Cayó el muro y cayeron las ideologías. Ese fue el eslogan. La realidad iba por otro lado desde el principio: la socialdemocracia europea, incluso el comunismo occidental, tenía ya poco de marxista y desde luego casi nada de soviético. Un socialismo de OTAN y Comunidad Económica Europea, no nos volvamos locos. Si hubieran mirado a España se habrían dado cuenta pero a España nunca la miran porque siempre está haciendo alguna cosa rara.
Mientras nosotros votábamos al PSOE religiosamente cada cuatro años, el resto del mundo se obcecaba en sus Reagan, Bush, Thatcher, Major, Andreotti, Kohl y esa figura tan extraña que fue Mitterrand, una especie de Metternich del siglo XX.
Así que cuando la derecha -sea eso lo que sea- cayó en el resto del mundo y dio paso a la socialdemocracia, hubo que inventarse un nombrecito para vender el producto. Y el nombre en cuestión fue "tercera vía". En realidad, se trataba de no dar miedo, igual que cuando el PP se empeñaba en decir "no, de centro, nosotros de centro". El partido laborista inglés quiso reinventarse y apareció Tony Blair con su sonrisa, sus orejas de soplillo y su juventud arrolladora, hoy perdida entre multimillonarias conferencias y consejos de administración. Blair era el Felipe de 1997. El hombre del cambio tranquilo tras casi dos décadas de gobiernos conservadores.
Mientras la derecha británica se descomponía en mil batallas internas, Blair se limitaba a tranquilizar a todo el mundo, "calmar los mercados", que lo llamarían ahora. "Somos la tercera vía", dijo, y se quedó tan ancho, como si aquello del punto medio entre el liberalismo salvaje y el comunismo dictatorial no hubiera existido nunca antes. Como si la socialdemocracia europea no consistiera precisamente en eso. Junto a Blair, salió una nueva generación de progresistas como setas: Jospin, en Francia, Schroeder en Alemania, Prodi en Italia... Borrell lo intentó en España pero acabó sucumbiendo al aparato del partido, como buen político español.
Aquello de la "tercera vía" se expandió con tanto éxito que incluso Clinton y sus demócratas se quisieron unir a la fiesta mientras bailaban "La macarena". Quizá se tomaron a sí mismos muy en serio. Jospin el que menos, por eso duró tan poco. Blair y Schroeder intentaban no molestar a nadie y si había que hacerse fotos con la Reina Madre y besarle la mano, adelante, lo que fuera. Un hombre que pasará a la historia por acuñar la frase "la princesa del pueblo" antes de que Jorge Javier Vázquez se la aplicara a Belén Esteban.
El papel de la tercera vía fue un papel muy soso porque no había nada que hacer. Todo estaba atado y bien atado. Se limitaron a discursos más o menos vacíos, alianzas peligrosas, algún agit-prop desganado... y a continuar las medidas neoliberales de sus antecesores, las mismas que nos tienen ahora donde nos tienen. Clinton cayó el primero, o más bien cayó Al Gore, que se pasó a la meditación, la ecología y las charlas a cien mil euros la sesión. Después fue Jospin, que nunca acabó de enterarse de la historia. Prodi, a la italiana, decidió aparecer, reaparecer, transformarse y acumular dimisiones compulsivamente. Schroeder y Blair se quedaron casi hasta el final, justo cuando el barco se empezaba a hundir.
El alemán se comió el primer marrón de las reformas impopulares y le dijo a Merkel "tú te encargas del resto", el inglés ni eso: se echó a un lado, le pasó a Gordon Brown el "tú la llevas" y se dedicó al retiro dorado apenas pasados los 50 años. Entonces la derecha arrasó en todo el continente: Cameron, Berlusconi, Sarkozy, la propia Merkel, los gemelos polacos... En España, como siempre, diez años a destiempo, Zapatero ganaba sus segundas elecciones.