Puede que la influencia viniera de antes de "Kids" o "El odio". Seguro que sí, pero esas dos películas estaban ahí como versión naïf del infierno adolescente, casi infantil. Los problemas de los barrios bajos estadounidenses o de la "banlieue" parisina. Chorradas. Mala conciencia de niños bien. ¿Querían dolor de verdad, querían un retrato de drogadictos, camellos, pistoleros, chabolistas, familias desestructuradas, niños con el pegamento en la nariz hasta caer redondos? Ahí estaba Víctor Gaviria para mostrarlo en lo que forzosamente tenía que ser una recreación, una actuación, pero donde el truco no se veía nunca.
Si esos chicos estaban siguiendo un guion, nada lo hacía pensar así. Lo más impactante de "La vendedora de rosas" debería ser el "making of" de "La vendedora de rosas". No sé si lo hay. Si no lo hay, alguien debería editarlo ya. Medellín. El horror. Algo parecido a un viaje a las tinieblas donde Kurtz no es más que un violador de niñas o un drogadicto de torso desnudo hablando en su jerga.
Gaviria consiguió lo impensable: rodar una película en español con subtítulos en español. Todo el mundo habla tan pasado de rosca que es imposible entender nada más allá de "gonorrea" por aquí y "gonorrea" por allá. Los subtitulos funcionaban como un tiro: era la explicación para las burgueses, la constatación de que tu lugar era ese: el del burgués que no entiende el dialecto y necesita que se lo traduzcan. Aquello no era una consideración, aquello era casi una venganza. Usted no sabe lo que está pasando y aunque lo supiera no lo entendería jamás, salvo que yo se lo deletreara.
"La vendedora de rosas" era algo parecido a una película coral con un personaje que centra las cosas a lo Martín Marco. Una niña en torno a los 12 años que tiene que tirar adelante de su propia familia vendiendo rosas con cara de pena. Una niña que se droga, que la roban, que abusan de ella, que acaba muerta de un disparo en una batalla cualquiera. Aquí no hay un rostro compungido de Chloe Sevigny intuyendo lecciones morales. Aquí hay una guerra. Punto.
Gaviria lo intentó años después con "Sumas y restas", película que, hasta donde yo sé, no se llegó a estrenar en España más allá de un pase de prensa furtivo en el Festival de San Sebastián. La crítica la destrozó. A mí me encantó, para variar. Había en "La vendedora" un punto de lagrimilla socialdemócrata que a veces irritaba. En "Sumas y restas" no. Ahí no estaban los camellitos de la calle con sus inhaladores: allí estaban los señores de los cárteles, los de arriba... Y los de arriba, con su poder, su dinero, sus casazas, sus servicios de protección... estaban tan perdidos como los de abajo y hablaban de la misma manera incomprensible.
Un lenguaje común para el explotador y el explotado. Una película no se entendía sin la otra.
Las distribuidoras prefirieron no verlo así: con una tanda de palos en San Sebastián les valió y no quisieron repetir. Puede que "Sumas y restas" fuera más decadente, pero ahí estaba su encanto. Hay un límite de sufrimiento que podemos aguantar y el límite depende de dónde coloquemos la normalidad. Una muerte es un drama, 200 muertes es una tragedia incomensurable, 200.000 muertos es una cifra sin más. Gaviria quiso poner el acento ahí pero no le dejaron. Tú a tus niños y a tus barrios pobres, no nos mezcles las cosas que nos perdemos sin subtítulos.
Y ahí sigue el hombre, intentando volver a las pantallas... o quizá no, sin intentarlo en absoluto. Nunca lo sabremos. No existe. Uno pasa de gran revelación a gran fracasado de una película a la siguiente. Esos son los tiempos. Esas son las prisas.