Estoy en la terraza del bar del chileno y un niño se aburre. Estas cosas pasan. Se desespera entre sillones e interrumpe a sus padres con un "aita, aita" repetitivo. Los padres no le hacen caso y se masca la tragedia. Por los altavoces suena una versión chill out, casi bossanova, de "Wonderwall". Hace diez minutos, en otro bar, la misma canción sonaba a ritmo "be bop". Esta vez, el colmo del despropósito es "Tears in Heaven" en reggae. Si ya no respetamos ni a Eric Clapton, creo que hemos tocado fondo.
El niño, que tiene seis años y se llama Dani, sigue aburriéndose. Sus padres quieren tomarse un gin tonic mientras miran al mar y él quiere cualquier otra cosa. A los seis años, uno no entiende de más paraíso que el de jugar con tus padres, tus tíos, tus abuelos... Así, el niño va tensando la cuerda hasta que se rompe. Y es un momento desagradable, la verdad, no solo por los gritos del padre y el llanto desconsolado del niño que grita a su vez como si esto fuera una serie de HBO sino por los propios reproches entre adultos: "Es que no le entiendes", " es que siempre le permites todo, cuestionas mi autoridad".
La mecha ha prendido y ya no paran de explotar bombas.
Por mi parte, yo intento tomar mi filete vigilando que la cosa no se salga de madre porque si se sale de madre y le tumbo con dos puñetazos de artes marciales sé que al menos la mitad de Twitter dirá que he hecho bien. La otra dirá que he hecho mal, claro. Intento tomar mi filete y la cosa se calma, pero no puedo evitar pensar en el Niño Bonito, en que nosotros nunca hablaremos así al Niño Bonito -y no estoy diciendo que potencialmente eso no sea un error- y que nunca nos hablaremos así entre nosotros. Que el día que nos hablemos así entre nosotros, delante de todo el mundo, delante de nuestro hijo, será el último día.
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Todavía aturdido, con mal cuerpo, cojo las chanclas y vuelvo a casa andando en vez de en taxi. Cruzo la playa, especialmente bonita bajo esta luz menguante. La tranquilidad de los pueblos de costa a las nueve de la noche. Una calma que anuncia tormenta. Hay tribus ocultas cerca del puerto. Llamo a la Chica Diploma y le cuento la historia porque estoy aún conmovido. Luego se la cuento al Niño Bonito, que pone todo su interés, como si le fuera mucho en entender lo ocurrido.
"¿Qué hizo mal el nene?" es su primera pregunta, porque no tiene madera de Espartaco todavía. Le explico que lo único que hizo mal el nene fue aburrirse, pero no acaba de entender. "¿Entonces qué hizo mal?" Mal y bien. La educación moderna va por un lado y el instinto por otro: dos opciones, ni una más. "Yo creo que a los nenes no hay que gritarles así ni aunque se porten mal", le digo, pero no tiene opinión al respecto. Igual a él le parece bien gritar a los nenes porque a veces los nenes pueden ser muy mezquinos unos con otros.
Le interesa más contarme que quiere hacer dos colecciones y me lo dice con el convencimiento con el que yo dije: "Me voy a ir tres semanas a escribir" y me he metido en este lío en el que cada dos horas le mando algo a mi mujer para que vea que no me relajo. Que igual podría relajarme, de hecho ella me lo pide, pero yo no sé relajarme, ese es mi gran problema. Yo veo en cada oportunidad, un reto, a mi manera. Por lo demás, Orestes ha ganado y el Atleti va a fichar a muchos jugadores. Esto me lo explica tres veces porque, aunque lo entendí a la primera, él está convencido de que es demasiado complejo para mí.
No, nunca gritaré así al Niño Bonito. Será un criminal despiadado e iré a la cárcel a abrazarle. Un niño mimado y consentido, sin valores. Incapaz de olvidar el día que Griezmann se fue al equipo de su padre.
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Lo mejor de "Sharp Objects" son las horas que paso hablando con mi madre para que me explique un final que sigo sin entender. Una serie que une familias, no es poco. Sin entrar en demasiados detalles para evitar spoilers digamos que es el típico producto Gillian Flynn en el que todo es excesivo y no deja de dar vueltas. No hay una narración lineal de los acontecimientos porque siempre hay una sorpresa nueva que descoloca todo lo anterior. Los indicios del capítulo uno no existen en el cinco y los del cinco se pierden en el ocho. O, más bien, en cada capítulo se van desperdigando tantos indicios que al final cualquier solución es plausible.
La ambientación es prodigiosa, eso sí, y ahí la serie no escatima. Yo habría escatimado pero ellos no y esa parte la entiendo. Si los objetos van a estar afilados que lo estén a la vuelta de cada esquina. "Heridas abiertas" lo han llamado en castellano, que no es exactamente lo mismo pero no está mal. Misuri. Los confederados. Recuerdos de la guerra civil. Escribía Joan Didion en sus notas: "La Guerra de Secesión fue ayer pero de 1960 ha pasado un siglo". Y eso lo escribía en 1969.
Los actores están soberbios. A mí me puede molestar ligeramente que Amy Adams se pase ocho capítulos susurrando, pero supongo que le han dicho que lo haga así. Lo de Patricia Clarkson es un espectáculo y Eliza Scanlen es todo un descubrimiento, más que nada porque el papel de adolescente traviesa está muy trillado y es muy fácil hacerlo mal en ese terreno. En general, dentro de lo que es una serie tramposa se podría añadir una trampa más: todo el mundo es demasiado guapo. Hasta los policías. Es un mundo de guapos peligrosos y desde la inversión de valores que supuso "American Psycho", sabemos que cuanto más guapo, más peligroso. Como si el mundo, encima, les debiera algo.