lunes, julio 15, 2019

The Lost Weekend XV. Dolor y gloria


Como ya no les dejo fuet en la cocina, a las hormigas no les queda más remedio que comer cucarachas. Ayer salí a comprar mientras oía cánticos Hare Krishna en la lista de reproducción que Spotify le dedica a George Harrison. Pocas cosas, pero necesitaba respirar: escribo en tres sitios distintos mientras leo dos libros y sigo una serie - "Sharp Objects"- que es demasiado truculenta. Mucho cachondeíto con lo del tío que se escaquea tres semanas, mucho "te tendrían que poner un monumento", pero en una semana van casi cincuenta páginas y quince posts y ocho libros y un corazón roto a manos de Novak Djokovic.

Otra cosa es Sonja, claro. Sonja festeja en su casa porque nació en el mismo pueblo que Nole, que es el mismo pueblo de Vlade Divac. Serbia es lo que tiene. Sus gritos no ahondan mi duelo, al contrario, lo mitigan. ¿Saben un problema que me estoy encontrando? Que cada vez vivo más en la ficción y no me encuentro a mí mismo; que cada cosa que hago ya está pensada únicamente para ser escrita. Que, de hecho, paso más tiempo frente al ordenador que en la playa o el pueblo o los Hiper Dinos que llenan la isla.

En rigor, ahora mismo, medio en trance, podría estar en cualquier lado. Pero prefiero estar aquí. Una periodista me escribe para que le mande unos audios sobre "Ganar es de horteras" y se sorprende porque los envío al momento. Easy come, easy go. Todo va bien pero me va a faltar una semana. También es cierto que, una semana más, y me acabaría volviendo loco.

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"Dolor y gloria" es una delicia. Es curioso adjetivar de esta manera una película de Almodóvar, quien destaca habitualmente por lo contrario, pero se agradece este tono fin de fiesta. Todos los personajes están comedidos, las situaciones están controladas, no hay presidiarios disfrazados de tigres e incluso el humor huye de lo escatológico. Sensaciones a flor de piel acompañadas de su habitual gusto por la escenografía y una menor pomposidad en los diálogos.

Nadie ha dirigido mejor a Penélope Cruz en toda su carrera. Penélope Cruz es y será siempre la chica de aires cojos que iba cargada con una bolsa de plástico camino a su casa en "Jamón, jamón" mientras Javier Bardem le decía obscenidades. Cuando Penélope Cruz se pone a gritar, a soltar, a explotar... no queda más remedio que mirarla como Scarlett Johansson, con cara de "qué me estás contando".

Pero eso da Oscars, claro.

Con "Dolor y gloria", lo más que conseguirá será una nominación al Goya que gane otra mientras el presentador de turno se pasa la gala vacilándola. Tener 45 años y seguir aparentando 18, eso es magia, eso es inocencia. ¿Y qué decir de Antonio Banderas? Tener 60 y ser tan increíblemente guapo, tan pausado, tan creíble, tan George Clooney si George Clooney pudiera hacer de Almodóvar. Banderas se fue a Holywood y se convirtió en poco más que una mascota. El puto gato con botas. Cuando vuelve y no le obligan a hacer como si estuviera en El Hormiguero, demuestra ser un actor soberbio.

Por lo demás, en la película no pasan grandes cosas y no saben lo que se agradece. Un director avejentado, en crisis, hipocondríaco, con un miedo horrible a la muerte y a la vida, entendiendo por vida lo que ocurre "ahí afuera". Un hombre mayor con adicciones de hombre joven. Un montón de médicos. Le explica al cirujano sus proyectos de futuro pero sus proyectos de futuro solo sirven para que el anestesista le duerma. Creo que vi a Alba García, estoy casi seguro, pero en los créditos pusieron Alba Gómez. Fueron dos horas de buen gusto y tranquilidad. Hace ocho años -cuando la película del tigre y de los transplantes de piel y no sé qué historias- me prometí no volver a ver una película suya pero yo tengo más peligro que Espinosa de los Monteros en una investidura, lo que a veces es una ventaja.

Del "Macguffin" de la tos y los ahogos, mejor no hablamos que no quiero más spoilers.

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Termino "Sur y oeste", las notas de viaje de Joan Didion para dos reportajes que nunca llevó a cabo. Didion es admirable a tantos niveles que es difícil quedarse solo con uno. De entrada, es admirable en sí misma. Admirable y fascinante, por qué no decirlo: toda esa seguridad que transmite el personaje Joan Didion, esa contundencia en el juicio, en la descripción, la precisión quirúrgica de la frase, del diálogo... y la enorme fragilidad de la Joan Didion persona, sus cuarenta kilos, sus inseguridades, la manera en la que habla de sí misma. La cantidad de alcohol que aparece en cada libro...

A Joan Didion ya la conocía de sobra antes del famoso documental, "The center will not hold", pero me impresionó verla así, tan deslavazada, tan dubitativa, tan negándose a la realidad de las adicciones de su hija Quintana Roo. Quintana Roo, la compañera de juergas de Bret Easton Ellis en las universidades de California, ahí es nada. Tan, tan fuerte, tan Oriana Fallaci a veces, tan Gertrude Atherton incluso, y tan, tan delicada, tan fácil de tumbar soplándole como a una pluma.

Pero, sobre todo, es admirable y fascinante como escritora. No sobra nunca una palabra. Hay reportajes más logrados y reportajes menos conseguidos. Está ese maravilloso "Slouching toward Bethlehem" y el mejorable en ocasiones "A book of common prayer" (en ocasiones, insisto), pero lo impresionante de Didion es lo alto que coloca el listón. A partir de ahí, a veces lo supera con más suficiencia y a veces con menos, pero no lo derriba nunca. Para una escritora compulsiva, el reto es formidable. ¿Cómo escribir tanto y hacerlo siempre bien? La pulcritud, la exactitud, la fortaleza.

El sur como tierra de salvajes sin solución; hormigas y cucarachas. El oeste como magdalena de Proust. La chica que hacía de animadora mientras editaba el periódico del instituto.

Joan Didion como cheer-leader, a qué cosas obliga la adolescencia en un país obesionado por los concursos de popularidad.