miércoles, noviembre 30, 2011

Jimmy Connors, campeón a los 40


En ocasiones, Jimmy Connors me parece un jugador infravalorado. Es extraño porque lo tenía todo: un carisma furibundo, una relación sentimental mediática con Chris Evert que se rompió días antes de la boda, un humor de perros, solo comparable, quizá, al de John McEnroe… y sobre todo una regularidad en su juego a prueba de bombas: pasó 13 años consecutivos entre los cinco primeros del ranking mundial. Trece años, uno detrás de otro, desde 1973 hasta 1986.

Años en los que tuvo que enfrentarse a Newcombe, Rosewall, Nastase, Ashe, Vilas, Borg, Lendl, Wilander, el joven Becker y el mencionado McEnroe, es decir, algunos de los mejores jugadores de este deporte.

Dentro de esa regularidad hubo momentos arrolladores: en 1974, por ejemplo, y con solo 22 años, Connors ganó 99 partidos y perdió cuatro, llevándose por el camino hasta 15 torneos, la inmensa mayoría de ellos en terreno norteamericano. Si su longevidad no le llevó a ganar más Grand Slams se debe a una explicación obvia: en casi 20 años de carrera, solo disputó dos veces el Open de Australia —victoria en 1974, final en 1975— y hasta 1979 no se tomó en serio Roland Garros, después de una extraña ausencia de cinco años por desavenencias burocráticas.

Su dedicación a los Estados Unidos fue absoluta. Los éxitos en Europa se limitaron a Wimbledon, jugador zurdo de ataque constante que se adaptaba a la perfección a la hierba ultrarrápida de los setenta y los ochenta. Hasta seis finales jugó en Londres, ganando solo dos. El resto del tiempo lo pasaba en su coto privado del circuito americano, sumando los suficientes puntos para mantenerse entre los mejores y logrando un récord casi insuperable: 12 años seguidos llegando a semifinales del US Open, con cinco títulos para sus vitrinas y otras dos finales, la última de ellas en 1987, cuando ya tenía 35 años.

Lo de Connors con Nueva York fue una historia de amor en toda regla. El público estadounidense admiraba su pasión y su lucha y conforme fueron pasando los años, aquel visceral jugador de los 70 pasó a ser algo así como el hermano mayor y responsable del díscolo McEnroe. “Big Mac” a menudo se empeñaba en pasar por un maleducado consentido. “Jimbo” era simplemente un superviviente y así se le veía en Forest Hills y Flushing Meadows.

El declive se anunciaba cada temporada pero no acababa de llegar nunca. Después de 788 semanas consecutivas en el Top 10 de la ATP, Connors pareció situarse al borde de la retirada en 1988 después de no participar en Roland Garros y caer en octavos de Wimbledon. Tenía 36 años, la carrera hecha, y el cuerpo castigado por mil batallas, pero “Jimbo” decidió no rendirse. Meses después llegaba a cuartos de final en Nueva York y conseguía acabar el año como número siete del mundo. ¡Catorce años después de ser número uno!

Las cosas, como era de esperar, no fueron a mejor: en 1989, Connors cayó al número catorce. No es que esté mal, precisamente, pero cuando te has instalado en el top 10 durante 16 años sabe a poco. Ganó dos títulos, jugó otras dos finales, mantuvo sus eternos cuartos de final en Nueva York —aquel partido inolvidable ante Andre Agassi y el grito desde la grada: “Vamos, Jimbo, él es un punk… tú eres una leyenda”— y se preparó para un año terrible, 1990, en el que una grave lesión le hizo, ahora sí, plantearse seriamente colgar la raqueta. Su muñeca izquierda dijo basta: jugó tres partidos, los perdió, se operó, pasó toda la temporada en reposo y acabó aquel año en las profundidades de la clasificación.

Ese no era un final digno para una leyenda, debió de pensar entonces Connors. ¿Saben lo que es ganar 149 torneos durante casi 20 años de lucha, nueve Grand Slams, ser número uno del mundo cinco años seguidos, saber que podrías ser el padre de buena parte de tus rivales y aun así pasarte el invierno estadounidense entrenando mañana y tarde para volver a competir? No apetece, ¿verdad? Pues Connors lo hizo. Con casi 39 años anunció su recuperación y su deseo de volver al circuito. Aquello parecía una excentricidad, pero era algo más que eso.

A los problemas de muñeca, en 1991 se unieron los de espalda. En la tercera ronda de Roland Garros, Jimbo tuvo que retirarse contra Michael Chang por unos dolores insoportables. Eso sí, lo hizo a su manera: ganando el último punto del partido y sólo entonces anunciando que no podía más. Incapaz de avanzar lo suficiente en los rankings —estamos hablando ya de los años de Sampras, Courier, Bruguera, Muster… toda esa serie de maestros a los que vimos jugar de adolescentes— la organización del US Open decidió darle una “wild card” como invitado y meterle de rondón en el cuadro.

Alguien que ha ganado cinco veces tu torneo y lo ha disputado veinte merece una última oportunidad.

Cada partido de Connors era una fiesta en Nueva York. El abuelo frente a los adolescentes de Nike y Adidas. En primera ronda remontó dos sets para imponerse a Patrick McEnroe. En segunda ronda, se deshizo por la vía rápida de Schapers. Su siguiente rival era Novacek, un sólido jugador checo que partía como cabeza de serie número 10. A Connors solo le pudo hacer ocho juegos en todo el partido.

Jimbo ya estaba en octavos de final, nadie sabía cómo. Ni muñeca ni espalda ni perro que le ladrara. El día de su 39º cumpleaños salió a la pista para jugar contra Aaron Krickstein, la perla blanca de la cantera estadounidense hasta que Courier, Sampras, Chang, Agassi y compañía le pasaran por encima. Krickstein había nacido en 1967. Connors en 1952. El primer set fue para el benjamín, el segundo se lo llevó Connors en un eterno tie-break. Krickstein volvió a golpear duro en el tercero (6-1) pero cedió el cuarto y el partido se encaminó a un quinto set con el público de Flushing Meadows enloquecido, burritos y coca-colas en mano.

Connors aguantó hasta el tie-break de esa quinta manga. Una vez ahí, cuando se suponía que el cuarentón caería agotado después de tantos partidos seguidos, tantas horas en la cancha… consiguió una de las victorias más dulces de su carrera venciendo 7-3 en el juego definitivo.

Nadie podía creérselo. Jimbo saltó enloquecido, furioso. Vaya regalo de cumpleaños. En cuartos de final le esperaba el holandés Paul Haarhuis, un jugador muy peligroso en pistas rápidas, pero, aunque consiguió adjudicarse el primer set, acabó cediendo los tres siguientes como si no quisiera molestar. Connors llegaba a semifinales del US Open todavía con el ignominioso “WC” al lado de su casilla del cuadro. No era una experiencia nueva: había estado ahí trece veces antes. Si contamos todos los torneos del Grand Slam, el número subía a 27.

Su rival en semis era el joven pelirrojo Jim Courier, aquel hombre con pinta de leñador infalible. Connors había disputado su primer US Open justo el año en el que su rival nacía.

En un momento dulce, Courier iba camino del número uno: campeón de Roland Garros ese mismo año, su potencial era tremendo. Derecha tras derecha, Courier fue erosionando la moral y el cuerpo maltrecho de Connors. Cuando Jimbo perdió el primer set, el público se consoló recordando las remontadas de antaño. Cuando perdió el segundo, la esperanza se quedó en fe. Al primer break del tercer set ya se supo que aquel era el final de una época. 6-3, 6-4 y 6-2 fue el resultado. Connors se llevó la mayor ovación de la historia, algo solo comparable a lo que pasó con Agassi 15 años después.

Semifinalista a los 39 años cuando el campeón del año anterior, Pete Sampras, tenía 19.

Pese a todas las evidencias, no fue el final de Connors. Al borde de los 40 se apuntó a otra temporada de tenis profesional. Se despidió de Roland Garros y de Wimbledon en primera ronda y los presagios de una nueva hazaña en Flushing Meadows acabaron pronto también: después de ganar al brasileño Oncins en tres cómodos sets, Connors empezó su duelo de segunda ronda ante Ivan Lendl apuntándose la primera manga y soñando con un nuevo cumpleaños sobre la pista. El checo-estadounidense, ya lejos de sus mejores años, no era el invitado más agradecido para una fiesta así. Sin mover un músculo, como en él era habitual, despachó a su compañero de correrías ochenteras en los tres siguientes sets: 6-3, 6-2 y 6-0. Aquello fue cruel y puede que innecesario, pero Lendl no entendía de melodramas.

Perder 6-0 el último set de su carrera en Nueva York debió de ser un penoso trago para el arrogante Connors. Despedirse ante Ivan Lendl, por otro lado, era un digno colofón. No volvió a pisar la pista de un Grand Slam. Aquel año, el último completo en el circuito, ganó más partidos (17) de los que perdió (15) y se mantuvo dignamente entre los 100 primeros de la clasificación ATP como venía haciendo desde que se instauraran los rankings en 1973, con la excepción, lógicamente, del año de su lesión de muñeca.

No fue una despedida completa. Connors podía permitirse el lujo de improvisar y eso hizo: en 1993 jugó cinco torneos; en 1994, fueron tres. En 1995, a punto de cumplir los 43 años, llegó a cuartos de final del torneo de Halle, preparatorio para Wimbledon. Su único partido de 1996 fue en Atlanta ante Richey Reneberg. Connors perdió pero se llevó un set. El orgullo siempre antes que la rabia. El inconformismo, siempre el inconformismo del hombre record.

Artículo publicado originalmente en la Revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"