Cuando desaparece el dolor aparecen las manías. Esto es así. Lo bueno que tiene el dolor es que todo lo demás pasa a un segundo plano. Lo malo es que uno se acaba acostumbrando y, cuando no tiene dónde mirar, el cuerpo parece que se queda como un niño sin balón en medio de la playa, confuso, buscando en todos lados y esperando cualquier excusa para echarse un berrinche, mientras la cabeza, adoptando el papel de madre comprensiva que ha ejercido durante tres años casi, escucha y escucha y a veces incluso obedece.
El caso es que ahora que no soy un enfermo crónico, al menos hasta el siguiente brote, llevo el camino de la anorexia. Me veo gordo y aprovecho cualquier espejo para simular una papada. Del éxito de la simulación depende lo que vaya a comer los siguientes días. Me explico: si un día, pongamos en Sanchinarro, salgo del cuarto de baño y me miro fijamente en el espejo, bajo la cabeza, hundo el cuello y de ahí sale una masa barbuda, se acabaron los chocolates y los dulces y vuelve la disciplina de la plancha y el tomate o lechuga. Agua a todas horas.
Por el contrario, si a la semana -porque yo soy obsesivo incluso en mi metabolismo- he perdido papada y con la papada, milagrosamente, un par de kilos, no hay quien evite que baje al bar para meterme un desayuno con café, zumo de naranja, pulga de tortilla y croissant como dios manda, que es la frase de moda desde el pasado domingo. El "como dios manda" de Rajoy es heredero del "por consiguiente" de Felipe. Aznar y Zapatero fracasaron a la hora de imponer una coletilla, que para un español es un fracaso mayúsculo. A cambio abusaron de sus hormonas: la ceja poblada y el sólido bigote.
En estas estamos. El fin de semana pasé una tarde con mi fisioterapeuta hablando de narrativas. Ser Guille Ortiz, la estúpida narrativa Guille Ortiz, en ocasiones me aburre más que me abruma, pero desde luego es mucho peor cuando la narrativa desaparece y vuelve el dolor. No he comentado eso antes pero déjenme que lo haga ahora: el dolor, el dolor crónico lo primero que elimina es la narrativa, la capacidad de contarse a uno mismo de una manera no solo lógica sino interesante. Se convierte todo en una sucesión de pruebas y lamentaciones.
Ahora no, ahora vuelvo a sonreir a los ojos de las chicas guapas, ocupar bares hasta la madrugada -aunque sea a base de botellas de agua, recuerden las manías recurrentes- y regalar libros mientras intento demostrar que no soy ninguna abstracción, que no seré nunca ninguna abstracción, que a mí no me puedes decir "eres mi amigo" porque yo en realidad soy mucho más que tu amigo: yo soy yo. Esa es la base de mi narrativa indignada, pero estaba ahí desde años atrás: Unamuno asomaba su cabeza al interior de un pozo y gritaba "¡Yo!" para escuchar el pronombre repetido dos o tres veces por el eco. Le hacía sentirse mejor.
Guille Ortiz se lo dice a los espejos y a las chicas que escuchan. No todas las chicas escuchan, claro, y no todas las chicas escuchan y se lo creen, pero cuando algo de eso sucede, cuando el "a mí no me digas que no se puede" parece calar, es un momento precioso porque es el momento para el que uno vive. Yo no soy de vencer sino de convencer. Un guardiolista cualquiera. Un esteta. Cuando desaparece el dolor, insisto, lo que aparece es la estética, casi más que la narrativa. No solo los espejos sino la sensación de estar haciendo lo que debes más allá de cualquier obligación moral.
Que la imagen que proyectas es tu imagen, con o sin papada peluda.
Es martes. Esta mañana, justo antes del croissant, el camarero se despedía después de tres años y pico de descafeinados y escalopes. Me pareció algo muy triste pero tenía demasiado sueño como para expresárselo. Cuando tengo sueño, farfullo, y no me entiende nadie y yo sé que no me entienden y entonces me siento culpable y me sumerjo en el zumo de naranja. Uno necesita referencias incluso cuando va a desayunar. Especialmente cuando va a desayunar.
Tengo unos cuantos proyectos por delante, todos apetecibles. Mi fisioterapeuta -llamémosla así como llamamos Chica Langosta a la Chica Langosta- me pide que frene, supongo que en todos los sentidos. Yo contesto que no sé frenar, que paso del francotirador al kamikaze sin puntos medios y que sí, que pararé cuando pete. Ella no lo entiende, me mira sorprendida y dice "¿Entonces vas a darte contra el muro hasta que se rompa?" y la verdad es que no, la idea es darse contra el muro hasta que me rompa yo, de nuevo como el niño en medio de la playa, el balón de Nivea desaparecido, nada detrás de lo que correr, algo de frío que viene del mar, la mirada perdida alrededor de un montón de toallas y el lloriqueo que se convierte en rabieta.
Rabieta de niño agotado.
Ese es mi futuro y no el del sueño de esta noche, donde me decían que no iba a jugar al baloncesto profesionalmente y yo contestaba "Con 35 años y midiendo 1,70 no me parece una gran predicción". Exagero incluso dormido. Tengo 34 y mido casi 1,75 solo que agacho un poco los hombros, como mi padre, y parecen menos. A lo que íbamos, frenar o petar. Lo seguro o lo alocado. Claramente, estamos en un momento en el que lo que apetece es tomar decisiones insensatas. No digo equivocadas, sino insensatas. Una tarde, uno mete 100 euros en su cuenta de Bet and Win y se empeña en apostar por sorpresas más o menos verosímiles.
¿Espera una recompensa por ello? No. Un ludópata no juega para ganar, simplemente juega. Un ludópata incluso se aburre de escenario y llega un momento en el que el Casino de Torrelodones -o la Escuela Oficial de Idiomas de Móstoles, pongamos por ejemplo- no le basta. Le aburre. No solo es cuestión de perder o ganar con elegancia sino de tener un público. Nadie quiere ser el árbol que cae en un bosque vacío. Yo, desde luego, no quiero serlo. Yo soy la cabeza contra el muro hasta que caiga redondo hacia atrás, algo, por cierto, que estuvo a punto de pasar ayer.
Un mundo de desmayos y lipotimias, ese es el mundo que nos espera. La mejor manera de no tener miedo es recordar los miedos anteriores. Hubo una noche en la que al día siguiente me operaban y me ponían una sonda durante 10 días. Eso es el miedo. Podría ser peor, lo sé, pero al lado de eso, cualquier obsesión de madrugada queda en nada y pensar eso me permite dormir, no todo lo que quiero porque siempre hay una alarma o un telefonillo a punto de sonar.
Soy un profesor pavloviano.
¿Soy un profesor?
Todo lo que sé del hombre lo aprendí de "Cuando Harry encontró a Sally", por encima de todo, que el hombre y la mujer necesitan crear leyes universales para romperlas. Una ley puede ser que algo no sucederá nunca y otra ley puede ser que va a suceder porque así lo quieres. En rigor, las dos son falsas, pero las dos nos permiten la ilusión de que mañana será distinto y por eso estamos aquí. Cuando nos abstraen, nos deprimimos, y adelgazamos. O al contrario.
Lo demás son lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábados, domingos astrománticos.