sábado, mayo 07, 2011

Wall Street


Al lado de Wall Street, en pleno downtown, hay una calle que recuerda a Munich durante la feria de la cerveza. No tiene nada que ver con la seriedad de los grandes edificios alrededor, no siempre rascacielos, pero con esa pinta de robustez, de Reserva Federal. La calle se llama Stone Street y tiene un montón de mesas dispuestas en horizontal, en medio de la calzada, con camareros que salen de bares irlandeses para servir a todos los yuppies de la zona después de un duro día de trabajo.

A Inés le sorprende tanto como a mí -"es la primera vez que vengo desde que estuve contigo hace dos años", confiesa- así que no nos queda más remedio que perdernos entre el jolgorio. Venimos del City Hall, hemos continuado lo que dejamos a medias el viernes: Nassau Street todo recto hasta la esquina del Stock Exchange, donde nos quedamos viendo las ventanitas y decidimos que lo del crack del 29 tampoco pudo ser para tanto.

De ahí al parque desde el que sale el ferry a Staten Island. No vamos a coger el ferry por nuestra vocación anti-turista, pero por supuesto le sacamos una foto a lo lejos a la Estatua de la Libertad y nos hacemos sitio entre los inmigrantes africanos que llegan con sus maletas llenas de ropa y los inmigrantes más o menos legales que hacen caricaturas. En el parque nos paramos, un banco junto al puerto, la conveniencia o no de fichar a Cesc y hasta qué punto eso frenará la progresión de Thiago.

Inés y yo nos conocimos hablando de fútbol y de Gran Hermano y mientras haya frivolidad y deporte en el mundo seguiremos teniendo temas de conversación.

De ahí tiramos un poco hacia arriba, la Zona Cero. El mapa dice que el downtown es muy grande pero a mí se me hace pequeño. Sospecho que Inés me hace trampas o simplemente que la propia complexión de la zona, más europea, calles más estrechas, da una menor sensación de espacio que cuando te pones a recorrerte la Quinta Avenida y aquello no acaba nunca. Volví a comer en Molly' s, soy un animal de costumbres. Si tengo mi restaurante favorito en Medina del Campo no veo por qué no podría tenerlo en Nueva York. Luego pasé una hora leyendo El País en Union Square mientras una madre a mi lado le daba el pecho a su bebé y llegaba un cierto olor a fuego.

Volvamos a donde lo dejamos: Inés y yo en la Zona Cero, en plena reconstrucción. Eso ya no es un agujero, como dice Amy, eso empieza a parecerse a algo. Cogemos el metro, hablamos de lo puñetera que es la ansiedad hasta que consigo tener mi propio ataque de ansiedad y vamos hasta Bedford Avenue, Williamsburg en su máxima expresión. Y es un barrio bonito, Williamsburg, insisto. Amy se nos une y nos quiere llevar hasta el río, pero está todo cortado o al menos no conseguimos dar con la entrada correcta. Cuando decidimos pasar de todo y colarnos, un guardia de seguridad nos regaña. Con razón. A veces me pregunto cuántos guardias de seguridad y cuánta policía secreta hay estos días en la ciudad. Miles. Decenas de miles, quizás.

Cenamos en The Commodore, un bar-restaurante con aire cool, muy Chueca. Chueca es lo más parecido a este Nueva York que conozco. La Chica Blackberry llega un poco más tarde, cuando ellas ya han acabado su ración enorme de pollo frito. Es como un campamento con dos turnos, ahora nos toca a nosotros: más pollo frito -inabarcable- para ella, y una ensalada verde para mí, demasiado sazonada, como suele ser habitual.

La noche languidece hasta que pedimos la cuenta y las niñas se van entre besos y abrazos -mañana no nos veremos- y yo voy con la Chica Blackberry a un bar con terraza, aunque no haga tiempo de terraza o no del todo. Están sus amigos de la NYFA y derivados. Parecen buena gente, gente que ha venido persiguiendo un sueño y ese largo etcétera. Por esa misma razón, supongo, no encajo. Yo duermo mucho más que sueño y no saben la rabia que me da porque siempre había sido al contrario. Aun así disfruto de su cotidianidad durante una hora y media, bebo una Coca Cola y acabo yéndome con la sensación de que sí, podría quedarme, pero algo me dice que ya es tarde.

Así que, en fin, cojo Bedford hasta Metropolitan, Metropolitan hasta Graham y Graham hasta Grant para acabar en Maujer. Un camino algo largo y serpenteante, como en las canciones horteras. Mañana, últimas compras, quizás última visita a Manhattan y taxi para el aeropuerto. Solo que no es un taxi, es un "carro" y no tiene pinta de ser muy legal. Da igual, la Chica Blackberry e Inés, al menos, coinciden en que da igual y a mí eso me basta. Lo peor que me podría pasar es no volver nunca. No me parece tan grave.