Un punto. Esa es la barrera que separa al Barcelona de su tercera liga consecutiva. Habría que valorar los triunfos de este equipo en su justa medida: parece que el Barcelona siempre hubiera ganado todo y no es así ni mucho menos. El club catalán ha vivido durante décadas instalado en un victimismo pesimista que le hacía vivir en la obsesión con su eterno rival, el Real Madrid, y su propio destino en forma de árbitros, federaciones, caudillos y porteros del Steaua.
Ganar tres ligas seguidas y ganárselas a este enorme equipo que es el actual Real Madrid ya es un mérito descomunal: aunque falte un punto para el alirón, lo que ya sabemos es que esta será la segunda temporada por encima de los 90 puntos y la tercera por encima de los 90 goles. Lo dicho, el aficionado culé no se ha visto en una parecida en toda su historia. ¿Caerá además la Champions? Estamos en lo mismo: parece que el Barça hubiera ganado Copas de Europa toda su vida cuando en 2005 llevaba una. Si en tres semanas levanta la cuarta, bien estará. Jugar tres finales en seis años ya es un hito que merece el festejo.
Hablo de todo esto por no hablar del partido y porque en parte resume mi visión del partido. El Barcelona dominó los noventa minutos, solo dio pie a un par de ocasiones de ese fabuloso delantero que es Osvaldo, casi todos sus jugadores excepto quizá Villa y Busquets en la primera parte jugaron muy bien al fútbol y ganó con comodidad cuando quiso, dejándose llevar al final.
Parece tan fácil que aburre, pero no lo es y no lo ha sido nunca. Guardiola empezó el partido con ocho canteranos, incluyendo a Fontàs en el lateral izquierdo, una solución de emergencia que obviamente colapsa esa banda en ataque porque el chaval ni tiene la velocidad suficiente para desbordar ni la mentalidad ofensiva de Adriano, Maxwell o incluso Abidal. Si a eso le sumamos una cierta indecisión de Busquets que provocaba que Piqué tuviera que asumir una doble responsabilidad en la salida del balón, abusando de los pases largos, nos encontramos con una primera parte latosa, algo espesa, solo aliviada por alguna genialidad de Messi, el sentido común de Xavi, la constancia de que Pedro se ha recuperado y sobre todo la figura colosal de Iniesta.
Lo bueno de este Barcelona es que a veces nos olvidamos de que tiene al segundo mejor jugador del mundo. Messi lo eclipsa todo de tal modo que el de Fuentealbilla puede pasar de puntillas por la serie de derbys y que su equipo no salga mal parado del todo.
Iniesta bordó el fútbol en la primera y en la segunda parte y de sus botas surgió el primer gol como no podía ser de otra manera. En los segundos cuarenta y cinco minutos se le unieron Busquets, Xavi y Messi para ofrecer unos cuantos minutos de buen juego aunque muy escaso en ocasiones, entre otras cosas porque Villa no hace más que intentarlo pero, sinceramente, no lo consigue casi nunca.
Lo del asturiano es un expediente X. Su trayectoria profesional invita a esperarle pero los goles que falla ya no son una cuestión de calidad sino casi de fatalidad. Su instinto goleador se tiene que acostumbrar a un rol en el que está incómodo: el acompañante bregador de Leo Messi. Villa lo ejerce sin rechistar y con todo el empeño del mundo, pero le falta entender cuándo hay que tirar un desmarque, cuándo hay que recibir atrás o abrir el campo: cuándo hay que optar por la jugada individual o combinar… Todo eso son cosas que pueden saturar a cualquiera y no se aprenden en un año. Tengo la sensación de que la temporada que viene, Villa volverá a ser decisivo.
En fin, con el gol de Piqué tras un córner se acabó el partido. Ni el Barcelona quiso hacer sangre ni el Espanyol tuvo la más mínima fe en la remontada. Tampoco les culpo, suficiente hace con dar guerra teniendo en cuenta la precaria situación actual de su plantilla, plagada de jugadores del filial, incluso juveniles. Para los amantes de la competición a todos los niveles, quedaba saber si Messi se obsesionaría por levantarle el Pichichi y la Bota de Oro a Cristiano Ronaldo tras sus cuatro goles de ayer, pero no, obsesionado precisamente no pareció y de hecho buscó casi siempre a sus compañeros en vez de optar por el disparo.
Cuando uno quiere ganar todas las batallas puede encontrarse con que ha perdido la guerra y no sabe cómo.
Así que parece que el máximo goleador será Cristiano, y bien que lo merece. Sus 33 goles a falta de tres jornadas supone un registro descomunal, que acompaña a un año soberbio. Algo marcha mal, entonces, cuando el equipo se construye alrededor de Pepe. El debate dará de sí este verano, de momento dejemos ahí el interrogante.