Todo va bien hasta que al despertarme descubro que la cocina está infestada de hormigas. Hormigas diminutas que vienen desde el jardín y llenan el fregadero al olor de un trozo de fuet que me dejé ayer sobre la repisa. Esto no es Madrid. Intento avisar a Sonia pero no lo consigo. Busco un anti-hormigas por toda la casa pero no lo encuentro (estaba en el baño, justo delante de mis narices). Al final, Sonia aparece de la nada y le explico y rocía todo con un líquido "bío" y las hormigas poco a poco detienen su curso, se van quedando quietas y acaban muertas y pegadas al mueble. "Abbiamo vinto", dice Sonia con una sonrisa, como si esto fuera "La vida es bella" y acabáramos de liberar Auschwitz... El fuet se va a la basura.
Pasada la masacre, todo vuelve a ser maravilloso, incluso el hecho de que toda comunicación con el exterior sea en italiano y yo, en rigor, no debiera saber italiano porque solo lo estudié durante un mes y de eso hace ya dieciséis años. Cuando le propongo a Sonia cambiar al inglés porque me siento más cómodo, llama inmediatamente a su marido en un ataque de pánico y soy yo el que tengo que tranquilizarla con un "è bene cosí, ci capiamo" que devuelve la estabilidad a la relación.
Son las nueve de la mañana, las diez en la península. Llevo ya una hora despierto, he hablado con la Chica Diploma y me dispongo a ducharme y desayunar en el jardín. Una tortilla, un zumo de manzana y un poco de pan con aceite. Como regalo, dos onzas de chocolate. No hace calor pero tampoco hace frío. Temperatura mínima, 21 grados; temperatura máxima, 25. De vez en cuando sopla viento porque esto no deja de ser un desierto. Me tumbo en una hamaca y cierro los ojos.
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El camino al pueblo ("il paese") es precioso, como era de esperar. Bordeo la costa, con su lava incrustada, con sus piedrecitas blancas, con el mar aún azul oscuro y no verdoso. Hay dos Corralejos incluso a estas alturas: el turístico, que se empeña en vender cada bar como si estuviéramos en Hawaii y el fugitivo. A mí me gusta más el segundo. Aun así, la magia está en la convivencia: en la sucesión de "villas" con el muro bajo, de manera que al pasear puedes hacer como el nadador de Cheever e imaginar que vas atravesando cada una de sus piscinas hasta el agotamiento final. En eso, Corralejo es como el Mid-West: nadie contempla siquiera la posibilidad de que vayan a saltar el muro y atracarles o robarles algo. ¿Por qué iba a hacer nadie eso en el paraíso? Mejor dejar el muro bajo y que se puedan ver las olas, los volcanes de Lanzarote, los surfistas desafiando al viento.
En uno de estos bares (demasiado grande para llamarlo "chiringuito"), un hombre toca la guitarra y canta. Es algo relativamente habitual. Me hace gracia que toque "Layla" porque el otro día mencioné a Pattie Harrison en este blog. Más gracia aún me hace que la siguiente canción sea "Free falling", de Tom Petty, compañero de George en los Traveling Wilburys. A veces me pongo las sandalias y a veces voy descalzo. Pantalones cortos y camisa de cuello mao como si esto fuera Ibiza. A veces me acerco a la orilla, decidido, como si fuera a cruzar a Lanzarote caminando. En una de las calas, una pareja de extranjeros han construido un dragón de arena, con fuego en los ojos. Mi madre dice que esto es mi "shangri-la" particular, pero yo, que no sé del todo bien lo que es un "shangri-la" prefiero pensar que es mi San Junípero, el lugar donde pasaría la eternidad mientras mi cuerpo se consume lentamente.
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Compro un monedero nuevo, dos periódicos y busco el sitio donde parábamos siempre la Chica Diploma y yo cuando paseábamos en 2014. Un sitio con aire caribeño, para variar, desde el que podías oír a alguien tocar "Wish you were here" mientras tomabas un mojito. Cuando lo encuentro me doy cuenta de que no es exactamente ese sitio o que lo que hay -como le pasaba a los Celtas Cortos- ha cambiado. El camarero es chileno y absolutamente encantador con un grupo de australianos que han venido a la boda de un amigo. Ahí podría haber una novela.
Sin embargo, no es tan encantador con el resto. No conmigo, a pesar de la sonrisa de emporrado que llevo todo el día colgada de la boca. De hecho, tuerce el gesto cuando le pido que me repita la historia que ha contado ya en inglés, pero concede: trabajó en Corralejo de 2003 a 2008, ahí llegó la crisis, como en mi relato, y arrasó con todo. No solo las urbanizaciones quedaron a medio destruir -las casas estaban equipadas, dice, y durante meses la gente se dedicó a entrar a robar lavadoras, neveras, microondas...- sino que muchos de los que ya estaban instalados se limitaron a llevar el coche al aeropuerto, dejar las llaves puestas, abandonar el llavero de casa en uno de los asientos y marcharse de ahí antes de que les echara un banco.
Los fugitivos es lo que tienen, tampoco puede uno sustentar la economía de una isla en ellos.
Él se fue en 2009 a Barcelona y esperó a que amainara el temporal. Cuando todo se tranquilizó, volvió a Corralejo como hormiga que vuelve al fuet. Lo entiendo y a la vez me desconcierta. Lo entiendo porque yo lo haría pero me desconcierta porque nadie más lo hace, porque no es tan obvio abandonar tu país -aquí es muy complicado ver a un canario- y acabar en una isla perdida en medio del Atlántico, justo frente al atractivo Sáhara Occidental. Este San Junípero moderno no es sino la prisión antigua donde mandaban a los rebeldes para que se murieran de asco. De momento, no he visto todavía ningún dromedario.