martes, abril 26, 2022

Give me love, give me love (give me peace on Earth)


La idea era hacer un viaje de tres semanas para escribir un libro. Una semana en Alicante, alojado en un hotel de lujo, con visitas diarias de mi mejor amigo de la adolescencia, para ir poniéndome a tono. Muchas hamburguesas, mucho mar desde las ventanas, mucho releerme a mí mismo para saber si había algo que realmente me gustara. Hay que tener en cuenta que eran tiempos distintos. Hacía cinco años que no publicaba un libro. Llevaba tres metido en la Escuela Oficial de Idiomas; once, dedicado a la enseñanza en general. Tenía un hijo de cinco años que me había costado la vida criarlo y estaba completamente perdido.


Alicante como punto de estabilidad -paseos por el puerto, fotos para Instagram, noches junto al Casino- y después Fuerteventura, para escribir el libro propiamente dicho. El problema era que no tenía nada. Solo el nombre de la isla y una vaga trama de niños que desaparecían, sin más. Otra posibilidad era hacer un "The Lost Weekend" estético. Un libro sobre un tipo de cuarenta años que desaparece y se emborracha y su vida se va convirtiendo en un conjunto de espejismos. A mí me resultaba atractiva aquella demostración de autodestrucción, aunque alguien -no recuerdo quién- me dijo que le parecía una chorrada, así que me olvidé de aquello.


Lo que vino entonces fue la realidad, es decir, lo que no se puede planear. En el viaje de ida, me puse otra vez el documental de Scorsese sobre George Harrison. No recuerdo por qué... y, de repente, todo se convirtió en George Harrison en Fuerteventura. Todo. El libro empezó con una escena en la que el protagonista cotillea entre los discos de su padre y encuentra el "All things must pass" y se queda sorprendido porque, por lo que sea, no le pega. Su padre se está muriendo en un hospital de Santander y él está junto a su hermana haciendo una especie de inventario y viendo películas del oeste porque a su padre le gustaban.


La novela fue un desastre, en eso está casi todo el mundo de acuerdo, pero no me rendí ni un solo día. Ni uno solo. Mi número de páginas diario que no he vuelto a tocar desde entonces, hace ya tres años. Daba igual. Había que sacarlo todo de dentro y no hacía falta que fuera un "The Lost Weekend", podía ser un aspirante a escritor con un hijo de cinco años, en busca de inspiración para algo parecido a un libro. La historia de siempre. ¿Qué recuerdo de entonces? Casi todo. Las hormigas tomando la pequeñísima villa junto al océano Atlántico, al otro lado de la Isla de Lobos. Las noches con el ruido del viento. Los despertares tan tempranos. Los paseos en chanclas. El bar con piscina. La tarde que Roger Federer perdió Wimbledon con 40-15 a su favor en el juego decisivo...


Pero, sobre todo, recuerdo a George Harrison. O tal vez sea al revés: George Harrison me recuerda a esas dos semanas en Fuerteventura. Su música en Spotify hasta para ir al supermercado. Give me love, give me love, give me peace on Earth. El día que My sweet lord sonó en el "Savannah" y uno no podía sino echarse a llorar y repetir I really want to see you, I really want to be with you... sin ningún objeto claro, como pura voluntad de querer que se expresa entre guitarras slide. Recuerdo también que ponían mucho a Clapton. Tanto la parte de "Layla" como la de "Tears in Heaven". Una isla diseñada para que Pattie Boyd no ponga jamás ahí los pies. Una isla maravillosa, irrepetible.


*


Cuando la Chica Diploma, en la terraza del "Racó", pleno sol y filetes con sabor extraño, me dice: "Vete", yo me echo a llorar por dentro. Me vengo abajo. Porque ese "vete", me suena a "ríndete", que siempre fue mi principal aspiración en la vida. "Vete a Corralejo unos días", insiste, "yo me voy a Piedralaves con los niños". Lo que pasa es que yo ya no quiero ir sin ella. Podría ser perfectamente feliz solo otra vez, soy consciente de ello. Lo fui, en parte, el año pasado, sin ir más lejos. Pero quiero ir con ella. Quiero no tener prisa, quiero que nos perdamos juntos en la arena de roca, en las delicias del Waikiki, en la tranquilidad de la Cofradía de Pescadores.


Quiero repetir lo que hicimos en 2014, cuando ella estaba embarazada del Niño Bonito: coger un coche y perdernos por la isla. De norte a sur y de este a oeste. Quiero compartir esa libertad absoluta de la noche cayendo de golpe, las calles iluminadas por neones, los rostros abrasados. Al fin y al cabo, a la Chica Diploma no le gusta George Harrison, pero no tiene por qué disgustarle. No tiene por qué disgustarle "My sweet lord" en un bar en medio de una playa desierta desde la que se ve una isla prohibida y espera una piscina azul como el cielo.


Al fin y al cabo, la Chica Diploma también tiene su propio derecho a rendirse, aunque solo sea para coger fuerzas.


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El Rey Sol coloca los dados según le indica la doctora. A veces. A veces, sinceramente, no. Cuando consigue hacer algo bien, se pone muy contento y yo le aplaudo y entonces se pone más contento y no sé si a la doctora esto le parece bien o mal, pero a mí me da igual: yo voy a aplaudir a mi hijo, siempre, me da igual cuándo y por qué. Luego, reconoce círculos, cuadrados y triángulos y farfulla algo sobre un "rum-rum" que está suelto en medio de la mesa  y se lía un poco con los conceptos de "delante" y "detrás".


Hay algo emocionante en ver al Rey Sol salir adelante. Algo emocionante en verle superar etapas, corretear por los pasillos del hospital rumbo a la siguiente consulta o a la siguiente secretaría. El pulgar izquierdo siempre metido en la boca, la lengua juguetona. Al Rey Sol dan ganas de comérselo a besos todo el rato porque se palpa su fragilidad, porque es el bebote par excellence incluso a una edad a la que el resto de niños empiezan a plantearse ser otras cosas. A él le da igual, está cómodo o lo parece. El mundo le parece perfecto tal y como está. Siempre hay algo para entretenerse. Siempre hay alguien que aplaude.