martes, marzo 24, 2020

A fragile piece of porcelain


El vecino de abajo juega al ajedrez por teléfono. En una casa en silencio, retumban sus movimientos verbales. Alfil a G7 y cosas así. Tiene una voz potente y sus partidas duran horas, único sonido en todo el edificio por las mañanas. Por la tarde, el teléfono suena de nuevo (hay otro teléfono, un móvil que vibra, que de vez en cuando nos avisa de algo pero no sabemos desde dónde) y él vuelve a una partida que más parece un monólogo. Durante días, pensé que era una extraña locución de un documental de animales.

A las 19.58, el patio interior irrumpe en aplausos. Es así en todas las ciudades y al parecer la explicación está en la electricidad: los relojes vinculados a una red eléctrica (el del microondas, por ejemplo, el de la nevera, supongo que el de la televisión...) viven dos minutos por detrás del tiempo de los móviles y los relojes de pulsera. Así, dos o tres vecinos ansiosos empiezan el estruendo con sus vivas y los demás, perplejos, somos demasiado tímidos para andarles explicando física en estos momentos tan complicados. Todo un país con decalaje, todo un país tomado por sorpresa. Obviamente, en consecuencia, a las 20.03 se acaba la tregua.

¿Y qué pasa después? Después salgo a la compra y a tirar la basura en medio de un domingo noche. El Dia está cerrado pero los contenedores abiertos. Demasiado abiertos, diría, casi desvalijados. En la calle, los aplausos duran más que en los patios interiores porque tienen más incentivos (o más móviles). Un grupo de chicas adolescentes se reúnen en el portal de su casa y continúan con el jolgorio de forma obviamente artificial. En los balcones, empieza a sonar el himno de España entre vítores. El mundo de dentro y el mundo de fuera y sus abismos. A la hora, suenan cacerolas. Luego, de nuevo, silencio. Torre a A5. Poco más.

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El comentario decía algo así como "perdona, pero creo que tienes la piel muy fina". Exacto, ese es el asunto: que Guille tiene la piel muy fina, que los que conocen a Guille, los que han tratado con el Guille de carne y hueso o con el Guile virtual saben que no se le pueden decir determinadas cosas o no de determinada manera porque a Guille le hace daño. Guille sufre. Y cuando Guille, obstinado y solitario tauro, sufre, se bloquea y no sabe cómo reaccionar y entonces ya prepárate para cualquier cosa. "A fragile piece of porcelain", que diría John Paul III, pero sin heroína para mitigar el dolor.

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Gonzalo llama y es de lo más cariñoso, como siempre. A veces, es el paciente y a veces es el psiquiatra. Y viceversa. Dice: "No puedes decirle a tus hijos en 2030 que, mientras pasaba todo esto, te tirabas el día en redes sociales" pero no es tan fácil. No me concentro para leer, eso está claro, y en Twitter hay gente. Todo tipo de gente. Por ejemplo, están las charlas sobre Veruca Salt y los hilos de Carbajo sobre los Beatles. Conversamos sobre qué día, qué año, qué batería... soltamos pedanterías como "espera que te lo miro en Lewisohn" o "espera que te lo compruebo en Norman" y repasamos cada detalle de la pelea con Bob Wooler solo por el placer de recordar.

Eso no quiere decir que no trabaje -trabajo mucho, de hecho, quizá demasiado- ni que no haga otra cosa. Por ejemplo, veo la tele: ayer, Arantxa Sánchez Vicario le ganaba a Mary Pierce y Andrés Gimeno se ponía muy contento. El otro día, el Atlético de Madrid le ganó una liga de balonmano al Barcelona de Papitu. Juan de Dios Román comentaba muy sereno; Cecilio Alonso, algo más agitado.

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Papitu, por cierto. Papitu en un restaurante de Santander, puede que 1991. Papitu y otros jugadores del Teka cenando en el salón del "Valbanera" mientras Mercedes, mi padre y yo comíamos en otra mesa. Yo quería hablar con ellos y a mi padre le daba vergüenza. Mi padre detestaba molestar. Cuando por fin nos decidimos, creo que vino Mercedes conmigo. Yo tenía trece años, puede que catorce, y sé que Papitu hizo un chiste sobre el cocodrilo de Lacoste que llevaba en mi polo. Un polo falso, en realidad, comprado a los primeros manteros.

Me firmaron una servilleta, que creo que aún guardo en una billetera, aunque probablemente esté borrada la tinta, borrados los nombres, borrados los números con los que los deportistas suelen acompañar sus autógrafos, como si eso nos ayudara en algo a reconocerles. Luego nos volvimos a la mesa y supongo que me acabaría mi escalope de ternera. Mi recuerdo del Valbanera es ese: un montón de escalopes con mi padre cuando no había comida en casa y no le apetecía cocinar. Un camarero fanático del Teka que nos hablaba de jugadores rusos. Una calle en cuesta -como todo Santander- con un cartelito en la acera izquierda y, dentro, muchos escudos del Racing.

martes, marzo 17, 2020

Mientras el universo ronca


Trabajo desde el sofá con el portátil. Es la época de la ausencia absoluta de la privacidad y no sé si por solidaridad o porque ha huido del barrio, el vecino del clarinete ha dejado de tocar día y noche. La ventana del salón da a un patio interior de vecinos. Un inmenso patio interior que junta toda una manzana de pisos. El otro día coloqué ahí un taburete por si quería sentarme a teclear mientras anochecía. No me gustó la experiencia. El polvo que llega de la M-30 arrasa con todo: con mi ropa, con mi pantalla, supongo que con mis pulmones. Eso, incluso en tiempos de cuarentena.

A media tarde, la vecina -habitualmente silenciosa, puede que ya también desesperada o tal vez desinhibida, sin más- pone un disco de grandes éxitos de Los Secretos. De la segunda etapa de Los Secretos, es decir, nada de "Déjame" o "Sobre un vidrio mojado" sino más bien "Ojos de gata", "Quiero beber hasta perder el control", "Y no amanece"... Es molesto pero a la vez es agradable, al menos hasta que la vecina se viene arriba y se pone a cantar y entonces me pregunto qué pensará ella cuando yo me vengo arriba y me pongo a cantar los Beatles o me invento alguna canción para el Niño Bonito o el Rey Sol.

Solo que el Niño Bonito y el Rey Sol ya no están. Tampoco la Chica Diploma. Pasan estos días en casa de sus padres, lo cual es triste pero a la vez es esperanzador, porque quién sabe qué será de esas familias que tienen que estar encerradas quince días con niños de por medio (con bebés de por medio, incluso). Yo ya no canto o canto muy poco. El domingo ni siquiera me quité el pijama y me dejé llevar. Necesito comprar aceite. Por la noche, duermo en mi cama por primera vez en tres meses y sueño con Isa. Sueño con que Isa se rinde, con que salimos de mi casa de Ramos Carrión -yo creo que Isa nunca estuvo en mi casa de Ramos Carrión, pero puede que sí- y me dice que está bien, sin síntomas, pero que lo va a dejar, que no merece la pena, y nos abrazamos porque nos echamos de menos y en el sueño me lo creo e incluso me despierto con ganas de contárselo a todo el mundo: esto es lo que va a pasar. Pero no, no va a pasar, claro, qué tontería.

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A las ocho, obedientemente, salgo a la terraza, solo que a veces hace frío y me meto enseguida en el salón. Otra opción sería abrir la ventana sin más y aplaudir desde ahí, pero me parece poco épico. Toda esta mitología de los balcones está afectando a mi yo estético y ahí me planto a aplaudir en medio de un jolgorio de "vivas" y de niños disfrutando por fin de algo que rompe la monotonía y a veces tengo la sensación de que nos estamos aplaudiendo a nosotros mismos, no ya a la comunidad, sino cada uno a cada uno, una especie de "bien hecho, Guille" que nadie te dirá ya porque ya no hablas con nadie. Bien hecho, ¿el qué? Ese sería otro tema.

Creo que de mi lado del patio se aplaude menos pero probablemente sea una cuestión de acústica. El primer día salí con el móvil para grabarlo todo porque pensé que sería algo especial, un momento único. Al instante estaban las redes sociales repletas del mismo vídeo en distintas versiones. No, no somos especiales. Aplaudimos lo que no vemos y eso es un bonito acto de fe, aplaudimos quizá para espantar, eso también es posible. Nuestra manera de decir "tú o yo, enano, pero yo soy más fuerte". El enano aquí es el virus, por supuesto. A los cinco minutos, a veces más, paran los gritos y las ovaciones. Para entonces, yo ya llevo dos actualizando Google Classroom.

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También tiene que haber tiempo para el ocio. Si consigo concentrarme -no sucede muy a menudo- cojo el libro de Cristina Morales y avanzo unas diez páginas, quince a lo sumo. No es ella, soy yo. El libro, de hecho, me parece de lo más entretenido pero te obliga a pensar y yo no quiero pensar ("You´re taking the fun out of everything, you´re making me think when I don´t wanna think"). Si no consigo concentrarme, me voy a Filmin y me dejo llevar porque Filmin acuna mucho más que HBO o Netflix. Filmin te mima y te susurra "todo va a ir bien" como tú haces con Isa en tus sueños.

Pongo "Retrato de una mujer en llamas" y poco a poco me va llegando la belleza. Muy poco a poco, como si no quisiera molestar. La belleza de ese encierro de tres chicas en un gran palacio. La belleza de las miradas cómplices, de los celos, de la contención. En realidad, la película es un tratado de contención que, como casi siempre, se desborda para luego volver. Ni una sola estridencia. Una naturalidad de pelo en sobaco. El sexo, sí, pero sin exhibiciones. La tristeza. Un tratado de contención y tristeza y una demostración de tres actrices en dulce. A mí, a los 42 años, me cuesta mucho que una película me vuelva a hacer sentir adolescente. Esta lo consiguió. Su amor perdido era de alguna manera cualquiera de los míos.