martes, enero 26, 2021

La vereda



Lo malo de la vereda es la soledad, pero con eso ya contábamos. Para ir acompañado, mucho mejor el camino, dónde va a parar. Lo bueno, por el contrario, es dejar de sentirte el tipo de la barra del bar de Billy Joel, el que dice "Billy, I believe this is killing me" as a smile runs away from your face. Dejar de canturrear a lo Gerry Rafferty aquello de "One more year and then you´ll be happy, just one more year and then you´ll be happy". Ver la tristeza de las canciones como algo ajeno, algo de gente que no dio el salto, que no cogió atajos. Es un alivio, en serio. Lo de antes era espantoso: todo ese continuo recordarte que ni siquiera lo estabas intentando, tú que no te rendías nunca.


Otra cosa es la tristeza interior, claro, esa sigue. La Chica Diploma no lo entiende. Nadie lo entiende, por otro lado. El guisante en el colchón. O el garbanzo, ya no recuerdo. Un día hablaba con mi madre sobre qué demonios quería decir exactamente esa historia y no nos poníamos de acuerdo. Puede que la princesa fuera una caprichosa sin más, puede que no estuviera en sus manos evitarlo. En la personalidad sentimental, no queda sino elegir entre imperfecciones y ser consciente de ello. Es una putada, pero qué le vamos a hacer. Así, la vereda. No, la vereda no era la solución a todo pero puede que sea mejor que el camino. La elección es esa. Yo me veo bastante guapo pero no sé si eso basta a esta edad. No sé lo que corresponde a cada momento, solo lo intuyo en la distancia.


En fin, un año para recordar. Un año con pinta de hiato. No saben las cosas que me quedan por hacer, ni se las imaginan. Y por otro lado, ser consciente de que he hecho ya todo lo que tenía pensado: ¿Qué querías, Guille? ¿Escribir libros, publicarlos, casarte con una chica preciosa, tener los hijos más bonitos del mundo, ganarte la vida con la admiración ajena, sentirte satisfecho por tu trabajo, sonreír en televisión cinco minutos a la semana, estrechar las manos de los hombres que admiraste, bajar la cabeza intimidado cuando María Rey levanta la mano para saludarte? Uno se anima al exhibicionismo y de repente hay 13.000 personas mirando. 


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A mí me pasa con la Chica Langosta lo que a Paul McCartney con John Lennon. Necesito convencerme de que fui su amigo. No cualquier amigo, sino un amigo especial, distinto, alguien que de alguna manera merecería ser recordado. Necesito vencer el fatalismo y la versión oficial. Paul lo tiene fácil, le basta con encargar otro montaje a Peter Jackson y ya está. Yo lo tengo más complicado porque necesito magdalenas por todos lados y no siempre hay en stock. Lo que pasa es que a veces Xoan Tallón y un tal Didier que escribe en Dauphiné Libéré y de repente ahí está ella en Barcelona, a solas conmigo, unos pasos detrás de los demás, eufórica, hablando del sexo descubierto, del sexo en su esplendor, un sexo salvaje, disfrutado y no culpable.


Yo tenía que ser alguien, entonces. Yo necesitaría llamar a algún director de éxito y pedirle una nueva versión de todo aquello: de los abrazos en los aeropuertos, de las noches escuchando a George Michael en "La Fira", de los atardeceres en Príncipe de Vergara soñando con estanterías que fueran del techo al suelo. Entonces, quizá, me convencería de que sí, de que yo me merezco el recuerdo de la Chica Langosta. Que aquello no fue una amistad más de instituto, algo fugaz y casi forzado, acotado en su tiempo. La transcendencia. La puta transcendencia. A veces, me imagino el día siguiente a mi muerte, ese "¿qué dirán los demás de mí, habrá alguien que me recuerde?" y casi siempre pienso que no, que todo seguirá como si nada, sin adjetivos. Quizá la tripa revuelta de un niño de seis años, el tiempo que dure el olvido en arrasar con todo.


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Antes de creerme Paul McCartney, me creí Hristo Stoichkov. Era 1994 y me reconcilié con una amiga solo para que ella pudiera ser Johan Cruyff. Siempre he llevado la estética demasiado lejos. Luego llega el garbanzo, claro, o el guisante, y uno no sabe qué hacer con él. Todo, hasta ese momento, ha sido siempre taaaaan banal. O no. Simplemente lidiamos con ello de la manera que mejor sabíamos: recreándolo.