Iratxe se acomoda en el sofá y medio sonríe. Dice: “Si yo te quiero esto…” –y abre las manos no demasiado pero lo suficiente como para que uno se sienta bastante querido- “… siempre te voy a decir que te quiero esto”, y entonces la distancia entre las manos se queda en nada, casi en nada, en materia de psicólogo o de novela, frustración y rabia. La felicidad es una distancia entre las manos, no necesariamente de Iratxe, pero, a veces, también.
Puedo entrar en su juego o no, y como
de mí depende, decido no hacerlo. Le pongo un ejemplo: hace años escribí
varios artículos sobre una amiga. Llámenlo artículos o posts de un blog
o columnas de periódico o confesiones íntimas. Lo que quieran. Yo no
sabía lo que estaba escribiendo y desde luego no sabía lo que sentía por
esa chica, motivo suficiente para escribir compulsivamente pero con la
prudencia de dejarlo todo en el ordenador tiempo y tiempo, no fuera a
ser que una percepción equivocada acabara sacándolo de madre.
Ahí siguieron los diarios -”El libro de
Rubio”, lo llamaba yo, parafraseando a Amis- hasta que me di cuenta de
que vivía en un mundo en el que las percepciones equivocadas importaban
poco. Miren a su alrededor: huracanes, terremotos, francotiradores,
rosarios y millones de jóvenes deambulando por las calles de Atenas,
Damasco, El Cairo, Trípoli, Londres, Madrid, Santiago de Chile,
Tel-Aviv, Túnez… algunos con un objetivo claro, otros con un objetivo
más bien difuso. Mercados arruinados y monedas indefensas. Huelgas de
futbolistas que lo enmascaran todo.
¿Por qué iba a tener miedo yo de mis
equivocaciones si los demás siguieron adelante como si su voluntad
creara el mundo y no al revés? Iratxe parece no entenderme. Tengo el
convencimiento interno de que Iratxe dejó de intentar entenderme hace
mucho tiempo y que, si sigue buscando la posición más cómoda en un sofá
roto, es simplemente porque, mucho o poco, algo me quiere.
“El caso es que acabé mandándole todo
eso”, le digo, finalmente. “No sé si la quería o no, pero me pareció que
estaba bien que en algún momento hubiera pensado que sí, y estaba aún
mejor que ella lo supiera. Que se sintiera querida. Es algo que
todos necesitamos, más allá de cualquier cálculo”. Iratxe sonríe. Me
conoce. Sabe que yo lo que quiero es rendirme, que ese gesto, como todos
los que se suceden en los últimos meses, es en el fondo un pequeño acto
de rendición. Lo que no sé es si cree que me rindo porque tengo miedo o
todo lo contrario: si cree que me rindo porque el miedo ya no tiene
sentido.
No le digo que hace pocos meses conocí
una “chica imán”. No sabría definirla de otra manera: es una chica muy
joven, 23 años, y con una apariencia tremendamente frágil. La típica
chica a la que querrías adoptar si no fuera porque, desde el principio,
desde que la miras a los ojos, ya tienes claro que el adoptado vas a ser
tú. Su atractivo consiste en recogerte. Algo tan sencillo como eso: no
te explica, no te sana, no es tu maestra. Nada de eso. Simplemente, te
escucha, da dos pasos atrás y se prepara para poner las manos –a ella no
le importan las distancias- y recogerte cuando caes.
No tiene discursos, solo palabras; a menudo, una por frase: “Total”, “exacto”, “cierto”.
Y mientras se confunde con su serenidad,
una serenidad aprendida, imantada… cualquier palabrería acaba
diluyéndose, y junto a la voz desapareces tú mismo, renuncias a
enquistarte, renuncias a pelear por cada cosa, cada trabajo, cada
mirada… y te pierdes en algo que no sabes lo que es, una especie de
tranquilidad sin objetivo, lejos de las angustias –“y ya está, ya hay paz, ya hay paz…”-
así que no necesitas caer, esto es importante: no necesitas caer para
saber que ella está ahí y que va a recogerte, que en el peor de los
escenarios posibles tendrás un colchón y una sonrisa que no piden nada a
cambio.
Porque lo impresionante de la chica imán
–niña imantada-, a diferencia de Iratxe, sin ir más lejos, siempre
incómoda en cualquier habitación, es que ella no pide nada a cambio, no
entiende de cálculos. Y si aquí también estuviera equivocado… si en
realidad sí hubiera un cálculo detrás de todo esto -calcular no tiene
nada de malo-, al menos no necesitaría ir detrás de ella haciendo
números, repasando cada suma, cada frase, cada momento del pasado que
Iratxe sí se callaría para no parecer frágil pero yo recuerdo a los
cuatro vientos precisamente porque lo soy.
Y en el momento en el que uno se diera
cuenta de que se puede permitir -sin culpa- la sensación, irracional si
quieren, de que no tiene nada que ofrecer o en el mejor de los casos no necesita
ofrecer nada, ¿qué sería entonces de las calculadoras? O, lo que es más
importante, ¿qué sentido tendría esta manía agotadora de intentarlo
todo el rato?
Artículo publicado en la revista Culturamas, dentro de la seccion "Desaparezca aquí"