Nunca conocí en persona a Michael Robinson. No creo que hiciera falta para asegurar que era un hombre feliz y que encontró en España un auténtico parque de atracciones. Desprendía entusiasmo. El fútbol, el deporte en general, parecían una excusa en segundo plano para disfrutar del día a día, de la vida en su totalidad. Quizá por eso nunca se metió en guerras ni en discusiones mediáticas. Él había venido desde tan lejos para pasarlo bien, no para tirarle ladrillazos a nadie. Esa felicidad la contagiaba en cada entrevista, en cada retransmisión, en cada comentario. Nos enseñó que uno podía reírse en medio de un partido de la máxima sin parecer en ningún momento grosero ni ridículo. Que uno podía disfrutar de ese partido sin necesidad de histrionismos.
Supongo que Robinson apareció en mi vida como futbolista guerrero del Osasuna. Lo supongo pero ya no lo recuerdo. He visto muchas imágenes suyas pero sé que son posteriores. Para mí, Robinson era el comentarista un poco torpe con las palabras que me deslumbró en el Mundial de 1990. Ya por entonces tenía cierto gusto por hacerlo fácil. Eran los tiempos en los que no resultaba tan habitual que un ex futbolista -recién retirado, además- hiciera de comentarista y desde luego, que lo hiciera con tanta locuacidad aunque fuera complicado entender su castellano.
Creo que uno de sus grandes aciertos, una de sus marcas personales, fue no solo mantener la locuacidad y el entusiasmo sino la dificultad con el idioma. En eso recordaba al también fallecido Radomir Antic y no en vano el serbio le propuso un lugar en el banquillo del Atlético de Madrid justo cuando empezaba el famoso "año del doblete". Robinson hablaba raro y logró que eso formara parte de su encanto. La indefinición ante la "erre" que tanto caracteriza a los ingleses. Naturalidad ante todo.
Repasar la cantidad de programas de calidad en los que participó es ridículo y además puede que la memoria me falle, así que vayamos al primero: "El día después". En un principio, el programa estaba pensado para Nacho Lewin y Jorge Valdano, una combinación quizá excesiva en lo teórico. Pedante, vaya. Relaño vio claro que hacía falta otra cosa y que Robinson se lo podía dar. Y se lo dio. Desde la pizarra cibernética a lo que el ojo no ve a un divertidísimo "rap del inglés" que por mucho que busco en YouTube no encuentro nunca.
Michael Robinson. Nos hemos acostumbrado tanto a la muerte en estas seis semanas, hemos visto tantos y tantos números por delante de nuestras narices que aún estamos demasiado en shock como para darnos cuenta de la realidad. Hemos normalizado la muerte diaria como normalizaba él la vida. Michael Robinson, por supuesto, en la portada del PC Fútbol, la mejor operación de marketing de la historia. Cuántos niños, cuántos adolescentes, crecimos con sus comentarios a los partidos en los que nuestro Leganés o nuestro Villarreal de turno le ganaba al Milan la Copa de Europa...
Creo que me faltan palabras, que no soy capaz de describir todo lo que Robinson ha significado en mi biografía. No ya como deportista ni como experto ni como ejemplo periodístico. Al revés, como ejemplo de vida. Leith y Robinson, borrachos como piojos en un bar comentando partidos de los 70 y 80 del Liverpool y el Arsenal. La vida, ya digo, y, después, todo lo demás. Con estilo, por supuesto, pero sin dramas. En un mundo de chapapote, consiguió salir limpio. Lloverán los homenajes y serán todos merecidos. Hay algo en la muerte de Robinson que recuerda a la de David Gistau: nadie saldrá a hablar mal de él, no se encontrará ningún enemigo ajustando cuentas. Y si alguien lo hiciera, si alguien se atreviera a tanto, sería unánimamente reconocido como un miserable.