¿Dónde queda exactamente la raya entre el interesante y el rarito? Es una pregunta que me acompaña desde antes incluso de la adolescencia y que no he sabido contestar nunca. Supongo que hay momentos que definen la respuesta: por ejemplo, Pedro Duque viajó al espacio y despejó cualquier duda, pero, ¿y el resto? Yo, por ejemplo, salgo de la habitación con mi libro en la mano entre las chicas de la limpieza, sonrío al camarero de la cafetería y confío en que piensen que hay en esa estampa algo más que en todas las famililas embadurnadas de crema solar, con sus sillas de playa bajo el brazo, a las que están acostumbrados .
Pero también pueden pensar que hay algo menos. Antes, solía utilizar una fórmula que me servía para destacar la singularidad: "El chico que..." pero resulta que ahora el chico es un señor. ¿Un señor que pasa el día encerrado en su habitación, que apenas sale si no es para tomar un descafeinado, que pide tortillas francesas al servicio de habitaciones, que va siempre con vaqueros en verano y que se empeña en leer un libro sorbe de su taza es un señor interesante o es un tío raro, sin más, incluso preocupante?
Lo bueno de todo esto es que al señor le da lo mismo porque resulta que el señor no sabe a qué ha venido pero desde luego sabe a lo que no ha venido: a hacer amigos, a ganar concursos de popularidad. Eso quizá antes, cuando era un chico, pero ahora, ¿a qué vendría preocuparse por esas cosas? Y así, efectivamente, dejo el portátil en la mesa, el iPad sobre la cama, las libretas con anotaciones a la vista y si no dejo los billetes arrugados sobre alguna mesa es porque no quiero encontrármelos después perfectamente ordenados y planchados, como nos pasaba en Atenas cuando volvíamos de resaca.
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Si Duque es interesante, Bastidas es rarito. Elder Bastidas, quiero decir. Cuando tenía dieciocho años, Aitana me regaló "Lo peor de todo", el primer libro de Ray Loriga, porque el protagonista le recordaba mucho a mí. Cuando empecé a leer, el protagonista resultó ser un psicópata llorón incapaz de sentir empatía alguna por nadie. Aitana no lo hizo con mala fe, simplemente es posible que yo fuera así. Veinticuatro años después, me encuentro de nuevo con un "sosias" de Bastidas en el nuevo libro de Loriga, "Sábado, domingo" pero es un "sosias" perezoso, con prisas.
La novela en general vale muy poco, al menos la primera parte, en la que el protagonista no solo recuerda a mi yo adolescente sino que escribe tan mal como escribía yo en mi diario. Sé que es un recurso legítimo pero siempre he tenido problemas con ese tipo de narrador: el que escribe mal "a propósito", el que a través de su pensamiento limitado y sus expresiones repetitivas nos transmite una cierta limitación intelectual. El problema es cuando lo hace durante ochenta y cinco páginas y uno empieza a pensar que el defecto lo tiene el autor y que algo había que presentar antes de que se cumpliera el siguiente plazo.
En muchas de las entrevistas que le he leído estos meses, a Loriga le preguntan por esa "vuelta atrás" a su primer estilo en este libro. Es una pregunta que ha hecho fortuna sin que se sepa muy bien por qué: no hay nada del Loriga de los noventa en este libro. Ni siquiera la ambientación recuerda a Ray, como mucho lo haría a Mañas. No hay nada del talento, del ingenio, de la vitalidad del escritor detrás de Elder Bastidas o detrás del protagonista de "Héroes" o detrás incluso de los fugitivos de "Caídos del cielo".
Un lento pasar páginas a ver si así se acaba el libro. Eso parece y me temo que eso sea. Yo también lo hago: hoy, por ejemplo.
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Momentos estelares de la humanidad:
el final de "Isn´t it a pity?" de George Harrison con versión incluida del "nananananá" de "Hey Jude". No solo el final sino el acercarse al final, la formación de esa segunda voz y ese coro. ¿Burla u homenaje? Es George, quién sabe.