miércoles, diciembre 19, 2018

This fire is in absolute control


Recuperé mi iPod. Creo que es el que me regaló Arantxa, hace unos diez años, pero no estoy seguro. Puede incluso que fuera el que me llevaba a San Sebastián en los viajes de tren de cinco horas. No sé. En cualquier caso, recuperé mi música. La sensación maravillosa de vivir en un vídeo-clip. Hay que aclarar que no es una experiencia completa: no es una experiencia 2005, por ejemplo. El placer sigue ahí, incluso la emoción al reencontrarse con el "Don´t tell me" de Madonna, con el "Kindergarten" de DNV o con cualquier canción de Hole o Veruca Salt. Lo que no está es la promesa, no sé si me explico.

A los veinte, a los treinta, la música tiene algo inmediato en los sentidos y en la cabeza. Eso me lo explicaba LC en su momento y a mí me daba una rabia enorme y le intentaba explicar que no, que mucho mejor escribir, aunque supiera que aquella defensa era una patraña. Yo, que soy un adicto a las drogas legales, no he probado jamás una ilegal y solo me podrían explicar los efectos de un tiro de cocaína comparándolo con canciones de Elástica. Supongo que a eso se refería LC: la inmediatez de la música, el disparo al cerebro. La posibilidad de abrir todas las puertas de la percepción abriendo un solo sentido.

Las canciones de aquella época no solo eran más o menos bonitas sino que, al oírlas, eran más o menos tú. Esas sensaciones son las que ya no pueden recuperarse. Por ejemplo, "Antes", de Jorge Drexler (como verán, mi gusto musical es bastante ecléctico), que durante años consideré una preciosa historia de amor y que ahora solo consigue ponerme la piel de gallina si la imagino como una canción de su padre a su hijo. Siempre llega un momento en el que la vida y la música se separan: hay pocas canciones sobre hijos y generalmente parecen hablar de otra cosa. Menos canciones aún sobre matrimonios, alquileres y repuestos para el coche. Esto no es culpa de nadie, simplemente es así.

En consecuencia, cuando me pongo los cascos -uno tiende a no sonar, pero eso ya pasaba antes- e intento caminar por la calle como Richard Ashcroft en "Bittersweet simphony" o recuerdo cuando gritaba enloquecido "This fire is out of control", queda una especie de pose estética pero que no va más allá: ya nunca iremos contracorriente siquiera en una avenida de Londres y este fuego está tan controlado que asusta. Aun así, permanece una sensación relajante. He comparado antes la música con la cocaína pero también puede ser un excelente ansiolítico. Algo que no solo te devuelva una imagen distinta de uno mismo sino que te permita olvidar quién eres durante tres, cuatro, cinco minutos. Y, de paso, quiénes son los demás.

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Terminé la correspondencia del matrimonio Zweig. Desolador derrumbamiento en los últimos cinco años. Interno y externo. Un precipicio sin fondo en el que Stefan por momentos se convierte en Josef Roth, agobiado por todo y buscando una solución apresurada a cada problema. Ese constante "necesito parar, necesito descansar" que también me ha acompañado a mí toda la vida. Cuando ya no puedes quedarte tan tranquilo y esperar que lleguen los cheques sino que tienes que ir a buscarlos tú, eterno extranjero, de conferencia en conferencia por un mundo que ya no reconoces.

En cualquier caso, sorprenden los restos de templanza. Roth era un alcohólico, no tenía límites en su prosa ni en sus reproches. Stefan es un caballero -o pretende serlo- incluso dentro de un caos que le llevaría al suicidio. Hay en él algo de Ned Flanders a punto de estallar en cualquier momento. Todos esos "te ruego", todas esas quejas sobre-explicadas, todas esas mentiras flagrantes... Zweig no queda demasiado bien en muchas de sus cartas y Friderike no queda mucho mejor, aunque al fin y al cabo, era ella la que sacrificaba su vida por el bienestar físico y mental de un mujeriego reconocido.

Ahora bien, lo interesante de la edición es justamente su epílogo, en el que descubrimos que a Friderike le entró el síndrome Förster-Nietzsche y decidió reajustar la historia a su medida: publicó una biografía sobre su ex-marido algo dudosa, editó su correspondencia omitiendo cartas e incluso cambiando las partes más comprometidas, es decir, las que hablaban de su nueva esposa, Lotte Altmann, con la que en apariencia le unía una relación al menos cordial, pues a menudo se enviaban saludos y felicitaciones con esa educación austrohúngara que preside todo el volumen.

Persiste, en todo caso, la desazón por el escritor perdido. En sus años más terribles y angustiosos, los de las redadas policiales en Salzburgo, los del exilio en Londres, los de la separación con su esposa o los del trasiego constante entre Brasil, Estados Unidos, Argentina... con los correspondientes papeleos y gestiones burocráticas, Zweig escribió la biografía de María Estuardo, la de Erasmo de Rotterdam, relató los conflictos entre Calvino y Castellio en Ginebra, se enfrascó en las aventuras de Americo Vespucio, añadió dos momentos estelares de la humanidad a su libro original, trabajó hasta el último aliento en la figura de Montaigne y aún tuvo tiempo de escribir su autobiografía, "El mundo de ayer" (por cierto, a Friderike no le gustó nada, sentía que, incluso muerto, seguía ninguneándola). Todo esto antes de envenenarse junto a Lotte al poco de cumplir los 60 años, convencido no tanto de que vivir en guerra no merecía la pena sino que la propia posguerra supondría un esfuerzo desmedido.

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La Chica Diploma decide ponerle al Niño Bonito un capítulo de "Érase una vez la vida" o "Érase una vez el cuerpo humano" o cómo se llame eso. Es una serie que funcionó con su prima Eva y así le tiene tranquilo un rato. A los cinco minutos, sin embargo, el niño aparece en la cocina haciendo pucheros y consternado: "Mamá, ¡somos monos!". No tiene cinco años y ya toca explicarle creacionismo los días pares y la teoría de la evolución los impares.

jueves, diciembre 13, 2018

El Niño Bonito y el Niño Jesús


Al Niño Bonito le gusta la Navidad. Se lo pregunto en el coche y dice que sí, convencido. Yo no lo tengo tan claro, pero no hemos venido aquí a hablar de mí.

¿O sí?

A mí, la Navidad me gustaba cuando era sinónimo de libertad, de ocio. Me gustaba cuando veía a todo el mundo de buen humor porque era algo probablemente falso pero agradable. Ahora me cuesta mucho más: yo no estoy de buen humor nunca, mi tiempo libre coincide milimétricamente con el de mi hijo y la libertad, por tanto, es algo bastante limitado.

Sin embargo, para él es un terreno desconocido y estéticamente bonito. El árbol de navidad con sus correspondientes bolas y estrellas. Yo tuve árbol de navidad en casa durante algún tiempo cuando era niño -y también me gustaba- pero ni me planteé volver a poner uno hasta que empecé a vivir con la Chica Diploma. Más que nada porque yo puedo disfrutar la Navidad como celebración social pero no creo en ninguno de sus símbolos, así que, ¿qué sentido tendría recrearlos?

La Chica Diploma, que tampoco es que sea una creyente enfervorecida, sí tiene ese punto tradicionalista o nostálgico, si se quiere: le gusta que haya un árbol, le gusta poner las tarjetas de felicitación a la vista, le gusta poner un belén aunque sea un belén algo desorganizado... Esa fue su infancia y se resiste a abandonarla, cosa que me parece muy lógica. El belén, como digo, es mejorable. Para empezar, a Baltasar se le ha roto una pierna y aún no se la hemos pegado así que se pasa el día tumbado sobre la mesa, claro, y al Niño Bonito le da por señalarle y decir: "Está durmiendo la siesta".

En cualquier caso, su figura favorita es la del Niño Jesús. Siente verdadera fascinación por el personaje, especialmente desde que un taxista le regaló una estampita que él entendió inmediatamente como una foto que probaba sin lugar a dudas su existencia. Cuando habla del Niño Jesús -cuando repite lo que le han dicho sobre el Niño Jesús- habla de alguien que no se sabe si está vivo o muerto pero que cuida a los niños y les procura dulces sueños. ¿Cómo no creer en algo así? ¿Cómo no decirle que sí, que tiene razón, que el Niño Jesús está en el cielo (yo diría que vivo, o más bien resucitado, pero mis conocimientos de teología no dan para saber si se puede asimilar al Crucificado con el bebé redentor) y que le va a cuidar siempre.

No es que le anime a creerlo pero desde luego no le desanimo. La fe es algo envidiable y si va a ser más feliz, bienvenido sea. Si puede ser de todos los equipos, ¿por qué no va a estar a tiempo de ser de todas las religiones? El otro día, por ejemplo, intenté explicarle que, como el Niño está en el cielo, es imposible saber si existe o no. "Que nos lo diga tu papá o la abuela Cuca", me dijo, todo convencido. "Ellos están en el cielo también, así que nos pueden llamar y que nos lo digan". Cuando le expliqué que era complicado llevarse un móvil al cielo, encontró una solución más práctica: que lo escriban en un papel y nos lo tiren. Y ahí fue cuando el filósofo racionalista ya dejó de luchar y se entregó sin más al convencimiento ajeno.

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Estoy con la correspondencia entre Stefan Zweig y su esposa, Friederike. Relación extraña, ya desde el principio. Una mujer melancólica con un hombre hiperactivo. La razón por la que hay miles de cartas de Stefan Zweig en distintos archivos se debe, básicamente, a que nunca estaba en casa. Su agenda de viajes es realmente agotadora y representa precisamente esa libertad que para él era "el mundo de ayer", cuando aún no era "un judío" sino "un intelectual" o incluso "un humanista": de Salzburgo a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a París, de París a la Toscana, de la Toscana a Budapest y así sucesivamente...

Es un modelo de pareja, en cualquier caso, que no me gusta. Es lógico porque es un modelo de pareja de hace cien años. Se pasan las cartas pegándose hostias verbales y repartiéndose reproches... y eso que aún no he llegado a la parte dura, la de los años 30, la persecución y el divorcio. Ella está frustrada porque lleva una vida que no le gusta. Hay algo de Madame Bovary en el personaje. Algo de cualquier ser humano con dos dedos de frente, por otro lado: se pasa el día sin hacer nada, ordenando correspondencia ajena y cuidando a las dos hijas de su primer matrimonio mientras el otro se pasa el día de punta a punta del continente en plan "hoy he comido con Rolland, hoy he cenado con Freud, hoy he desayunado con Thomas Mann...".

Friederike soñaba con ser una gran escritora pero nunca tuvo el tiempo ni el apoyo para serlo. No sé si soñaba con ser Stefan Zweig pero sí al menos con que Stefan Zweig viera en ella a una igual y no a una taquigrafista. Por otro lado, Zweig no se corta a la hora de relatar su líbido e insinuar sus consecuencias. En demasiadas ocasiones, no parece necesario ni parece una broma que los dos acepten de igual manera. Ahí vuelven entonces los reproches y el mal rollo, un mal rollo que, sorprendentemente -hoy día, muchas de esas cartas derivarían en un divorcio inmediato- parece desaparecer en el siguiente párrafo demostrando una encomiable educación austro-húngara.

En cualquier caso, ya digo, me cuesta entender una vida marital en la que los esposos, en rigor, no comparten nada. Me parece triste. Si en la correspondencia con Roth estaba claro quién era el perdido, aquí la cosa está más competida: el niño de 50 años que se regodea en su burbuja hasta que esta dramáticamente explota o la contenida realista siempre a punto de romper la cuerda. Dos situaciones realmente desagradables.

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Hay algo impostado en los anuncios de niños de diez años hablando entusiasmados sobre Luke Skywalker y la Estrella de la Muerte. Como si los de mi generación nos pusiéramos a jugar al Lego Bismarck y recreáramos absortos la guerra francoprusiana de 1870.

miércoles, diciembre 12, 2018

Ni feo, ni fuerte y como mucho formal


 Hay cosas que yo solo puedo hablar con mujeres. Cosas que solo puedo decir a mujeres aunque eso no quita que también las sienta hacia determinados hombres. Decir, por ejemplo, a las cinco de la mañana de un viernes: "Necesito que subas a casa, necesito que me escuches". Pensar, por ejemplo, camino de la Escuela: "Necesito que vuelvas, necesito que me salves", sin que eso roce siquiera el concepto de la sexualidad ni en rigor el de la infidelidad porque, ya digo, también los hombres podrían salvarme, también podrían escucharme... solo que yo no soy capaz de pedírselo nunca.

Mi amistad con el género masculino ha de ser cínica, distante y abandonada o no ser en absoluto. Eso, obviamente, es un problema. Algo más que un problema: una desgracia. Soy capaz de dejar que una amistad se marchite solo por no ponerle trabas, por no dejar las cosas claras. La cantidad de "mejores amigos" que he ido perdiendo con el tiempo es inagotable. No así la de "mejores amigas" que, hasta cierto punto, se han ido acumulando, lo que en algún momento supongo que dio lugar a muchos equívocos, propios y ajenos.

En el fondo, es algo que me desgarra. Puede que no haya que ser un gran psicoanalista para entender que yo tuve que asumir la marcha de mi padre desde los cuatro años mientras mi madre y mi abuela me "salvaban" día a día de cualquier problema. Puede también que eso no lo explique todo y que haya vida más allá de Freud. Inés decía que cuando estaba con chicas me comportaba de forma distinta, y con eso ella quería decir "artificial" y probablemente "agotadoramente seductora". Nunca supe si era verdad. Tampoco supe si eso la incluía a ella o no. Lo cierto es que, entre hombres, siempre me sentí un bicho raro así que es más probable lo contrario: que forzara la pose en su presencia: el más divertido, el mejor colega... una pose que nunca duraba mucho porque lo que hay es lo que hay.

Del mismo modo, diría que el reproche masculino me duele pero no me mata. El reproche femenino, sí. O casi. Hay algo de irracional en el hombre que no consigo asimilar y que de alguna manera doy por hecho. No lucho contra ello. Me temo que esto pueda ser una cuestión genética: mi hijo solo se relaciona con niñas. Tampoco percibo un esfuerzo exagerado en seducirlas así que entiendo que simplemente forman parte de su zona de comfort. Que ahí, en ese grupo, se siente seguro, en casa. Quizá algún día él mismo se haga una reflexión de este tipo y decida culparme a mí de todo. No sé, ahora mismo, de hecho, si hay alguien que me salva de cualquier abismo es él. Cuando llego y le abrazo y por un momento consigo olvidarlo todo y que nada importe.

Mujeres y niños, en definitiva. Como todo buen naufragio.

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Publicitan una película llamada "Viudas". El cartel está formado íntegramente por actrices, lo que debería de ser una buena noticia de género. Sin embargo, no están ahí como mujeres sino como compañeras de hombres. El título lo deja bien claro desde el principio. No es una historia de un grupo de mujeres que hacen algo de valor por propia iniciativa -quizá la productora pensó que eso reduciría su público objetivo- sino la de un grupo de mujeres a las que les falta algo y de alguna manera tienen que sustituirlo.

Cuando me relacionaba más con la industria del cine, al menos español, era demasiado obvio que todos los papeles femeninos estaban incompletos: la novia de, la madre de, la hermana de, la hija de. No podría decir si esto ha cambiado mucho o no porque con no liarme explicando el "past perfect" ahora mismo tengo más que suficiente. En cualquier caso, era una pena. El volumen de grandes actores masculinos en aquella época era enorme. El de grandes actrices era directamente descomunal.

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Disclaimer: yo también escribí y dirigí un corto y puse a un hombre como protagonista de un mundo en el que las mujeres giraban alrededor de él. Una magnífica oportunidad para desperdiciar el enorme talento de Guadalupe Lancho, ni más ni menos.

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En el éxito de VoX hay mucho de exaltación y, por lo que leo, esa exaltación tiene mucho que ver con el "caso Dani Mateo" en el que, en un sketch televisivo, un personaje llamado Dani Mateo e interpretado por un actor llamado Dani Mateo estornudaba y utilizaba -accidentalmente en la ficción, de ahí la ironía- una bandera española para sonarse los mocos. Al parecer, eso ofendió a mucha gente. A tanta que ahí está Dani esperando que el juez le diga que hacen con él. De todo lo absurdo de este caso, no deja de chocarme que no sean capaces de distinguir entre persona y personaje. Un actor que comete una barbaridad en pantalla no es un bárbaro. Lo próximo sería que la fiscalía llame a Christophe Waltz por antisemitismo o a Clint Eastwood por brutalidad policial.

En cualquier caso, si nos vamos al acto humorístico como tal, no veo nada que no sea opinable. Puedo imaginar perfectamente un sketch de los Monty Python en el que uno de los personajes haga exactamente lo mismo y no descarto incluso que se pueda encontrar fácilmente en algún "Flying Circus". El intransigente que se tiende a sí mismo una trampa accidental cometiendo un acto que va en contra de las ideas que defiende a ultranza. No digo con ello que sea un buen sketch o un buen chiste. En realidad me es indiferente. Lo que me extraña es el escándalo incluo fuera del ámbito VoX. Si eso lo hace Graham Chapman o John Cleese y luego pone cara de irritación culpable moviendo la cabeza en todas las direcciones mientras suenan las risas enlatadas, a todos nos parecería divertidísimo.

O no, pero en ningún caso escandaloso.

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Disclaimer (II): Habrá quien diga: "¡Estás comparando a Dani Mateo con los Monty Python!" añadiendo más indignación al asunto. Sí, lo estoy haciendo. Lo está haciendo él, vaya, y con él toda su generación. Puede que parte de sus referentes en el terreno del monólogo sean los cómicos estadounidenses de los 80 y los 90... pero el humor absurdo de los gags viene directamente de lo Python. Con mayor o menor éxito, por supuesto. Dani es mi amigo pero no es Michael Palin. No creo que también se vaya a ofender él también por eso. Estoy convencido de que él piensa algo parecido: "Guille es mi amigo pero no es Roberto Bolaño".

martes, diciembre 04, 2018

Cómo decirte, cómo contarte...


Yo estuve en el concierto original del Teatro Salamanca. No me pidan demasiados detalles porque tenía ocho años y me quedé dormido en el hombro de una mujer que no era mi abuela. Las cámaras así lo prueban porque a mí, al menos, no me censuraron. Del sabinismo ochentero tengo en general vagos recuerdos: veia a Sabina principalmente como un amigo más de la familia. Alguien que venía a casa de vez en cuando, que comía con nosotros y que se ganaba bien la vida tocando canciones que a veces, incluso, me dedicaba en los conciertos.

Los datos concretos, por supuesto, se me escapan y quedan fogonazos de memoria incierta: mi tío con una camiseta del Estudiantes, la copia Beta del concierto con su numeración original, sin editar, el hormigueo contagioso de estar ante algo realmente grande, como se comprobaría un par de años después con "Hotel, dulce hotel", aquel disco formidable en el que intentaron que un grupo de niños hiciéramos los coros de "Cuernos, cuernos, cuernos" sin saber dónde se metían.

A partir de ahí, ya sí entendí la diferencia entre el Joaquín persona y el Sabina personaje. No en toda su
extensión, por supuesto, pero al menos en parte: las fiestas post-concierto en Las Ventas, a las que siempre estábamos invitados, las noches en el Elígeme de las que solo queda la perplejidad, la lenta ascensión en la lista de ventas del citado "Hotel, dulce hotel" y después de "Mentiras piadosas". Las grabaciones a las que no solo podía ir sino que podía incluso llevar amigos sin que fuera un drama. Algo parecido a un hogar.

Quizá por eso el concierto "revival" de Galileo del pasado jueves tuviera tanto peso emocional. No solo por los recuerdos de unos tiempos definitivamente más felices en demasiados sentidos sino por el hecho simple de que, ahora, entiendo las canciones, entiendo el genio, entiendo el estado de gracia en el que vivía aquel Sabina de finales de los 70 y principios de los 80, el desgarro del "canallita". De pronto, alguna noche, te pasan calidad y de repente... El entusiasmo, en definitiva. Un entusiasmo desbordante. Años después, durante la grabación de "Física y Química" me preguntaron qué me parecía "La canción de las noches perdidas". Quizá ni siquiera me lo preguntaron sino que yo solté que no me gustaba con mi arrogancia tradicional. Mi tío y mi madre contestaron a la vez: "Eso es porque aún no la entiendes". No quise creerles.

De la actuación en sí, me gustaría destacar la felicidad en el rostro de Manolo Rodríguez. Quizá también en el de Paco Beneyto, pero Paco tiene una facilidad insólita para sonreír constantemente, para que su cara sea una linterna constante. Gente a la que envidiar. Gente feliz, disfrutando de lo que hacen como si volvieran a tener veinticinco años y volvieran a cumplir su sueño. Manolo no solo es un guitarrista sobresaliente sino que fue un compositor de primera, a menudo ninguneado. Paco nunca ha dejado de luchar por hacerse un hueco donde le han dejado y nunca ha dejado de cumplir. De Javi no se sabe nada. A ver, se sabe algo pero no lo voy a contar yo por aquí. Si hubiera que diferenciar lo "viceversa" de lo "sabinero", ellos serían los mejores referentes. Si hubiera que diferenciarlos, digo, porque la verdad es que yo, con ese Sabina pletórico siempre me sentí bastante a gusto.

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El aniversario de la muerte de George Harrison trajo consigo el habitual número de halagos y documentales recocinados. Sigo teniendo problemas con George, la verdad. No puedo negar su facilidad, no puedo dejar de admirar "While my guitar gently weeps" o, sobre todo, "Blue Jay Way" entre muchas otras. Con todo, a veces pienso si realmente fue para tanto, al menos como compositor. Obviando el plagio descarado de "My sweet lord" -en 1975, un muy cabreado John Lennon dejaba claro que sí, que era un plagio con todas las letras, corroborando lo establecido en los tribunales-, sus canciones tienen un punto apresurado, demasiado facilón.

No pasaría nada si él mismo no se hubiera empeñado en considerarse a la altura de Lennon y McCartney, probablemente peores músicos -o peores intérpretes- que él, pero compositores y arreglistas descomunales. Su atormentamiento constante me abruma. Una incapacidad para la felicidad tremebunda, incluso teniendo todo al alcance de su mano, incluyendo a los Monty Python, que no es poca cosa. Las imágenes que quedan de él son las de un chico que a los 25 años ya parecía tener 35 y que a los 35 parecía a punto de jubilarse. No es de extrañar, en ese sentido, su admiración irredenta por Roy Orbison, para quien prácticamente creó los Travelling Wilburys.

De hecho, mientras escribo este post tengo de fondo "While my guitar..." y esa retahila de ripios rimando "sleeping" con "sweeping", etcétera, y sigo advirtiendo un exceso de sencillez. Una música maravillosa con una letra poco trabajada. Solo que, ay, yo me casé al ritmo de "Here comes the sun" y no me imagino canción más bonita en el mundo entero y solo por eso ya le quiero y supongo que es nuestro George y que hay que quererle siempre.

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Chicos atormentados: a la salida del concierto de Viceversa, varias caras conocidas me animan a que siga escribiendo porque tengo un talento descomunal. No puedo evitar una mueca de incredulidad. Me agrada, por supuesto, pero no es ya que no quiera creerlo (falsa modestia) sino que me resulta increíble en sentido estricto: alguien que a los 41 años no ha sido capaz de demostrar nada no merece mucho más que el calificativo de fracasado.

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Seguir "Operación Triunfo" me resulta abrumador. Un grupo de chicos y chicas claramente sobreexcitados que tienen una semana para aprender a cantar dos minutos de canción y que solo con no desafinar -algo que no siempre ocurre- les quieren hacer creer que son artistas de tomo y lomo. Lo dice alguien que pone en cuestión a George Harrison, así que imaginen mis problemas con Famous. Con todo, el programa merece la pena solo por leer la reseña del día siguiente en El País, firmada cada semana por Juan Sanguino, un hombre cuya facilidad para la cultura pop y la ironía mezclada con el verdadero interés me provocan una envidia descomunal.

lunes, diciembre 03, 2018

El mundo de ayer


La buena noticia es que Europa -iba a decir Occidente pero me ha parecido un pleonasmo- ha estado sin matarse setenta y cinco años. La tarea era tan improbable que no se había producido nunca antes en la Historia. Setenta y cinco años de paz, de tratados, de reconciliación entre enemigos acérrimos y de tolerancia e incluso empatía con respecto al otro. Setenta y cinco años que incluyeron en su tramo final incluso la supresión de las fronteras, la concesión de no sentirte extranjero allá donde fueras, e incluso la creación de una moneda común para reforzar los vínculos.

La mala noticia es que eso se va a acabar. Muy pronto. Se va a acabar porque a algunos no les gusta y porque a otros siempre les ha parecido insuficiente. Siempre han sospechado. Los adalides de la paz ideal a menudo han piado contra la paz real como si la dieran por hecho. Y no. La paz se basa en la aceptación legal y moral del otro, en considerar inimaginable que haya que matar al divergente para conseguir afirmar ninguna idea propia. El mejor ejemplo es que allí donde eso se ha producido, no ha habido duda en llamar "terrorismo" a esas acciones, incluso "terrorismo de estado" si era el gobernante el que se saltaba la ley.

La ley. A eso quería llegar yo. Estos setenta y cinco años han sido los años de esplendor de la ley basada en los valores ilustrados. Años que han acabado con totalitarismos y con nostalgias. Años en los que el nacionalismo ha jugado un papel francamente residual aunque a menudo violento. Una ley para proteger a las minorías y para asegurar la igualdad de oportunidades. Una ley que viene de arriba a abajo, es decir, dictada por las élites para la obediencia más o menos complaciente de las masas. A los franceses les dijeron que tenían que perdonar y perdonaron. A los ingleses les explicaron que había que olvidar los bombardeos y los olvidaron. A los alemanes les dejaron claro que ese perdón y ese olvido solo dependía de que abandonaran su unilateralismo supremacista y lo abandonaron, convirtiéndose en el socio por excelencia de todo su entorno.

¿Fue lo más "justo"? Puede que no. Los "justos", que decía Camus, siempre consideraron que aquello se quedaba corto. Demasiados nazis en las calles e incluso en las administraciones -cierto-, demasiadas compensaciones sin recibir, demasiado hambre propio para ayudar a los culpables a remontar el vuelo. Pero era eso o matarse en otros quince años y esa gente ya se había matado dos veces en treinta y no estaba por la labor. Eligieron la paz, quizá imperfecta, la del pacto y la cesión. No funcionó mal y cuando funcionó mal siempre se podía echar la culpa a Estados Unidos de todo y respirar orgullosos.

En España sucedió algo parecido. Lo llamamos "transición". Consistía en que los que tenían el poder lo cedían de forma pacífica -algo insólito también en este país- y reconocían como iguales a los adversarios políticos a los que habían perseguido, encarcelado, torturado y ejecutado durante cuarenta años. No solo reconocían sus derechos sino que se obligaban a sí mismos a la obligación de obedecerles si estos llegaban al poder, como sucedió a los pocos años. A cambio, los perseguidos renunciaban a la venganza. A cualquier tipo de venganza. Eso implicaba un olvido aún mayor que el europeo porque los asesinos y sus cómplices seguían ahí, paseando por las mismas calles de los mismos pueblos, sin responsabilidad alguna que depurar, sin explicaciones que dar al respecto.

A nuestros padres, a nuestros abuelos... les pareció bien. Y les pareció bien porque no querían volver a matarse. De nuevo, el practicismo tan mal visto en nuestros días de inmediatez y redes sociales. Europa y España apostaron durante décadas por el "progreso": construir un estado de derecho con base social, ampliar las prestaciones de desempleo, educación y sanidad. Invertir en ciencia, en investigación, en todo aquello que pudiera hacer nuestra vida (y la de nuestros vecinos) mejor. Se creó la cultura popular global, es decir, iconos reconocibles en todos los países y que de alguna manera servían para unirnos en comunidades apátridas. Se mejoró, se ahuyentó el fantasma de la guerra y el enfrentamiento y cuando aparecieron problemas puntuales -la inmigración postcolonial. por ejemplo-, se intentó, con mayor o menor éxito, buscar una solución sensata, equilibrada y racional.

Durante 75 años, Europa fue el espacio de la racionalidad, del debate en torno a ideas reconocibles aunque a menudo enfrentadas. Cada vez queda menos de eso. Aquí y en Estados Unidos. Con la llegada de VoX al parlamento andaluz se habla mucho del fascismo, pero VoX no es un movimiento fascista -Abascal detesta el "estatalismo"- sino ultraconservador, a la manera de la alt-right mundial. VoX es la réplica española de Bannon, Le Pen, Farage, Salvini, Orban y compañía. Gente asentada en el odio y en la mentira. Gente con la que es imposible dialogar en términos sensatos y que de hecho odian la sensatez, que apelan solo a los intestinos y encima a los intestinos patrios. Gente que no tiene adversarios sino enemigos y que los tiene por todos lados o, si no, los inventa.

Mucha gente ha comparado el éxito de VoX con el de Podemos. Entiendo la asimilación hasta cierto punto. A mí no me gusta nada Podemos y no me gusta nada precisamente por su parte irracional, la que comparte con VoX: el antieuropeísmo, la antiglobalización, la concepción del "pueblo" como algo anterior y superior a la ciudadanía y por lo tanto a la ley. Con todo, no consigo que me dé el mismo miedo un partido que pide una renta básica general -por económicamente disparatado que eso pueda ser- que un partido que habla de reconquistas, que tiene a los inmigrantes por ladrones, que repudia el matrimonio homosexual desde el punto de vista legal y moral y que pretende penalizar el aborto. Pero esta es una opinión puramente personal, por supuesto.

Yo crecí en el Madrid de los noventa. No era un Madrid fácil. Los años de los Ultras Sur y del Frente Atlético; de los apuñalamientos, de las pintadas contra negros, rojos y maricones. Los años en los que tener un amigo de otro color era exponerte al peligro -y ser el amigo de otro color, ya ni te digo-. Fueron los años en los que Bases Autónomas y su legión de skinheads campaban a sus anchas por Moncloa o por Malasaña haciendo "redadas de cerdos" al modo SA en los años veinte y principios de los treinta. Cómo desapareció eso, no lo sé, pero de repente un día ya no estaban. Supongo que tendrían que ver las campañas de sensibilización de los gobiernos de González y Aznar o al menos el acuerdo común del resto de la ciudadanía de que aquello era saltarse una línea sagrada de convivencia.

No sé qué pasará ahora. Ni en Europa ni en España. No sé qué le espera a mi hijo. No sé si él tendrá un gobierno que le defienda de esos excesos o uno que los abrace "sin complejos", como defendía hoy Javier Maroto en el programa de Carlos Alsina. El mismo que se casó con su pareja aprovechando la regulación socialista del matrimonio homosexual. Da la sensación de que el principal problema de los resultados de VoX es el efecto contagio, un efecto que ya existía antes de las elecciones: la lucha de PP y Ciudadanos por competir por ese electorado contando las mismas mentiras sobre inmigración y delincuencia, las bases clásicas de todo pogromo.

No sé cuánto tardarán en reaparecer los skinheads ante la llamada a obviar los complejos. No sé qué futuro legal le espera a mis amigas lesbianas casadas. En el colegio de mi hijo, al ser internacional, hay multitud de negros, hindúes, asiáticos... por supuesto, son negros, hindúes y asiaticos ricos, lo que en principio debería protegerles de alguna manera... pero cuando tengan diez, quince, veinte años, lo que los animales verán no será a un rico sino a un negro. Un enemigo. No sé si mi hijo se pondrá de su lado o preferirá mirar hacia otro. En realidad, la "batalla" de la que tanto se habla es esa: ¿estaremos con ellos o mantendremos tranquilos nuestros privilegios sin meternos en líos? Es la pregunta en Estados Unidos, es la pregunta en Europa Central, es la pregunta en la Europa mediterránea, ha sido la pregunta en el País Vasco y en Cataluña durante décadas y es la pregunta ahora en el resto de España, porque si VoX ha sacado doce escaños en Andalucía, donde no existía, ¿cuántos sacará en Madrid, en Castilla y León, en Murcia...?

El problema, en cualquier caso y como decía antes, no es VoX, ni siquiera es la alt-right globalizada. El problema está en la masa que ya se ha cansado de obedecer. Que se ha cansado de escuchar. Que se ha cansado de pensar. La masa que consume mensajes y opiniones de ciento cincuenta caracteres. El pensamiento reducido al aquí y ahora. En los últimos años se ha celebrado mucho ese "empoderamiento" del pueblo pero eso nunca ha llevado a nada bueno. Ayer, en La Sexta, un tertuliano hablaba de que este país necesitaba una "catarsis" y supongo que entre eso y "un nuevo amanecer" no hay tanta diferencia. Si los extremismos funcionan no es porque se retroalimenten el uno al otro sino porque hay una base previa de electores deseando llegar al extremo. Electores que no saben lo que es la paz porque no saben lo que es la guerra. Que no entienden de equilibrios porque siempre han saltado con red.

José Ortega y Gasset escribió "La rebelión de las masas" entre 1929 y 1930. Es un libro maravilloso y de plena actualidad. Lo que vino de 1930 en adelante lo sabemos todos. Zweig hablaba con nostalgia de "el mundo de ayer", el previo a la masacre de 1914 con sus elegantes costumbres. Entre 1870 y 1914, los europeos habían conseguido también dejar de matarse o al menos matarse lo menos posible. Ahora, nosotros somos Zweig y somos Ortega y, como a ellos, no se nos escuchará porque aquí ya nadie escucha y si alguien pretende hablar o razonar, se convierte no ya en un "intelectual" sino en un "periolisto" al que acribillar en Twitter. Estamos más cerca y más lejos que nunca. Los últimos cinco años no nos han dado ni un solo motivo para ser optimistas.