelta de la esquina, con su gesto torcido en la boca, ya recuperada de la adicción a la heroína, discutiendo con Maya y reconociendo: "Ya sé que eres muy especial, ya sé que eres más especial que yo" y uno se puede imaginar a Justine repitiendo esas palabras a sus egocéntricos ex novios, al Brett Anderson o al Damon Albarn de turno.

"Studio 54" merece muchísimo la pena, hasta el punto de que se hace corto, como si hubiera demasiadas posibles ramificaciones como para centrar el documental solo en los años 1977 y 1978, los del apogeo y posterior caída de la mano de Steve Rubell e Ian Schruger. De entrada, está el contexto de los años setenta en Nueva York, que no es cualquier cosa: la decadencia, la pobreza extrema, la delincuencia salvaje, la subcultura que seguía ahí años después cuando Martin Scorsese decidió mofarse de ella en la mítica "Jo, qué noche". Luego, está la "jet set" de la época, esa extraña mezcla de Truman Capote en zapatillas de fieltro y Michael Jackson recién cumplidos los dieciocho. El auge de la cocaína frente a la heroína y el crack de los barrios pobres. La rebelión del travestismo y la homosexualidad, y la promiscuidad descarada en los tiempos anteriores al SIDA... el éxito y la borrachera de éxito y la cárcel y la redención... En realidad, si se piensa, "Studio 54" debería haber sido una serie de Netflix de diez episodios y no un documental de hora y media, pero solo por ver a Bill Murray darle paso a John Belushi en los orígenes de "Saturday Night Live" la experiencia ya merece la pena.

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No me gustó tanto "The King", el extraño documental sobre Elvis Presley, tan extraño que la Chica Diploma acabó durmiéndose en mi hombro. Ni se acaba de hablar por completo de Elvis ni acaba de quedar clara la metáfora constante con Estados Unidos entendido como imperio. Hay una línea que intenta hablar también de decadencia y de sobredosis y se entiende que esa sobredosis que acabará con América como los somníferos acabaron con Elvis será Donald Trump, pero no se llega a explicar del todo por qué ni cómo. Mucho Bernie Sanders y poca sustancia.

Tal vez  habría sido mejor quedarse de nuevo con la música, con lo improbable de Sun Records, con la mezcla de blues, rock and roll y country blanco que hay en esos primeros discos, con la influencia del "Coronel Parker" , las películas en Hawai, la mili en Alemania, las peleas con los Beatles. Uno espera aprender algo nuevo de una de las figuras clave en la música moderna del siglo XX y se encuentra con un director que reconoce varias veces a cámara que no tiene ni idea de qué hacer con lo que está grabando.

En cuanto a lo demás, como siempre, mucha oferta con muy buena pinta: el documental sobre Rubén Blades que pusieron un domingo a las cuatro de la tarde, hora algo imposible, la película sobre "Desolation Center", el "revival" de Burning y cuando Colomo les grabó cantándole a Carmen Maura lo de "¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?". En fin, horas y horas de cine que ya no se pueden dedicar en exclusiva como en 2004, cuando uno iba acreditado a ver películas sobre el festival de Monterrey o la música de Dusminguet. Con todo, es una gran noticia que el festival se haya vuelto a instalar en Madrid. Ojalá sea por muchos años.