Aquel equipo era muchas cosas: una
colección de jugadores ninguneados por los grandes clubes, unos cuantos
brasileños de “Cristo y amor”, el encanto de la ciudad pequeña y
tranquila, la alternativa al dinero y los titulares de prensa… y
especialmente, por encima de todo, un entrenador que se convirtió en
algo así como “el abuelo de España”.
El Deportivo pasó de Segunda a disputar la liga en dos años. Para ello hizo falta fichar a Bebeto y Mauro Silva, que no es poca cosa, e ir recogiendo a los Donato, Nando, Aldana
y compañía que iban dejando sueltos los demás. En su primer año como
equipo competitivo se vino abajo después de unas cuantas jornadas de
líder. El segundo año se tomaron la cosa tan en serio que llegaron a la
última jornada con un punto de ventaja sobre el Barcelona y un partido
relativamente fácil en casa.
Mi recuerdo de Arsenio
se va a un final de partido y una rueda de prensa. El partido en
cuestión no lo ubico con facilidad: sé que el Deportivo se había
adelantado en casa y le habían empatado casi en el descuento. Arsenio,
enrabietado, tomaba el túnel de vestuarios al grito de “Tanto Súper y
tanta hostia”. Era un hombre temeroso de la fama y la repercusión
mediática, como si se sintiera incómodo. Un par de años más tarde
cogería al Real Madrid post-Valdano, en plena descomposición, y creo que jamás he visto a alguien tan perdido en un banquillo.
La rueda de prensa en cuestión es la de
después del famoso Deportivo-Valencia. Aquella trágica última jornada.
Arsenio no se sentía triste, se sentía culpable: “Sabía que podíamos
fallarles”, dijo con una resignación absoluta, como pidiendo perdón.
“Sabía que esto podía pasar y toda esa gente se iba a sentir muy
triste”. Seguro que Arsenio hacía muchas cosas pensando en sí mismo,
como las hacíamos todos, pero daba la sensación de que en realidad
estaba ahí por los demás, con una naturalidad apabullante.
Volver al partido en cuestión es
insistir en un drama. Fue un 14 de mayo, el día de mi cumpleaños.
Estábamos haciendo una fiesta en casa y conforme avanzaba la cuenta
atrás, nos arremolinábamos alrededor de la televisión. Los del Madrid
iban con el Deportivo, los del Barcelona, obviamente, con el Valencia.
En la mente de todos está el momento en el que Nando entra en el área,
se hace un autopase y un defensa visitante lo zancadillea.
Minuto 89. Locura en los transistores.
Las imágenes de Núñez
desolado y el Camp Nou callado por completo mientras Riazor saltaba de
alegría. “Sabía que podíamos fallarles”, seguro que se repite todavía
Arsenio, recordando todo aquello. El penalti lo tendría que haber tirado
Bebeto: era el goleador por excelencia de ese equipo, uno de los
mejores delanteros que pisaron la liga española en los 90 y meses
después se coronaría campeón del mundo patentando su propia celebración
de los goles.
El problema es que Bebeto había fallado
ya dos penaltis con anterioridad y esos penaltis habían costado puntos.
“Solo falla el que lo tira”, dijo él, entonces, para defenderse… y tenía
mucha razón. Hay que tener valor para enfrentarse uno contra uno al
portero rival y los millones de expectativas de medio país. Cuando el
árbitro pitó, aquel 14 de mayo, Bebeto, simplemente, se alejó lo más
posible del balón, silbando, como si la cosa no fuera con él. Donato ya
no estaba en el campo. ¿Quién tenía el valor para ir ahí y disparar? Le
tocó a Djukic.
Hay un momento en el que sé que lo va a
fallar. Esto es una tontería: nadie sabe si un penalti se va a fallar o a
meter, pero hay señales que pueden indicar una cosa o la contraria.
Cuando toma la carrera, el yugoslavo coge aire y eleva los hombros casi a la altura de la nariz.
Tiene un ataque de ansiedad colosal y el miedo en la cara, como si él
también supiera que fallar a toda esa gente iba a ser difícil de
olvidar.
El resto ya lo conocen: González
paró el penalti y lo celebró como una Copa de Europa. Probablemente fue
innecesario pero él solo hacía su trabajo. Ni siquiera le sirvió para
renovar con el Valencia, que ese verano se hizo con Zubizarreta. Núñez volvió a sonreír y Cruyff salió del banquillo con Rexach a celebrar. Era la cuarta liga consecutiva del Barcelona, la tercera en el último partido por fallo de su rival.
En Riazor todo eran lágrimas. El público
saltó a la cancha a abrazar a sus héroes, una especie de terapia de
grupo. Djukic, llorando como un juvenil, intentaba hacerse paso mientras
los niños le decían “no pasa nada” pero se lo decían con una tristeza
infinita en la cara. Esos tres minutos seguro que fueron los más largos
de su carrera.
En cualquier caso, ni a Bebeto ni a
Djukic les tocó dar explicaciones. Arsenio tampoco mandó a su segundo a
hacer la rueda de prensa. La enfrentó él, a pecho descubierto, sonrisa
resignada en la boca, tono de “ya os lo decía yo, ya os lo decía yo” y
resignación de hombre humilde que ve cómo las langostas arrasan su
cosecha y solo puede pensar “el año que viene todo irá mejor”.
Y fue mejor: el Deportivo ganó la Copa
del Rey… ante el Valencia, en el Bernabéu. Los chicos de Riazor tuvieron
que esperar seis años para celebrar por fin una liga pero acabaron
celebrando, que es lo que cuenta. Eso debería valer para toda una
generación, se vivan después los descensos que se vivan. Arsenio, tras
ese breve interregno en Madrid, no volvió al fútbol de primer nivel.
Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"