El día empieza con la Chica Blackberry y yo tumbados en unas hamacas de madera frente al Hudson, Nueva Jersey en nuestro horizonte. Hace sol y estamos a gusto, nos tapamos la cara con la mano y cerramos los ojos. Solo falta un poco de viento playero, lo demás está en su justo lugar. Nos gusta el sitio pero no sabemos el nombre. Igual no tiene nombre. Simplemente son unas vías cerradas de tren elevado que se han destinado a un paseo con un inicio de vegetación y unas vistas admirables.
Estamos en la 11 o la 12. Nos levantamos, seguimos por arriba y luego por abajo, ya en la Décima Avenida, una calle con poco aire a Manhattan sino a ciudad industrial, cerca de un puerto, camiones enormes y edificios más bajos. Nuestro destino es la 35 con la Sexta. Nuestro destino es un bar irlandés llamado Playwright donde echan el Barcelona-R.Madrid en ocho pantallas a la vez, todas, sin excepción, con los bordes achatados, de manera que cuando el balón se acerca a la portería, simplemente desaparece.
Nos juntamos un buen grupo: están Inés y Amy, estamos la Chica Blackberry y yo, pero están también Arturo, sus tres compañeros de viaje -Fer Cabezas, finalmente, ha causado baja definitiva-, Pep, Jaime y Sean. Como imaginaba ayer, el fútbol pasa a segundo plano y todo es un enfado continuo por cada decisión arbitral, por cada repetición a cámara lenta, la negación constante de la evidencia y la sensación de que la pelota es lo que menos importa en todo esto. Menos mal que ya hemos terminado, empezaba a volverme loco. Ganar, en el fondo, es lo de menos, porque tampoco nos lo reconocerán nunca. Lo más importante de esto es que hasta agosto no vuelven a jugar y no vuelve la demagogia y eso ya es algo.
Tras el partido callejeamos por la Quinta Avenida hasta la 50 o por ahí que está el Rockefeller Center. Es nuestra siguiente parada, pero tenemos que hacer tiempo porque Los Arturos están de compras, así que la Chica Blackberry y yo nos sentamos, apoyamos nuestras cabezas, hacemos un rato de novios-no novios, pasamos por tiendas de Lego como hace dos días pasamos por Hard Rock Cafés, como dos furtivos, entrevemos el Radio City Music Hall y a las 18.30, como estaba previsto, nos reencontramos todos para ver el Top of the Rock, es decir, la azotea del Rockefeller.
Habrá quedado claro para cualquier lector atento que yo no soy un turista al uso, no al menos en cuanto a las atracciones típicas. Eso no me hace mejor ni peor que nadie, es decir, soy perfectamente consciente de lo que me estoy perdiendo. Pagamos los 22 dólares y el ascensor nos sube 67 pisos casi de un tirón. En la azotea tenemos la ciudad a nuestros pies. La Chica Blackberry dice que la vista es mejor que la del Empire State -y desde luego, la espera es menor- porque aquí se ve todo Central Park. Cierto, pero no se ve el edificio Chrysler, probablemente el más bonito de la ciudad. O se ve a medias, si quieren.
Aquello es impresionante, tantos cientos de metros sobre el suelo, tantos kilómetros de visión a la redonda.
Los Arturos quieren verlo de noche así que se quedan a esperar. La Chica Blackberry y yo queremos cenar, que nos parece más práctico, y volvemos a The House of Brews, en la 51 con la Octava, un poco pasado, de hecho. El sitio está más bonito aún que el domingo: ejecutivos salidos de sus oficinas, pantallas gigantes echando el Boston Celtics-Miami Heat. Mi idea de la felicidad es algo parecido a eso: un sillón cómodo, esquinado, después de tanto paseo, una hamburguesa, una Coca-Cola, la NBA y la Chica Blackberry, que siempre va con el cargador encima por si se queda sin batería.
Sería un desastre.
La Chica Blackberry y yo prometimos cuidarnos cuando yo estuviera aquí. Lo hacemos. Ella acepta ir donde mi rutina me dicta y yo le hago mimos en el pelo y la beso a escondidas. No sé si es lo que necesitamos pero es lo que creemos que el otro necesita y eso ya es bonito. A las 9,30 los Celtics ya han vuelto a perder y nosotros hemos acabado la cena. Ponen varias canciones de los Killers e incluso Franz Ferdinand. Si no me equivoco, nuestra última canción fue "Read my mind". Nada de The Kooks ni de Arcade Fire.
Bajamos por Broadway porque la Chica Blackberry sabe que yo quiero bajar por Broadway y perderme en los neones como la mosca tonta que soy. Volvemos a pasar frente al Marriott, nos vemos reflejados en una pantalla gigante a la que hacemos señales como turistas estúpidos y vemos anuncios puestos al revés. Osama y Obama. Obama y Osama. Al final llegamos al metro, dos paradas juntos y cuatro por separado. Mañana, por la mañana, cojo las cosas y me voy a vivir con ella tres días. A cuidarnos un poco más. Si hay suerte, Inés, esa otra enorme cuidadora, me llevará por el downtown: Wall Street, Zona Cero y Estatua de la Libertad.
Cuando me quejo, me quejo. Este no es el caso.