viernes, octubre 25, 2013

Cuando Ravanelli hizo añicos la libreta de Van Gaal


La primera señal de alarma debió haber saltado en el partido de ida de semifinales contra el Panathinaikos. Aquello estaba programado para ser un paseo rumbo a la segunda final consecutiva del Ajax de Amsterdam y se convirtió en una de las grandes sorpresas de los últimos años, mayor sorpresa aún que cuando ese mismo grupo de veinteañeros le ganó al Milan de Capello la final el año anterior. Aquel Panathinaikos sólido, noventero, sin concesiones, se plantó en Amsterdam, paró a los Litmanen y compañía y se llevó un 0-1 que en cualquier otra circunstancia le habría colocado como favorito para pasar a la final de la Champions League, un hecho que no se producía desde 1973, precisamente ante el Ajax de Cruyff.

Solo que, como es habitual en los equipos campeones y más aún en los equipos campeones con una estética y una narrativa detrás, esos equipos que más parecen un «Reich de los mil años» que un club de fútbol, la señal de alarma se tomó como un anecdótico toque de atención, una combinación de errores improbables y mala suerte acumulada. Aquel equipo era el mejor del mundo y llevaba dos años enteros siéndolo, sin matices. La culminación del juego holandés de precisión de los setenta y ochenta junto a la potencia y la presión italianas de los noventa. Un zumbido de jugadores que corrían hacia arriba, hacia abajo… y que todo lo que hacían, lo hacían con sentido.

Uno sabe que un equipo funciona cuando sus jugadores más vulgares parecen estrellas. Parte del error que asoló al fútbol europeo después —y en eso destacó el Barcelona— fue pensar que bastaba con llevarse a los individuos sueltos por millones de euros para repetir los triunfos del colectivo. Error. Van Gaal había engrasado una máquina casi perfecta, sin fisuras: una suerte de 3-4-3 que se reconvertía en 4-3-3 según Danny Blind o Frank de Boer quisieran iniciar el ataque unos metros más adelante, algo parecido a lo que Koeman hacía con Cruyff.

Los laterales eran torpes pero voluntariosos y buenos defensores: Reiziger y Bogarde. En medio, como queda dicho, cerraban el mayor de los De Boer y Blind. Por delante, Davids cubría la baja de Rijkaard, otro de esos jugadores multiusos, campeón de Europa el año anterior ocupando una posición que podría ser a la vez la de «libre» y «medio centro defensivo». A su derecha ya no estaba Seedorf, el primero en iniciar el éxodo a tierras latinas, vendido por una millonada a la pujante Sampdoria, sino Ronald De Boer, el gemelo pequeño.

Por delante, un cuadrado mágico: Jari Litmanen jugaba de media punta con llegada, el verdadero goleador del equipo; Patrick Kluivert o Nwanko Kanu en el puesto de nueve fijo que baja el balón y reorganiza el ataque con un toque atrás. Un vértice, más que un delantero. Lo que Guardiola pretendió que fuera Ibrahimovic hasta que el sueco decidió sobreactuar su papel de excéntrico. Por las bandas, extremos puros, de los pocos que quedaban en Europa después de demasiados años de defensas cerradas y delanteros tanque, Marc Overmars y George Finidi, con presencias esporádicas de Musampa, Wooters o el jovencísimo Babangida.

Ninguno era un «galáctico», ninguno era desequilibrante por sí mismo —quizás Overmars fuera el más talentoso, aunque las rodillas le traicionaran con una frecuencia desoladora—, pero el conjunto era arrollador: en la primera ronda se pasearon en el Bernabéu de manera insultante, un 0-2 que bien pudo ser 0-5. Aquel triunfo hizo más por la reputación del Ajax en España que la Champions del año anterior, más aún cuando se vio reforzada por una nueva doble exhibición ante el Borussia de Dortmund en cuartos de final, justo después de la devastadora lesión de Overmars, que colocó a Musampa en su lugar, sin el mismo éxito, desde luego.


En liga, el equipo se aproximaba a su cuarta liga consecutiva. En Europa, aparte del Panathinaikos, sus rivales eran la muy limitada Juventus y el sorprendente Nantes francés. ¿Quién podría evitar el doblete?

Sigue leyendo de manera totalmente gratuita el artículo sobre la final Juventus-Ajax de 1996 y el gol de Ravanelli en la revista JotDown.

miércoles, octubre 16, 2013

Andrés Montes como modo de vida


Cuando me recuperé de la ruptura con T. -me tomó unos diez meses, puede que un año- me dio por decir que nunca volvería a salir con una chica que no supiera qué era "el club de se dejaba llevar". Era una manera como otra cualquiera de decir "mi reino no es de este mundo", uno de los ataques recurrentes de estupendismo que me dan de vez en cuando y que en aquel momento tenían que ver con un cierto vitalismo, una especie de "aquí se está bien y si alguien quiere entrar va a tener que acertar muchos enigmas".

Eran días raros, como todo día que merezca la pena. Los Lakers ganaban anillos y mi hermano y yo repetíamos todas las coletillas de Andrés Montes, absolutamente todas. La magia de Andrés era la magia de los perdedores y de eso se dio cuenta pasados unos años. Si he de ser sincero, al principio me resultaba insoportable y eso que yo ya le escuchaba en la radio, junto a Siro López, cuando el Barcelona de Aíto sufría por esas canchas holandesas en las Copas de Europa de los años ochenta. En la radio, Montes era pasable, en televisión era un histrión. Luego le pasó algo parecido en La Sexta pero afortunadamente a mí el fútbol por entonces no me gustaba tanto.

Cuando se calmó, cuando se dio cuenta de que no tenía que agradar a nadie, que le bastaba con ser como era, Montes ganó mucho porque dejó de ser un comentarista para convertirse en un modo de vida. Montes era ese gesto de la "cuesta de los elefantes" con los socios cabeceando y diciendo "este Atleti...". En ello influyó mucho Antoni Daimiel, por supuesto, que sabía manejarle y darle el contrapunto a la perfección. En mi opinión, el mejor Montes no se entiende sin Daimiel porque Daimiel le daba conversación cuando era necesario, le permitía las bromas, se las devolvía, mitigaba la locura y a la vez la gestionaba hacia algo más humano.

Montes y Daimiel se convirtieron en humanos, no en expertos, y de hecho cuando se ponían con el libro gordo de Petete resultaban un poco irritantes porque a nosotros los Warriors y los Sixers nos habían empezado a dar un poco igual y nos interesaba qué demonios había pasado en el verano del 99, qué había que hacer para abandonar el Calabassas Club o por qué el talento estaba bajo sospecha. Entiendo que para muchos resultara molesto, incluso agotador, porque hay gente que se levanta de madrugada o se acuesta de madrugada porque le gusta el baloncesto y no quieren saber si el comentarista liga mucho o poco... pero a nosotros la realidad nos estorbaba como de alguna manera parecía estorbarles a aquellos dos locos, esa pareja en la que uno parecía dirigir al otro cuando en realidad era al revés.

Por lo demás, mi época de estupendismo montesiano culminó una noche de sábado en la que convencí a la Chica Ratón para que se viniera a casa a ver una película y cuando acabó no se me ocurrió otra que ponerle un Lakers-Sixers grabado y explicarle quién era "Memorias de África" Mutombo. A la Chica Ratón le había costado bastante decidirse a venir ya de entrada porque sabía lo que le esperaba y esas son las decisiones que no salen en las películas, las pequeñas decisiones que forman relaciones y vidas. Lo que no comprendo es cómo no salió huyendo después de eso. No sé si algún día supo qué era "el club de se dejaba llevar" pero le hacía gracia que imitara a aquel personaje de gafas redondas y pajarita.

Andrés Montes me hacía un tipo gracioso y eso se lo agradeceré siempre. Nos convirtió a todos en una panda de locos y fue precioso. Una locura con su propio lenguaje y su vocabulario exclusivo, es decir, una secta. Y aquel hombre improbable, como sumo sacerdote.

lunes, octubre 14, 2013

¿Por qué se hunde el cine en España?



Hace menos de un mes el Renoir Cuatro Caminos, uno de los cines en versión original más emblemáticos de Madrid, cerraba sus salas con un sobrio anuncio que se venía mascando desde hacía tiempo. Muchos hemos ido a ese cine, en sesiones de tarde, noche y madrugada, y muchos hemos disfrutado como enanos de todo tipo de películas que marcaron nuestra adolescencia y nuestra juventud, lo que podía apuntar a una nostálgica movilización para al menos despedir las salas como se merecían. No fue así: dos días después del cierre, un periódico publicaba un reportaje fotográfico centrado en aquel último día, concretamente en el último pase, y cifraba la asistencia en unas pocas decenas de personas, no más.

El hecho es bastante sintomático: no solo el cierre sino la apatía absoluta ante el cierre, que me incluye a mí también porque no recuerdo qué hice esa noche pero seguramente me quedaría con mi mujer viendo algo en la tele o leyendo algún artículo en Internet. Puede que cosas peores. El problema tiene muchas caras y responsables y matices que habría que atender, pero al final si el cine en España se hunde —y no digo el cine español sino el cine, en general- es simplemente porque la gente no va a las salas. No va cuando la entrada cuesta 9 euros, no va cuando hay planes de fidelización que dejan la entrada a 5 y no va cuando salen promociones desesperadas de dos por uno o de tres euros por entrada.

Lo fácil es echarle la culpa a Montoro. Digo que es fácil porque además él lo pone sencillísimo con ese desprecio con el que habla siempre de la cultura, como si fuera Millán Astray en una conferencia de Unamuno. Montoro es un indocumentado, que diría aquél, que no sabe lo que dice cuando habla del cine en España y eso es grave porque es el encargado de gestionar el dinero en este país —un saludo para el señor De Guindos y si alguien le ve por algún lado, que avise- así que si todo lo hace con esa agudeza estamos apañados.

Por supuesto, el aumento del IVA ha supuesto la puntilla para una industria que ya agonizaba de mucho antes y que no ha encontrado métodos para revitalizarse igual que pasó en su momento con la música y pasará dentro de nada con la edición. El problema no es de calidad, como dice nuestro ministro, porque las películas españolas a veces son muy malas y a veces son muy buenas y a veces aburren y otras, apasionan, es decir, como cualquier película en cualquier lugar del mundo. El hecho de que los mismos que hacen películas de cine sean los que hacen series de televisión y esas series triunfen con cierta frecuencia ya da idea de que no es un problema de falta de talento. El talento está ahí, son los espectadores los que fluctúan.

La bestia negra del cine —y no solo del cine- es Internet. Y no estoy hablando de la piratería, que es un debate que está ahí y que tiene su importancia, sino de la propia existencia de Internet y de cómo eso ha cambiado nuestras vidas, ofreciéndonos muchos más contenidos de ocio de los que podríamos asimilar en varios siglos. Internet ha arrasado porque prácticamente todo está ahí de manera legal o ilegal. La oferta es exagerada y demasiado potente como para que se pueda competir en condiciones dignas. Además, los contenidos, en su mayoría, son gratuitos... y no nos engañemos, la comodidad del salón, el escritorio, la soledad del hogar son factores a tener en cuenta para mucha gente.

Eso se une a otra circunstancia puramente española: la incapacidad de hacer cosas en solitario. Sí, hay gente que va sola al cine. Yo voy solo al cine y me encanta, por ejemplo, pero lo cierto es que normalmente el cine —que es una actividad solitaria, por mucho que derive luego en la típica cena con coloquio- se vive en España como una experiencia grupal. El típico “quedar para ir al cine”. Por razones que desconozco, esto está perdiéndose. El solitario se queda viendo series o navegando con su ordenador y el grupal, especialmente entre los jóvenes, prefiere hacer cualquier otra cosa... salvo que en salas haya una película de sus ídolos de televisión, un “fenómeno fan” que, salvo excepciones y mal que bien, sigue funcionando.

En definitiva, la caída del cine, la caída del valor de la cultura hasta algo prácticamente molesto, es consecuencia de una sociedad mucho más banal, no ya en su totalidad, sino desde luego en sus elites y sus clases medias, que se han vuelto marcadamente perezosas. Ir al cine no es una obligación moral y ese es un error en el que cae a menudo la industria, lo que la hace particularmente antipática a ojos de demasiados clientes potenciales: ese empeño en que el cine es necesario, debe estudiarse, debe patrocinarse y es una actividad digna y moral que redime a la sociedad de su estulticia.


No, no es nada de eso. Pero es divertido y estimulante. Una sociedad con una buena industria de cine puede no ser indispensable pero desde luego es preferible. Montoros aparte, la solución está en nosotros. En mí y en los que me estén leyendo. No tiene que suponer una obligación sino un pasatiempo. Dejen el ordenador y vayan a ver si echan algo que les guste en algún lado. Tiene que haberlo. Si lo encuentran y lo pueden pagar vayan antes de que llegue el derrumbamiento final.

Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial dentro de la sección "La zona sucia"

miércoles, octubre 09, 2013

Encuentros en la realidad


A mí la realidad, en general, no se me da demasiado bien. Esto es algo relativamente reciente, es decir, que va empeorando con los años. Por eso mismo, intento esquivarla siempre que puedo y afortunadamente he vivido en un tiempo que me permite hacerlo con frecuencia y perderme en aplicaciones de Facebook, redes sociales, partidos del Barcelona por satélite y una esposa fantástica que hace que me sienta en casa en cualquier lugar donde esté ella.

Solo que ella no puede estar siempre conmigo porque entonces no sería una esposa sino una canguro y estaría bonito pedir algo así a los 36 años, así que, a veces, no queda más remedio de salir ahí y enfrentarse a un día de actos sociales, de viejos mundos que amenazan a los nuevos y nuevos mundos que aún están por construir, pequeñas Estrellas de la Muerte continuamente en obras. Una vida en andamios. Lo primero es un paseo hasta los cines Ideal para ver "Rush". Puede que haya que ser muy friqui del deporte para ir a las 17,15 de un martes a un cine para ver una película sobre Niki Lauda y James Hunt, pero es que yo soy muy friqui.

Además, tengo la esperanza de estar solo, es decir, de rodear de nuevo a la realidad y sorprenderla por la espalda. Una sala a oscuras, vacía, en silencio, me traslada a las sesiones de casi madrugada de festivales imposibles y me hace sentirme más joven, que diría mi psicólogo. El sueño se cumple a la mitad: en la sala somos ocho, que a mí me parece una barbaridad porque me estoy acostumbrando a pases en los que vamos la Chica Diploma y yo y los taquilleros se ponen en fila a aplaudirnos. Aun así, ocho no son muchos y la película está francamente bien. "Correcta" sería el término adecuado, un trabajo limpio y entretenido que dura dos horas y pico y se hace corto. Contar bien una historia, ese es el principio de todo. Y luego vamos inventando.

El problema es que al salir del cine me enfrento con problemas de agenda y con dos invitaciones a presentaciones de libro. Todos los que leen este blog saben que odio las presentaciones de libros y cualquier acto literario. No sé por qué pero las odio. No debería tener sentido porque están llenas de gente con la que me tomaría encantado un café en cualquier momento o a la que llevaría a ver "Rush" a las 17,15 de un martes si se dejaran pero así, en grupo, me siento sobrepasado. El viejo mundo por todos lados: Nacho Vigalondo por la calle Carretas abrazándome y llamándome "Bret Easton Ellis", la calle Mesoneros Romanos acechando a la derecha y la FNAC Callao esperando a la izquierda, los chicos del taller, Elvira, Miguel, Marina, Juan, Nano, David, Ernesto... todos escoltando a una Lara nerviosa, claramente nerviosa mientras Felipe Benítez Reyes desgrana "Por si se apaga la luz" a un ritmo lento, quizá demasiado.

Con todo, el nerviosismo de Lara no es nada comparable al mío, que estoy en la otra punta de la sala, es decir, pegado a la pared de atrás, como el típico asocial de clase de instituto. Pose de repetidor con gafas de pasta. Un sinsentido. Me prometo esperar hasta que Lara hable y cuando empieza a hablar me despido muy amablemente de Miguel, pido cita para un café tranquilo -porque ya hemos dicho que cafés tranquilos, sí; presentaciones, regular- y salgo rumbo a Tipos Infames, hablando con mi tío por teléfono, cruzándome con Borja Cobeaga, con Carmelo Gómez, con toda la industria cultural malasañera que sale o entra de los Lara, del Microteatro, o que simplemente pasea por la Corredera Baja de San Pablo como los burgueses paseaban por Vetusta, un poco por necesidad, un poco por dejarse ver.

Y yo, con mis dudas habituales, ¿quiero que me vean o quiero pasar desapercibido?, ¿y cómo puedo hacer todas las cosas que quiero hacer, que son muchas, pasando desapercibido, sin ayuda?, ¿cómo se escribe sin editores ni lectores? Cuando llego a la presentación de la novela de Eduardo Lago, la librería está hasta arriba, tan hasta arriba que hago algo muy propio: me meto en el Lozano a tomarme un bocata de tortilla. Dejemos algo claro: tenía hambre. Sin el hambre no habría habido Lozano. Eso no quiere decir que la estampa no me gustara estéticamente: Lago, Vicent, Trueba, Loriga... todos metidos en la librería riendo y pasando un buen rato y yo en el bar grasiento de enfrente tomando un bocata.

Creo que esa es exactamente la imagen que tengo de mí mismo y eso no quiere decir en absoluto que esté cómodo con ella ni que no quiera cambiarla. Solo que no sé cómo.

En fin, que la presentación acaba y yo me siento abrumado ante tanta gente a la que admiro y que me gustaría que me conocieran, claro que sí, pero que me gustaría que me conocieran por algo y no solo por "estar ahí" -"show off", dicen los ingleses, que saben más de estas cosas- y ante la imposibilidad de que ahora mismo nadie me conozca por nada que merezca demasiado la pena, pues prefiero no molestar, quedarme con mis primos, quedarme con mis tíos, algo de charla con Pepe Lasaga y mantener el tono bajo, el que me lleva a un bar en la calle Madera o alrededores esperando a que mi esposa me recoja con su coche y me lleve a casa tranquilo, donde las series, las redes sociales, las aplicaciones de Facebook...

Estoy tan acelerado que me acaba preguntando: "¿Y por qué no te has quedado más tiempo y luego volvías tranquilamente en un taxi?" y yo me lío a dar explicaciones cuando en realidad podría haberlo resumido en dos palabras: "Hace frío". Y ella, seguro, me habría entendido perfectamente.

martes, octubre 08, 2013

El hombre con el que nadie contaba: John Paxson


La eliminatoria ha vuelto a Phoenix. Los Bulls llevan todo el año así, un poco jugando al ratón y al gato: ahora me alcanzas, ahora me escapo. Sufrían como perros contra los Knicks en la final de conferencia, con un 2-0 en contra y unas sensaciones horrorosas, y a la semana la cosa ya estaba 2-4, billete asegurado para jugarse contra Charles Barkley la final de la NBA, su tercera consecutiva, la oportunidad de ser el primer equipo desde los Minneapolis Lakers y los Boston Celtics en ganar tres anillos de campeón en tres años.
Magic Johnson no pudo hacerlo. Kareem Abdul-Jabbar no pudo hacerlo. Larry Bird ganó tres en toda su carrera, nunca, por supuesto, consecutivos.

Ese es el reto que tiene ante sí toda una generación de jugadores que empezaron con Doug Collins a finales de los 80 y se asentaron con Phil Jackson a principios de los 90. Una generación de jugadores que poco a poco van llegando a los treinta años con lo que eso implica: mayor madurez en su juego pero la necesidad imperante de gestionar los esfuerzos: el verano anterior, Jordan y Pippen se han pasado meses con el Dream Team de gira en vez de descansar y preparar la temporada. Bill Cartwright ha estado casi todo el año lesionado y Horace Grant ya parece buscar un sitio donde le traten y le paguen mejor. El eterno agraviado.

Junto a ellos, los jornaleros de la gloria, esos jugadores que no pueden faltar en ningún equipo de Phil Jackson: el veterano base suplente John Paxson, el flamante base titular B.J. Armstrong, el pivot fajador Will Perdue, el siempre sólido Scott Williams y el bala perdida de Stacey King, figura universitaria que nunca llegará a más que a «tipo que hace vestuario» en la NBA. Ellos cinco, más las tres estrellas, más el entrenador, son los que quedan de aquel primer anillo ganado en el Forum de Inglewood en la misma cara de Jack Nicholson, el canto del cisne de unos Lakers que perderían a Magic por el SIDA apenas unos meses más tarde.

Ocho jugadores que aguantan tres años y aguantan ganando es algo de lo más inusual en la NBA y por eso pasan cosas como estas: pierdes la ventaja campo por una liga regular decepcionante, llegas a la final a base de talento… y cuando parece que está todo hecho y has ganado los dos primeros partidos en Phoenix, vas y pierdes dos de tres en tu Chicago Stadium para darle emoción a la historia. Uno de ellos, para añadir más dramatismo, después de tres prórrogas, el que hubiera puesto el casi definitivo 3-0 en el marcador.
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El hambre de una manada de lobos solitarios

En definitiva, como decía al principio, la eliminatoria ha vuelto a Phoenix, que lleva muchos años sin verse en una de estas, exactamente desde 1976, cuando otra triple prórroga en el Boston Garden y un poco de magia de John Havlicek dejaron al equipo de Paul Westphal y compañía a un paso del primer campeonato para una franquicia por entonces joven. Diecisiete años después, ahí sigue Westphal pero esta vez como entrenador y si algo se puede decir de sus Suns es que tienen hambre. Un hambre brutal. Un hambre de sesenta y dos victorias y solo veinte derrotas y contraataques constantes, triples imposibles, un juego veloz marcado por el espídico Kevin Johnson, que con los años acabaría como alcalde de Sacramento.

Es el hambre de un grupo de hombres que no están acostumbrados a la gloria, es decir, que no son los Chicago Bulls. Jugadores que se han tenido que ganar el respeto tras años y años en la liga como Danny Ainge, que han vivido con el peso de la final olímpica perdida en Seúl como Dan Majerle, que han recurrido a concursos menores para asomarse a Sports Illustrated como Richard Dumas o Cedric Ceballos… y sobre todo el hambre de dos campeones que nunca han llegado a serlo: Tom Chambers, estrella en Seattle, ya en sus treinta y muchos, con un papel residual en el equipo y sobre todos ellos Charles Barkley, el tipo que siempre estuvo «a punto de»… A punto de ser elegido por Bobby Knight para jugar los Juegos Olímpicos de 1984, a punto de ser el máximo anotador de la temporada en varias ocasiones, a punto de ser el mejor jugador de la liga sin llegar siquiera a los dos metros…

El hambre de Barkley es insaciable y la temporada de los Phoenix Suns no se entiende sin él. El paso por el Dream Team le ha venido de maravilla. Todo el mundo está de acuerdo en que fue el mejor dentro de la pista aparte de ser el más carismático fuera de ella. Por una vez el patito feo se sintió un cisne y le gustó. Harto de ser un perdedor en los Philadelphia 76ers, incapaz de continuar el legado de los Cheeks, Julius Erving o Moses Malone, con los que llegó a coincidir muy brevemente al principio de su carrera, Barkley había forzado su fichaje por los Suns para buscar por fin el anillo que le era esquivo. El resultado no podía haber sido mejor: MVP de la temporada dentro del mejor equipo de la liga.

Lejos quedan las polémicas, como cuando tras perder un partido en el último segundo, dijo a la prensa que lo que le apetecía era llegar a casa y pegarle una buena paliza a su mujer o como cuando tras ser expulsado por faltas de un partido le dijo al árbitro en cuestión: «¿Crees que esta gente ha pagado la entrada para verle a él?», refiriéndose al compañero de equipo que le sustituía. Barkley ahora no solo presume de hambre sino de madurez, y ahí está, a dos partidos de su primer título, los dos en casa, ante su público.

Sin embargo, si hay un equipo al que «el Gordo» no da miedo alguno es a los Chicago Bulls. Tiene sentido: Jordan le tiene comida la moral. Le ha vencido varias veces en la Conferencia Este, le ha superado como anotador y como estrella individual. Cuando los dos parecían condenados a ser primadonnas sin premio colectivo, Michael se ha puesto a ganar títulos como loco. Puede que alguien quiera ser como Charles, eso nadie lo duda, pero desde luego los niños lo que cantan es el «I wanna be like Mike» que les repite Nike cada cuatro anuncios.

Para los Bulls, Barkley es lo que Jordan era para los Pistons: un perdedor, un tipo predecible. De hecho, Phil Jackson apenas le presta atención y se centra más en parar como sea a Kevin Johnson y mitigar los daños que pueda causar Dan Majerle en ataque. El objetivo no es Barkley sino encerrar a los bases de Phoenix en esa tala de araña que tejen los brazos de Jordan y Pippen con las ayudas de Grant tras bloqueo. Parar el ritmo. Bajar la anotación. Llevar el partido al ritmo de las finales, donde los niños, dice el tópico, no pueden seguir el ritmo de los hombres.

La táctica tiene éxito a medias porque si no los Suns no estarían aún vivos y coleando: la anotación supera con creces los 100 puntos en casi todos los partidos y Barkley, sin ser del todo decisivo, presenta unos números impecables: 28,6 puntos, 12,2 rebotes y 4,8 asistencias por partido, aunque con unos porcentajes mejorables. Enfrente, Michael Jordan viene de tres exhibiciones majestuosas ante su público: 44 puntos en el tercer partido, 55 en el cuarto, y otros 41 en el quinto. Dos de los tres han acabado en derrota y no es casualidad: cuando el partido se convierte en una demostración individual —y así fue durante muchos años— lo normal es que el equipo pierda. Si los Bulls han aprendido a ganar y a ganar casi siempre es porque juegan en equipo, porque mezclan el uno contra uno con lo que Tex Winter y Phil Jackson han dado en llamar «el triángulo ofensivo» o «ataque de triple poste», una táctica algo confusa que solo ellos parecen entender de verdad, que, de hecho, a ellos les parece sencillísima, pero que en su sencillez esconde tal variedad de opciones que a los ojos del espectador es difícil buscar patrones.

Así que, en resumen, y tras cinco partidos, Jordan le va ganando el pulso a Barkley, pero esto no es un duelo entre dos sino entre diez y la ciudad de Phoenix se engalana para albergar el sexto encuentro con la esperanza de que la cancha vuelva a ser el fortín que fue durante la liga y no el coladero que viene siendo a lo largo de los play-offs. Los analistas coinciden en que los Suns son mejor equipo. También coinciden en que acabarán perdiendo. Sir Charles no está de acuerdo. Tras sobrevivir al quinto partido en Chicago, lo tiene claro: «Dios quiere que ganemos un campeonato del mundo». Jordan es más práctico: cuando se sube al autobús que lleva al equipo al America West Arena, lo hace con un puro de 30 centímetros entre los labios y saluda a todo el mundo de esta manera: «Hola, campeones, vamos a patear unos cuantos culos en Phoenix».

Puedes leer el resto del artículo sobre las finales NBA de 1993 entre Chicago Bulls y Phoenix Suns de manera totalmente gratuita en la revista JotDown

lunes, octubre 07, 2013

Rajoy debería saber que los españoles no votan con el bolsillo


Una de las leyendas que se extendieron durante los años noventa y buena parte de la primera década de este siglo era la de que el español votaba con el bolsillo, una manera de decir que, mientras la economía fuera bien, lo demás importaba lo justo. No sé de dónde vino esa creencia ni si tuvo algo que ver con el “Es la economía, estúpido” de la campaña de Bill Clinton en 1992, pero lo cierto es que no se basaba en dato empírico alguno: puede que la economía fuera un desastre en 1982, pero pensar que la hecatombe de UCD se debió a eso y no a su propia descomposición, el auge del terrorismo, la inseguridad ciudadana y el sentimiento de que el país estaba preparado para un cambio de caras no vinculadas al aparato franquista es simplificar todo un poco.

Las mayores muestras de que, al español, el bolsillo le aprieta pero no le ahoga el voto se dieron algo después: en 1993, los datos macroeconómicos de España eran un desastre y ganó el partido del gobierno; en 1996, parecía que el país se recuperaba... y ganó la oposición. Nada comparado a lo que sucedió en 2004, cuando la economía iba viento en popa en pleno esplendor de la burbuja inmobiliaria, el paro andaba por los suelos, los bancos daban crédito a cualquiera que se acercara... y el PP de Mariano Rajoy pasó de gobernar con mayoría absoluta a perder las elecciones.

Sí, claro, en medio estuvo el 11-M. En medio siempre hay algo y las razones a veces son unas y a veces son otras; a veces nos gustan y a veces, no, pero a lo que voy es a que la mayoría de votantes van o vuelven a las urnas, se deciden por un partido o por otro según parámetros de confianza de los que la economía no es sino uno más y a lo que se ve, ni mucho menos el más importante.

Por eso mismo, se entiende mal la polémica que el propio Rajoy ha creado con sus confusas declaraciones en Tokio presumiendo de sueldos bajos y mano de obra barata en España como incentivo para invertir en el país. Se entiende mal porque los sueldos bajos son para sus votantes y la mano de obra barata, de nuevo, son sus posibles electores. Debería entender que no sirve de nada tener unos datos macroeconómicos maravillosos si la microeconomía no funciona, es decir, si el ciudadano no siente que esas mejorías le afectan en su vida diaria.

El problema del paro es un problema de precariedad y no solo laboral, sino social. El ciudadano se siente excluido de la maquinaria, incluso culpable. Presumir de que la gente está tan desesperada que trabaja por cualquier cosa que le echen —un saludo al señor Adelson- puede que esté bien en las grandes reuniones de mandamases pero en público suena algo sucio, con un punto desesperado y de burla. No es cuestión de que mucha gente trabaje a mogollón sino de que lo hagan en las mejores condiciones posibles para desarrollar su capacidad y ayudar así a la empresa privada y al país a lsair del agujero.

No es de extrañar, en cualquier caso, que los políticos confundan cantidad y calidad tan a menudo. De hecho, el bipartidismo se basa en un concepto de calidad: nuestros votos valen más que los de las terceras opciones, salvo en aquellas circunscripciones donde las terceras opciones somos nosotros. Un dato al respecto: en las citadas elecciones de 2004, el PP consiguió 9.763.144 votos y aun así quedó a casi cinco puntos del PSOE de Zapatero. Siete años después, Rajoy logró 10.866.566 papeletas y logró la mayoría absoluta. Solo un millón de votos más supuso un 7% de incremento en porcentaje de voto y el paso de la nada al todo.

¿La razón? Obviamente, hay que encontrarla en los ciudadanos que no votaron, que votaron a terceras opciones como IU y UPyD o que prefirieron a partidos que intuían que no iban a obtener representación parlamentaria. Muchos, de hecho, votaron en blanco o nulo, hasta 650.000 españoles, que ya hay que estar cabreado para acercarse un domingo al colegio electoral de turno solamente para sabotear tu propio voto.

En resumen, la macroeconomía ayuda mucho a la propaganda y, ojo, la propaganda ayuda mucho a ganar elecciones... pero no a cualquier precio. Si el precio a pagar es el desprecio al ciudadano, el endurecimiento de sus condiciones laborales y el alejamiento de más gente del sistema, nos acercaremos a escenarios parecidos a los de Italia o Grecia, es decir, elecciones en las que todo es posible, porque la gente está tan desesperada que lo mismo te vota a Beppe Grillo que a Aurora Dorada y a ver qué pasa. La mano de obra barata es lo que tiene, que no le queda mucho que perder.

Bueno es que el paro baje o que no suba demasiado y muy bueno que las previsiones de crecimiento se revisen al alza, pero, ya lo sabe el propio Rajoy en sus carnes, si el ciudadano siente que te estás burlando de él, te quita la confianza. Tenga razón o no, que de eso la estadística y los escrutinios no entienden nada


Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"