Estamos en una terraza en lo alto de un castillo que no es el castillo de las fotos, que no parece un castillo, de hecho, sino cualquier otra cosa, una explanada amurallada, una especie de Circo Máximo a la alicantina. Dani me pregunta por el tipo de educación que queremos para el niño, pero yo no quiero ninguna clase de educación para el niño. Soy demasiado Peter Pan para eso. Yo quiero que el niño corra y baile y juegue y a ser posible -solo a ser posible- lo haga en inglés, francés y alemán.
"Soy un peligro como padre", digo, y estoy convencido de ello. Soy un peligro porque si el niño alguna vez tiene quince años y un examen que aprobar y a la vez una fiesta a la que ir, yo solo podría decirle que a tomar por culo todo y que se vaya a la fiesta. Que cuando tenga 42 años y pasee con su amigo de instituto por una ciudad extraña, no hablarán de derivadas ni de integrales, no recordarán tomistas ni agustinianos. Que todo aquello que le va a cambiar la vida es todo aquello que pase fuera de un aula, que eso no lo olvide nunca.
Pero, claro, la disciplina. Yo también fui a Santander dos veranos muy disciplinados a aprender física y matemáticas y los recuerdo con el cariño de lo impuesto que acaba bien. Pero antes me habían dado cuatro oportunidades. Cuatro oportunidades y cuatro suspensos, ahí es nada. A la quinta, se habían acabado las balas. No sé, le digo, porque últimamente no sé nada, supongo que tendré que hacer cosas en las que no creo y que educar consiste básicamente en eso: en hacer cosas que no quieres para que otro se sienta obligado a hacer lo mismo algún día.
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Por la noche corría algo parecido a una brisa. Yo pensé en quedarme hasta las dos y media para ver a Messi, pero luego anticipé que a Messi probablemente no se le viera mucho y al final me iba a quedar yo ahí viendo a Agüero contra el mundo y me iba a acabar enfadando. Así que repasé las últimas carpetas y me fui a dormir: en una había una canción pasable; en otra, un relato que he dudado hasta el final si adjuntar aquí o no (es corto, podría hacerse); y, por último, como si nada, la obra de teatro que escribí con 28 años. Ciento treinta páginas a letra diminuta sobre incendios provocados y familias erráticas.
Ciento treinta páginas. Si algo echo de menos es la falta de pudor. Ahora, intento escribir cuatro versos que rimen con "despierta" y me tengo que lanzar al Trankimazín. Qué será de mí. Gonzalo dice que escribir es terapéutico pero eso depende mucho de la enfermedad y de las ganas de curarse. Yo ya lo conté todo cuando necesitaba contarlo todo y ahora me siento una caja de música llena de polvo que lleva años repitiendo los mismos acordes.
Curiosamente, a Dani le pasa al revés. A Dani le da vergüenza "haberse significado", lo mismo que a mí me da cierta envidia aunque sea una envidia algo impostada, algo estética, porque de lo contrario aún seguiría haciéndolo. No sé, no hay ideas. Tres días de veintiuno, todavía queda mucho. Instagram se ha caído y de alguna manera me siento culpable, como si lo hubiera roto yo.
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Hay algo delicado en el primer capítulo de "When they see us", algo de una crueldad tremenda. Uno se ha acostumbrado a aceptar cualquier clase de violencia siempre que no se disfrace de otra cosa. De legalidad, por ejemplo. La primera hora de la serie es un puñetazo en la boca del estómago, una patada en los testículos que le deja a uno sin aire. El hecho de que la historia sea real no añade nada a la congoja; en el fondo, yo no sé si esa historia es real o no, ni cuanto ha hecho Netflix por sacarse de la manga tanta inquina.
Aquellos policías y aquellos niños. Solo un par de sopapos, pero suficientes. Lo azaroso de todo ello, lo improbable. "Solo queremos que te vayas a casa", como le repetían al sobrino de Steve Avery en "Making a Murderer". En el fondo, "When they see us" es una vuelta de tuerca total: normalmente la ficción es lo primero y a partir de la ficción se buscan ejemplos reales que coincidan. Aquí, ocurre lo contrario: hemos visto tantos ejemplos de abusos policiales en esa misma plataforma que la ficción es lo que nos estremece.
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Venga, va, el relato...
Lió
un cigarrillo y lo fumaron a medias sin decirse nada. Al cabo de un rato ella
se levantó, se enredó una sábana al cuerpo como en las películas y se fue a la
cocina a por un vaso de agua. Empezó a cantar una canción sobre un amor que
viaja en coche. Se rieron mucho. Eran tan felices que la risa se tornó en
llanto cuando se abrazaron de nuevo en la cama.
Volvió cada uno a su lado y ella preguntó:
“¿Te acuerdas de cuando nos conocimos?” Él apenas lo pensó y sonriente
contestó: “ ¿cómo no me voy a acordar?, era de noche y tú esperabas un autobús,
yo iba borracho y vestido de tuno. Era Carnaval. Hablamos un rato, te hice reír
y me cogiste la mano. Fuimos andando hasta tu casa y te dejé en el portal con
un beso en la boca”. Volvió a sonreír satisfecho mientras recordaba cada
momento con la mirada perdida en el techo azul.
De repente, le entró una pequeña duda, y no
quiso guardársela, “ y tú, ¿te acuerdas de cuando nos conocimos?”, y ella, que
esperaba la pregunta, se apresuró a contar todos los detalles. Una mañana de
lluvia camino de la universidad, en aquel autobús lleno de gente, se le cayeron
los libros y él se los recogió del suelo, qué amable, y había tenido a su mismo
profesor, qué curioso. La conversación continuó en la cafetería después del
examen y en el césped de la facultad después del café. Se miraron y quedaron
dormidos, enroscados uno en el cuerpo del otro.
Al despertar, él se vistió corriendo, hizo la
cama malhumorado, tomó un café con leche corto de café en el bar de abajo y
siguió el camino a la oficina.
Ella faltaría una vez más a la primera hora.
Se arregló, cogió todos los libros y esperó el autobús que la llevaba a la
facultad. Miraba a todos los chicos sin poder evitarlo. Soñar es una mierda,
pensó. El autobús iba lleno y recibió un golpe. Los libros se cayeron al suelo.
Nadie
le ayudó a recogerlos.