La respuesta de Recaredo fue contundente y tremendamente gestual. Prácticamente palideció y empezó a tartamudear:
- Sabes que puedes hacer algo mejor. Escribes mucho mejor que eso.
Mentira. Bastaba con mirarle la cara para saber que no podía haberlo hecho mucho mejor. Imposible. Podría haber sido más cruel o más duro, pero eso hubiera estropeado el mensaje, hubiera cambiado la ironía por el rencor.
Mis compañeros de la Escuela de Letras estaban entusiasmados, como si hubiera puesto en mi boca sus palabras -se me da bien, tengo ataques repentinos de valentía casi temeraria-. Todo era críptico, por supuesto. Sólo ellos podían entenderlo. Ellos y Recaredo, aunque me fastidió porque Recaredo siempre me pareció un buen tipo, igual que Benjamín, claro, no como Eduardo.
Era el último día de clase y todos me pidieron que se lo enviara por correo. No era un gran relato, si es a lo que se refería el profesor, pero era un relato que hacía emocionarse, reír, palidecer y tartamudear. Escribir bien consiste, muchas veces, en contar exactamente lo que uno quiere contar... y que los demás lo entiendan.
No creo que sirva de mucho enseñarlo, porque no se entiende fuera de contexto, igual que la mayoría de las cosas de este blog, pero estoy de buen humor y me atrevo: aquí está.
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