viernes, julio 26, 2019

El Rayo Verde



En vez de a Gerra, vamos a “El rayo verde”, que es el sitio que han puesto en el prado contiguo. Las vistas no son las mismas, pero sin duda nos sirven. No hay la grandilocuencia Hotel Gerra Mayor sino algo más simple, más de andar por casa, de chill out y mojito sin alcohol y un montón de chavales con sus copas por la noche; gran parte de ellos, supongo, windsurferos.

Como la lluvia pone en peligro la instalación eléctrica, los cafés hay que cogerlos en el restaurante de al lado, una marisquería de perfil bajo, nada que ver con el Boga Boga o todas las que copan la zona de los arcos en San Vicente. Hace un frío tremendo. Esto no es Fuerteventura, aquí el viento no sirve para equilibrar el calor extremo. Aquí el viento no amaga, dispara.

Aun así, la Chica Diploma se pone su chal por encima y tira como puede. Son las cinco de la tarde, más o menos, y apenas hay dos o tres grupos repartidos por las distintas mesas: por ejemplo, dos chavales con su propia música puesta a todo volumen mientras por los propios altavoces de El Rayo Verde suena música de los setenta. A la vuelta, cogemos la carretera larga, la que pasa por las distintas playas antes de llegar a Merón y ahí ya sí enfilar el cruce hacia La Revilla.

Puede que sea un paraíso pero es un paraíso menos salvaje, más acomodado. Un paraíso sin rocas ni lava ni olas gigantes ni hostilidad ninguna más allá del viento. Un paraíso “light” hasta cierto punto pero un paraíso necesario. Imagino Madrid, ahora, y quiero morir.

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Cuando salimos del parking, el Niño Bonito está enfadadísimo. De un tremendo mal humor. Ha estado durmiendo gran parte del trayecto hasta Santander y verse de repente en medio de una feria no le hace ninguna gracia. “¿Por qué han puesto todo esto aquí?”, dice. “Porque están de fiestas”, contesta su madre. “Pues tampoco hacía falta emocionarse tanto, ¿no?” contesta en su mejor versión de Mister Scrooge. Le ofrecemos montarse en un carrusel enorme en medio del parque, pero pasa. Le ofrecemos subirse a las camas elásticas pero dice que le da igual.

Como queda media hora hasta que venga Mercedes, le propongo dar un paseo pero su respuesta está a la altura del momento: “¿Y para qué vamos a dar una vuelta? Yo entiendo que vengamos aquí para hacer algo, pero para esto....”. Está aturdido, creo, y echa de menos a sus abuelos. Con nosotros, por muy a gusto que esté, tiene dudas con respecto a la diversión potencial: intuye que en cualquier momento le vamos a arruinar la fiesta y prefiere lanzar un ataque como defensa.

Poco a poco se le va pasando. Un agua con gas y unas patatas en una terraza. Un bicho raro que le regala Mercedes en un puesto y que al principio, para variar, no le gusta nada pero del que termina enamorándose. Unas croquetas en la Casa de Comidas de Tetuán, justo al lado de Santa Lucía, donde vivió mi padre cuando llegó aquí hace 37 años y de Peña Herbosa, donde salíamos a tomar vinos todas las mañanas. Entre otras cosas.

Antes de entrar en el coche, le explicamos: “Es un camino largo de vuelta, es muy de noche, puede que te duermas, lo mejor es que te pongas un pañal” y por primera vez le sale toda la rabia del orgullo: “Siempre me tratáis como si fuera un bebé... y yo ya no soy un bebé”. Como es inevitable en estos momentos de tan alta intensidad, nos partimos de risa.

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No es que quiera meterme a estas alturas en política, pero diría que los votantes de Podemos están muy indignados por la oportunidad histórica que se ha perdido y que quizá jamás se repita en la historia de este país... y los del PSOE están silenciosos, puede que aliviados, reflejando la enorme desconfianza que tanto ellos como los políticos que han elegido sienten hacia la formación de Iglesias. Otra cosa sería Errejón, supongo. Claro que Errejón es un vendido a la CEOE y no sé qué. Cuando uno vive en la indignación constante y hace carrera de ello, luego es muy complicado descender a la realidad. Y la realidad no espera.