La cábala tenía sentido: Bahamontes ganó el Tour de Francia en 1959; catorce años después, en 1973, el ganador fue Luis Ocaña. Ellos dos eran los únicos españoles en llegar de amarillo a París y parecía justo que catorce años después les acompañara en el palmarés otro compatriota: el segoviano Pedro Delgado, algo más que un ciclista, casi un fenómeno de masas, acostumbrados como nos tenía al demarraje y la pájara, la pájara y el demarraje.
Pedro Delgado —Perico, a partir de ahora— había crecido a la sombra de Ángel Arroyo, el hombre que despertó al ciclismo español tras casi una década de letargo peleándole a Laurent Fignon el Tour de 1983. Algo más joven que los Lejarreta, Pino, Fernández y compañía, Perico estaba llamado a ser un agitador y poco más: la gran estrella de su generación, la del 60, era Julián Gorospe, gran contrarrelojista, buen escalador… pero con problemas en las grandes citas.
Detrás de ellos, venían apretando Anselmo Fuerte, Fede Echave, Iñaki Gastón, Peio Ruiz Cabestany y por supuesto el gran Miguel Induráin, pero para aquel verano de 1987, Perico ya se había adelantado a todos a base de coraje y tácticas suicidas. Su descenso del Pereysourde en el Tour del 83 le valió el apodo de “El loco de los Pirineos” y en 1985 ganó la Vuelta a España arrebatándosela in extremis a Robert Millar, aquellos tiempos sin pinganillos ni tácticas de equipo.
En el Tour había ganado etapas y había dado espectáculo, pero su mejor posición en la general final era una sexta plaza en aquel año dorado de 1985. Delgado tenía problemas contrarreloj y le faltaba constancia. Coincidió, además, con Hinault, Fignon, Lemond… lo único que se podía esperar en esas circunstancias era recoger las migajas.
Ahora bien, en 1987 no estaba Hinault, ya retirado; ni Lemond, convaleciente de un accidente de caza; y Fignon no era el chaval arrogante que abrumara a sus rivales en el 83 y el 84. Quedaba por tanto un hueco para los eternos aspirantes: Sean Kelly, Urs Zimmerman, los franceses Jean François Bernard y Charlie Mottet… y, por supuesto, nuestros Delgado, Lejarreta, Chozas, Fuerte y compañía.
El prólogo colocó a Perico en la 23ª posición, un resultado más que decente. Nijdam, el Cancellara de la época, ganó la etapa y Miguel Induráin ya consiguió un séptimo puesto que anunciaba su futuro. Después, las etapas se limitaron a ir pasando entre los sprints de Van Poppel y el liderato estable de Eric Maechler, del equipo Carrera, formación que encabezaba un corredor irlandés, Stephen Roche, reciente ganador del Giro de Italia delante de las narices de los Visentini, Moser o Saronni.
Roche no partía como favorito para el Tour porque eso del doblete estaba destinado a gente como Eddy Merckx o Bernard Hinault, y el irlandés era un gran corredor: impecable contrarrelojista, muy listo en el llano y con piernas para la montaña, pero desde luego no era Merckx ni era Hinault, el recuerdo estaba demasiado presente como para obviarlo.
Toda esta perspectiva cambió cuando se impuso en la primera crono, la de Futuroscope, más de medio minuto por delante de Charly Mottet, nuevo líder de la carrera, y dos minutos y medio de ventaja sobre Delgado, que acabó en un dignísimo décimo puesto, al acecho para dar el golpe en la montaña que venía justo la jornada siguiente: llegada en Chaumeil, Lale Cubino rozando la gloria y Perico metido en harina con Herrera, Alcalá, Parra y demás guerrilleros, todo para sacar 17 segundos al resto de favoritos.
El equipo PDM, donde militaba entonces el segoviano, esperaba pacientemente los Pirineos… pero fue acercarse la cordillera y reinar el caos: en un despiste impropio, el pelotón dejó que Breukink, Bernard y Herrera llegaran a Pau con casi cuatro minutos de ventaja. Laguía tiraba y tiraba pero no había manera. Mottet mantuvo el liderato, Bernard se colocó segundo para deleite de las masas francesas, Roche logró subir al tercer lugar… y Perico quedaba cuarto pero a casi cinco minutos del líder.
Tocaba la épica, el terreno favorito del segoviano: primero, hachazo en Luz Ardidén, donde no pudo dejar de rueda a Roche pero sí a Bernard, que cedía un minuto y medio y a Mottet, que quedaba a más de dos minutos; después, sorpresón en Blagnac: el irlandés se quedaba cortado y cedía un minuto y medio con el grupo principal.
Aquel Tour se convirtió a partir de ese momento en una escaramuza constante. Un Tour sin “patrón”, de los que gustan al aficionado. Al día siguiente, camino de Millau, era Bernard el que atacaba, sacando solo un segundo a Roche y tres a Perico pero castigando en otro minuto y pico a Mottet, asediado ya como líder, sus tres perseguidores en menos de dos minutos. Imperial, esperaba la cronoescalada del Mont Ventoux, orgullo del Macizo Central, paisaje lunar y asfixiante… tumba del inglés Tom Simpson veinte años atrás.
En 1987, el Mont Ventoux fue más francés que nunca: Jean François Bernard se sacó de la manga una contrarreloj increíble, superando en más de un minuto y medio a Herrera, casi dos minutos a Delgado , 2’19” a Roche… y 3’58” a un Mottet que cedía por fin el liderato a su compatriota. Apenas un chaval, Bernard se convirtió de la noche a la mañana el sucesor de Fignon e Hinault, con su leoncito de Credit Lyonnais, y la prensa gala vislumbraba su victoria final con solo los Alpes de por medio. Segundo, a 2’34”, el infatigable Roche; tercero, todavía, Mottet; cuarto, en la barrera de los tres minutos, Pedro Delgado.
El segoviano llegaba al final con piernas frescas y no esperó a cotas mayores para iniciar su ofensiva: primera etapa alpina, primera batalla. Con Roche pegado como una lapa, Perico ganaba en Villard de Lans y hundía de una sola vez a Bernard, quien, inexperto quizá, nervioso, puede que simplemente cansado, se dejaba cuatro minutos y el Tour en esa escalada. Las cartas quedaban por fin sobre la mesa: a cinco días de París la cosa quedaba entre dos.
El Alpe D´Huez estaba llamado a dictar sentencia y lo hizo con exhibición patria: Fede Etxabe ganó la etapa, seguido de Anselmo Fuerte, y detrás, Delgado, en un ataque soberbio, consiguió distanciar por fin a su sombra de ojos claros: casi dos minutos de botín ante un Roche al que el peso del reciente Giro parecía venírsele encima. Perico, por fin, era el líder del Tour y además lo era en el Alpe D’Huez. Todo aquel que había acabado aquella etapa de líder había ganado el Tour. ¿Por qué tendría que ser 1987 una excepción?
Todavía quedaba montaña. La diferencia entre Delgado y Roche estaba en solo 25 segundos y, con la contrarreloj final, puede que Perico necesitara un minuto para estar tranquilo. Llegando a La Plagne, el segoviano demarró y nadie pudo seguirle. Roche agonizaba mientras la ventaja de su rival aumentaba casi metro a metro: quince segundos, medio minuto, un minuto entero… Perdidos en una realización tan caótica como la propia carrera, llegó un momento en el que nadie sabía dónde estaba cada uno. Delgado parecía atrancado, pero cada segundo contaba. Medio apajarado, llegó a meta y miró hacia atrás para medir la distancia.
No tuvo que esperar demasiado, a los cuatro segundos, literalmente de la nada, aparecía Roche, retorciéndose, empujando con los riñones, extenuado… pero vencedor moral.
La imagen del irlandés tirado en el suelo recibiendo oxígeno es de las que marca una generación. “No pasa nada, mañana lo remata”, decía el Marca, pero Delgado había gastado su bala y en ciclismo la cabeza hace la mitad del camino. No solo no pudo distanciar más a Roche en la última etapa alpina, la de Morzine-Avoriaz, sino que un desgraciado corte al bajar el último puerto le hizo perder dieciocho segundos vitales. Hechas las sumas y restas, llegaba a la contrarreloj final con solo 21” de ventaja y un rival desatado.
Dijon fue el escenario de la tragedia. Las únicas bazas del español eran las místicas: el número 14, la magia de Alpe D’Huez, las supuestas alas del maillot amarillo… Perico no se entregó porque Perico no se entregaba nunca, como mucho se despistaba. Hizo una gran contrarreloj en la que acabó séptimo a 2’45” de Jean Françpis Bernard, de nuevo renacido. No fue suficiente: Roche se limitó a regular, sacar toda la ventaja al principio y después moverse en una cómoda tierra de nadie, lejos de la victoria de etapa, con suficiente margen para conseguir el ansiado doblete Giro-Tour que después de él solo repetirían Induráin y Pantani. Ahí es nada.
Perico acabó destrozado. Aquello fue una desgracia para el país, pero al estilo McCarthy; el segoviano dijo “Volveré” y el año siguiente, probenecida aparte, se llevaría su Tour en una exhibición de principio a fin. Roche acabaría 1987 ganando el Campeonato del Mundo y después las lesiones truncaron su carrera hasta un corto “revival” en 1992, de nuevo con Carrera, de nuevo contra Delgado, una etapa que el irlandés, escudero de Chiapucci, le birlaría a Perico, escudero de Induráin.
Afortunadamente, el navarro se encargaría después de poner orden.
Artículo publicado originalmente en JotDown Magazine dentro de la sección "No pudo ser".