Antes de Nadal hubo un Ferrero, igual que antes de Ferrero estuvieron Moyà, Corretja o Albert Costa y antes de ellos un tal Sergi Bruguera.
Bruguera empezó su carrera a la sombra de Emilio Sánchez-Vicario. Visto desde ahora puede que el palmarés de Emilio no sea especialmente lustroso -creo que no jugó ni una semifinal de un grande-, pero en los 80 era un oasis, nuestra única esperanza en todos los sentidos: llegó a jugar un Masters, competía excepcionalmente en la Copa Davis y su pareja de dobles junto a Sergio Casal consiguió la plata olímpica si no me equivoco.
Incluso Dinamic sacó un juego con su nombre, igual que hizo con Fernando Martín, Butragueño o Perico Delgado, ídolos de la época.
Bruguera era distinto. De entrada, menos visceral y con esa sensación de no importarle mucho el juego que daba su cuerpo desgarbado y un gesto con los dientes como de continuo hartazgo. A principios de los 90 empezaron los buenos resultados y los recelos: se dice que el clan Sánchez-Vicario con el entrenador Pato Álvarez a la cabeza no podía con él y la convivencia era difícil en la Davis, todo pasión y entrega. Sergi tenía ese punto de chico solitario que tendrá que buscarse la vida él solo, especialmente después de su decepcionante paso por los Juegos Olímpicos de Barcelona, donde apenas superó la primera ronda en su superficie favorita, la tierra batida, mientras Jordi Arrese lograba una plata impresionante.
Todo cambió en un año. Recuerdo un artículo en El País en el que el propio Sánchez Vicario aseguraba que no había ningún tenista español capaz de llegar a cuartos de final de un Grand Slam. Se equivocaba. Sergi venía de ganar Montecarlo y se plantó en quinta ronda ante Pete Sampras, por entonces flamante número uno del mundo. Le superó en cuatro sets, cediendo el primero de todo el torneo. En semifinales esperaba Medvedev. Nadie se acordará ahora de Medvedev pero por entonces era el futuro de la tierra batida: adolescente, engreído, al borde del Top 10 y que venía de eliminar a Edberg en cuartos.
Le duró seis juegos, exactamente: 6-0, 6-2 y 6-4.
En la final esperaba Jim Courier. Mucha tela. Courier ya no era el número uno del mundo pero había ganado Roland Garros los dos años anteriores con cierta suficiencia. Un portento físico con una derecha espectacular, capaz de aguantar horas y horas corriendo detrás de la bola. Enfrente, el enclenque catalán, a sus 22 años recién cumplidos. La final se jugó el mismo día que la Etapa Reina del Giro en la que Induráin sentenciaba su segundo triunfo. Nadie lo tituló "la edad de oro del deporte español" pero se aproximaba.
Volvamos a París: Bruguera gana la primera manga, se desfonda en la segunda, recupera en la tercera, vuelve a venirse abajo en la cuarta. Queda todo para un quinto set en el que parece inconcebible que no se imponga la veteranía y el físico de Courier... pero no, no se impone. Bruguera vence 6-3 y se tira al suelo, restregándose y llorando como un niño. Hacía 17 años, desde Manuel Orantes, que ningún español ganaba un torneo del Grand Slam. En los 17 siguientes han caído trece, pero esa es otra historia.
Bruguera se convirtió en un ídolo y su pique con Vicario quedó en una broma, claro. Emilio rozaba la retirada y Sergi todavía repetiría título al año siguiente, aunque Induráin se retorciera en el Mortirolo y la selección volviera a quedarse en cuartos de final. En aquella ocasión eliminó de nuevo a Medvedev y a Courier para derrotar en la final a Alberto Berasategui y su derecha con la empuñadura cambiada. Uno no es un friki de los 90 sin acordarse de la derecha de Berasategui, lo digo desde ya.
Con 23 años y dos Grand Slams, el futuro de Bruguera prometía de todo, coqueteando incluso con unos octavos de Wimbledon cuando los españoles la hierba ni la pisaban. Sin embargo, llegaron las lesiones, sobre todo en la espalda. Todavía tuvo tiempo de llegar a la final olímpica de 1996, en la que fue arrollado por el ciclotímico Agassi y a la final de Roland Garros 97 donde se invirtieron los roles del 93 y un desconocido Gustavo Kuerten le barrió en tres mangas.
Siempre fue competitivo, aunque desde aquel 1997 no pasara de segunda ronda de un Grand Slam y solo jugara una final del circuito (San Marino, 2000). De vez en cuando iba al Challenger de El Espinar y daba una lección de clase. Bruguera era un estilista al que el físico no le ayudaba, pero que tenía un revés a dos manos y un passing de derecha envidiables. Cuando se retiró, el tenis español ya tenía diez jugadores entre los 50 primeros y Roland Garros era un paseo con marcha militar al final.
Probablemente, eso hubiera pasado con él o sin él, pero el caso es que él fue el primero, y mi jugador favorito de la década, sin duda. Ahora, alterna el póker con las exhibiciones de tenis. Uno se lo puede imaginar enseñando los dientes cada vez que se marca un farol, lo gane o lo pierda.