jueves, agosto 25, 2011

La Nochevieja de la Chica Langosta


Una tarde planchando en casa de la Chica Langosta. La tarde del último día de 1998. Ella se ponía guapa y yo me encargaba de alisarle la ropa con mi natural torpeza. Moratalaz. Desde el séptimo piso se podía ver Madrid entera pero a una distancia abismal. Planchaba e intentaba convencerla de cenar juntos, a mí me hacía ilusión que fuera su primera nochevieja en Madrid porque normalmente se iba todos los años con sus padres a un pueblo de Segovia.

Aquel día no. Aquel día la Chica Langosta se ponía guapa y yo le ponía todo a favor para que fuera una noche mágica y fantaseaba con la idea de cenar los dos solos en su casa y que de esa manera el nuevo año fuera nuestro año. Hay veces que no sé si quería adoptarla o si quería que ella me adoptara a mí, teníamos esa relación de ojos tristes y palabras tartamudas.

Normalmente, yo proponía y ella disponía. Aquella noche no iba a ser una excepción. Había pasado todo el otoño en Toulouse y volvería días después, cuando empezara de nuevo el curso. Llegamos a una especie de término medio: los dos nos fuimos a casa de una tercera amiga, más amiga suya que mía, pero amiga al fin y al cabo, que cenaba con toda su familia.

¿Lo ven? Ponga dos huerfanitos a su mesa.

Fue una cena agradable por lo que recuerdo. Hay que matizar que yo odio las celebraciones familiares y que tengo un gusto por la comida muy extraño, de manera que organizar una comida o una cena conmigo acaba siendo desesperante: me lanzo a por el pan y las patatas y dejo que el resto de los platos pasen por delante de mí sin siquiera rozarme. Aun así, insisto, el recuerdo es el de algo agradable y divertido: fotos con gente que no volví a ver en mi vida y que jamás podrán recordar quién demonios era el niño ese con gafas que se colaba en las segundas filas.

Cuando dieron las campanadas, hice algo parecido a darle la mano. No fue exactamente así, creo que le agarré la falda. Lo sé, suena estúpido, pero yo tenía que agarrar algo suyo para tener la sensación de que así estaríamos juntos todo el año por venir y la tía no hacía más que coger uvas y comérselas, no tenía dónde agarrar, que diría Nacho Cano.

En fin, después de la cena fuimos a una fiesta también llena de desconocidos. Recuerdo unas fotos en las que salgo con unas orejas terribles, completamente de soplillo, despeinado y cogiéndola de la cintura. Ella se echaba levemente hacia atrás, apoyando su espalda contra mí, probablemente para no parecer tan alta. Una de las absurdas disputas que teníamos la Chica Langosta y yo era en torno a nuestra altura. Ella decía que yo era más bajo, pero yo lo tenía que negar, como si el hecho de ser más alto o al menos igual de alto que ella me diera una oportunidad de algo.

¿Una oportunidad de qué? Yo en aquel momento estaba enamorado de otra persona, cuando miro hacia atrás no me puedo decir que no estuviera enamorado de esa otra persona en los cuatro años que estuvimos juntos. Supongo que los ludópatas jugamos y jugamos sin un interés especial en la victoria.

La Nochevieja acabó y 1999 empezó de cero. Un año muy musical visto desde esta distancia. La Chica Langosta volvió a Toulouse pero yo imaginaba que de alguna manera mágica el año sería cosa de los dos, como si agarrarte a la falda de una chica que come uvas fuera un ritual llamado a algún éxito. No pudo ser. A los tres meses del año ya habíamos discutido a gritos en una ciudad extranjera, nuestro pasatiempo favorito. Perdimos el contacto, eso fue todo. La Nochevieja siguiente decidí ser sensato y pasarla con mi novia de los noventa. No tengo un gran recuerdo de aquello: comimos en casa de una compañera de su trabajo y luego intentamos tomar algo por La Latina pero estaba todo hasta arriba.

Nos fuimos pronto a casa. No me hizo falta agarrarme a su falda aquella noche para conseguir perderla a lo largo del año, exactamente en noviembre. Como pueden ver, para mí perder gente es algo que ocurre con una facilidad asombrosa, haga lo que haga con las manos.