Echo de menos la agitación continua de 2009, con sus visitas fugaces de estado en estado, cinco horas en Indiana, día y medio en Ohio, una noche en Pennsylvania. En ese sentido, y aunque parezca mentira, Nueva York me sabe a poco. Una ciudad. Muy vertical, de acuerdo, pero una ciudad. Las cosas que me sorprenden son las que no viví entonces: por ejemplo, la comida sana; por ejemplo, Brooklyn; por ejemplo, y sobre todo, los viajes de Metro.
Tengo un billete de siete días con viajes ilimitados. Solo ayer ya hice cuatro, que no es mala media.
A Prospect Park llega el Shuttle y las líneas Q y B. El Shuttle es el que utilicé para venir desde el aeropuerto después de un eterno viaje por una línea azul marina. La Q es la que utilizo para ir a Manhattan, siempre con los cascos puestos por si viene alguien a darme conversación, cosa relativamente habitual cuando te ven solo. "No mires a los ojos", me aconsejó Inés para evitar encuentros no deseados.
El metro de Nueva York es como en las películas, exactamente igual desde hace décadas, me temo que lo único que cambia es la publicidad, en inglés y en español: impotencia, calvicie, seguros de vida, cadenas de televisión y un aviso de salud: "Roncar no es ninguna chorrada, roncar te puede matar". Que nadie diga que no son exagerados. Los trasbordos, en cambio, son muy rápidos, generalmente todos los andenes están juntos y seguidos y puede que simplemente tengas que andar dos pasos para estar en tu nueva línea.
Cada vez hay más blancos. No sé si es por el fin de semana y su avalancha de turistas. Ni idea. La línea Q pasa por la 7, luego por Atlantic/Pacific, tiene una última parada en Brooklyn y luego cruza el puente hasta Canal Street. La parte del puente dura unos dos minutos pero es preciosa: los raíles, los coches, el río Hudson con el Atlántico al fondo y ya la entrada atravesando Chinatown. Después de Canal Street, Union Square con la 14, luego la 31 y ya como mucho llegamos a Times Square con la 42.
No hay excesivo control, no hay excesiva policía. El alarmismo se lo dejan a los anuncios. Lo que queda es un continuo traqueteo, como si estuvieras en una diligencia del siglo XIX. El encanto de un país nuevo pero algo gastado.