Durante
muchos años, el malditismo del Atleti tuvo más que ver con una pose
estética que con una realidad matemática. Hasta la llegada de Alfredo Di Stéfano
en los 50, el Atlético Aviación, nombre por entonces del club
rojiblanco, fue el primer equipo de Madrid y uno de los tres dominadores
del campeonato nacional junto a Barcelona y Athletic de Bilbao. Campeón
de liga con Helenio Herrera en los 50, contó con jugadores como Peiró, Collar o Ben Barek , a los que se irían uniendo poco a poco Luis Aragonés, Calleja, Adelardo, Ufarte, Irureta…
Durante todo ese período, su palmarés no mereció queja alguna: en 1973
sumó su séptima liga, a las que sumar 4 Copas y 1 Recopa, más varios
títulos secundarios.
Sin
embargo, el hincha atlético, desde el Metropolitano al Manzanares,
necesitaba la melancolía, el pesimismo, la sensación del destino
estrellándose contra la madera. Puede que todo viniera de las
decepciones de 1960 a 1965, cuando el equipo sumó tres subcampeonatos de
liga y uno de copa o de los desempates europeos que comentaremos más
tarde, pero, en resumen, su trayectoria no era mucho peor que la del
Barcelona, por poner un ejemplo.
Todo estaba llamado a cambiar en los 70, con un equipo de ensueño dirigido desde el banquillo por Max Merkel,
conocido como “Mister Látigo”, el tipo de entrenador que encandila a la
grada con su método y su seriedad y que tan poco frecuentaría el
banquillo colchonero en años posteriores, los años de los Menotti
y compañía, entrenamientos vespertinos, mágicos ochenta de discotecas
madrileñas y primeras supermodelos. El Atlético de Madrid finalmente
había conseguido reunir probablemente al mejor equipo de su historia
después de ganar las ligas de 1970 y 1973 más la Copa del Generalísimo
de 1972.
Eso
era un equipo ganador, se pongan como se pongan algunos, más en los
tiempos en que Real Madrid y Barcelona no conseguían reubicarse: los
primeros, en la transición del equipo “ye-ye” al de “los Garcías” y el
segundo, perdido en sus múltiples crisis de identidad, fiado todo al
talento de Cruyff y la magia técnica de Michels, sin demasiado éxito, todo hay que decirlo.
En la plantilla seguían los veteranos Aragonés, Adelardo y Ufarte, pero la manija la compartían con el eléctrico Ayala, el siempre técnico Irureta, el contundente Heredia y la referencia goleadora: José Eulogio Gárate. Sumen a Reina bajo los palos, el mejor portero junto a Iríbar de aquella época, y tendrán mimbres de sobra para intentar algo grande. Hablamos, por supuesto, de la Copa de Europa.
El
papel del Atleti fuera de España siempre había sido algo gris: aparte
de la Recopa de 1962 y la final del año siguiente, el club no había
conseguido establecerse dentro de la jerarquía continental. Sus
actuaciones en la Copa de Europa se contaban por decepciones agónicas:
en 1959, llegó a semifinales, eliminado por el Real Madrid en un emotivo
desempate. En 1967, un nuevo desempate ante la Vojvodina, les dejó
fuera en octavos de final. No hubo apelación a la mala suerte —ay, el
“pupas”— en 1971, cuando el Ajax de Cruyff cortó el pase a la final de
la generación de oro atlética con un contundente 3-0 en Amsterdam.
Los
viejos demonios parecían repetirse en la primera ronda de 1974. El
Galatasaray turco puso el autobús en el Calderón antes incluso de que se
animara Maguregui y consiguió un empate a cero que
complicaba mucho las cosas. En aquellos años, el “infierno turco” quizá
no fuera lo que sería en los 90, pero Estambul no era una plaza
agradable para sacar adelante eliminatoria alguna. De hecho, a los 90
minutos se volvió a llegar con 0-0 en el marcador. Prórroga. Nervios
desbocados, el fracaso a la vuelta de la esquina… y Salcedo que marca en el minuto 100
tras varios rechaces, medio cayéndose en la frontal del área para
clasificar al Atleti a los octavos de final, tiempos de ida y vuelta y
muy pocas rondas, no el maratón televisivo de ahora con los caballos
corriendo hasta la extenuación.
A
partir de ahí, de esa tensión inicial, todo fue mucho mejor. Los
rojiblancos habían empezado la liga como líderes, pero pronto se habían
desentendido de la competición, llegando a caer al noveno puesto en la
undécima jornada. Solo un increíble arreón final les permitiría acabar
en segunda posición, a una distancia respetable del Barcelona de Cruyff.
Las ilusiones y los esfuerzos estaban reservados para Europa y el
siguiente obstáculo era el Dinamo Bucarest, que venía de eliminar 0-12
al Crusaders. Los equipos del este eran muy peligrosos por entonces, en
los tiempos del telón de acero. El Atlético ganó 0-2 en Bucarest para
encarrilar la eliminatoria y cedió un intrascendente empate a dos en la
vuelta, alcanzando los cuartos.
El
sorteo deparó al Estrella Roja de Belgrado, un equipo temible que venía
de eliminar al Liverpool derrotándole en el Pequeño Maracaná y en el
mismísimo Anfield. El fútbol yugoslavo, como su baloncesto, estaba en un
momento de apogeo, y la exigencia era máxima: en la ida, de nuevo, 0-2,
goles de Luis Aragonés en el minuto 9 y de Gárate en el 80. Era el
tercer triunfo a domicilio en tres rondas europeas, un estilo muy
atlético de plantarse en semifinales, siempre a la contra. En la vuelta,
algunos apuros para certificar el pase con un 0-0 triste pero
suficiente.
Por
tercera vez en su historia, el Atlético de Madrid llegaba a semifinales
de la máxima competición europea y ahí su rival no sería ni el Real
Madrid de Di Stefano y Puskas ni el Ajax de Cruyff… sino el Celtic de Glasgow.
Hablar
ahora el Celtic de Glasgow es hablar de una sombra, pero por entonces
aquel equipo sumaba nueve ligas consecutivas en Escocia y había sido
campeón de Europa en 1967 con un grupo similar de jugadores. Cierto es
que aquel año su devenir por la competición había sido de un perfil muy
bajo: un equipo finlandés, uno danés y uno suizo para llegar hasta
semifinales. Poca tensión competitiva, como la que tenían en su propia
liga y la sensación de jugárselo a todo o nada, en 90 minutos, en Celtic
Park. Ahí, el Atleti se defendió como pudo, aguantó las arremetidas de
los escoceses y los insultos de los primeros hooligans y sacó un empate a
cero prometedor incluso acabando el partido con ocho jugadores. Épico.
El
pase a la final se jugaría en el Manzanares, frente a su público. El
empate obligaba a un partido extra; la victoria, por el resultado que
fuera, le dejaba a un paso de su primera Copa de Europa. Si el Atlético
de Madrid realmente hubiera sido un equipo perdedor por entonces, lo
lógico es que lo hubiera demostrado con una decepción por todo lo bajo.
No fue así. Tras un primer tiempo donde los escoceses pusieron el peligro, como en la ida, los rojiblancos tiraron de orgullo liderados por los goles de Gárate y Adelardo
en los últimos quince minutos de partido. Después de toda la bronca del
encuentro de ida, las peleas, los expulsados, la tensión desesperante…
el público podía preparar su viaje a Bruselas. Ahí le esperaba el Bayern
de Munich de Beckenbauer, Müller, Hoeness y el gran Sepp Meier.
Por
supuesto, los alemanes eran favoritos. El Bayern sostenía la columna
vertebral de la selección de la República Federal Alemana, la misma que
había sido campeona de Europa en 1972 y sería campeona del mundo ese
mismo verano de 1974. Su palmarés continental era más bien limitado:
para ellos también era la primera final de su historia… aunque no sería
la última, como bien sabemos. El Atlético de Madrid confiaba en la
técnica y la resistencia mostrada ante el Celtic, casi heroica. El
Bayern confiaba en sus grandes estrellas y en un ritmo machacón, que
acabara con la paciencia rival.
Empatados
a histeria, con pocas ocasiones, la final fue decepcionante. A los 90
minutos el resultado era de 0-0: por primera vez ningún equipo marcaba
en el tiempo reglamentario de un partido definitivo. La prórroga siguió
los patrones del resto del partido: pocos acercamientos pero peligrosos:
Reina y Meier contundentes en sus áreas, Müller y Gárate buscando sin
éxito su oportunidad. El tiempo se agotaba y aquello parecía irse
irremediablemente al partido de desempate. Recordemos que hasta el
Mundial de 1982 los penaltis no se introdujeron para decidir
eliminatorias.
En
el minuto 110, el árbitro pita una falta cerca del área pero algo
escorada. Se acerca el gran veterano, Luis Aragonés. Luis era junto a
Adelardo el encargado de poner orden en el vestuario. Probablemente,
además, fuera el mejor jugador —o, al menos, el más técnico— que haya
pasado por el club en su historia. A sus 35 años se encontraba con una
oportunidad de poner su nombre en el estrellato del fútbol europeo. Se
acercó al balón, superó la barrera con elegancia e hizo inútil la
estirada de Meier. 1-0.
El
Atleti rompía por fin la racha de fracasos europeos y lo hacía a lo
grande. Aquello era el principio de una época, sin duda. Una época de
dominio patrio y continental. Los minutos se convirtieron en una
eufórica cuenta atrás sin que el Bayern pudiera recomponerse. La Copa de
Europa del Atlético de Madrid. La Copa de Europa de Luis Aragonés. “La
Primera”. Ningún club, salvo el Madrid, había ganado ese título y ya iba
siendo hora de dar un poco de guerra.
No pudo ser.
Los ataques alemanes no iban a ningún lado: no había frescura, no había circulación. Un tosco central, Schwarzenbeck,
decidió sacar la pelota buscando un compañero que no encontraba. Apenas
quedaban 30 segundos para el final del partido y en el banquillo, los
jugadores rojiblancos se abrazaban. El defensa siguió, algo confuso ante
tanto campo recorrido, y casi a la desesperada soltó un latigazo antes
de que el árbitro pitara el final. En toda su carrera, que duró hasta
entrados los 80, metería poco más de 20 goles. Aquel disparo fue uno de
ellos, imparable para Reina, que no se lo podía creer.
Nadie
se lo podía creer, de hecho: la desolación era total y con la
desolación, un inmenso sentimiento de injusticia. El desempate se jugó
dos días después, también en Bruselas. Un trámite doloroso e
innecesario. El Atleti estaba hundido física y mentalmente y el árbitro
tampoco ayudó demasiado. Aquello acabó 4-0 y supuso el primero de tres
títulos consecutivos para los de Munich.
Los
colchoneros tendrían que esperar 36 largos años antes de llegar a ganar
otro título europeo. El ciclo de victorias y euforia se convirtió en el
más triste de la historia del club, que solo ha ganado dos ligas más
desde entonces y centra su palmarés en las Copas del Rey que ha ido
picoteando. El recuerdo de aquel equipo de los 70 siempre vendrá marcado
por aquella desgracia, pero no lo olvidemos: para que esa desgracia
ocurriera, había que llegar a Bruselas y para llegar a Bruselas había
que jugar como los ángeles. Aquellos jugadores lo hacían.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"