La niebla cae sobre la autovía de Reinosa como lo hace en el norte: sin avisar. Son las once de la noche y el niño sigue sin dormirse así que lo damos por imposible y nos ponemos a hablar con él. El tema son las cosas que se pueden y que no se pueden contar a los padres. Yo defiendo la postura de que hay cosas que no hay por qué contar y que pertenecen a cada uno y que da igual si ese uno tiene cinco años o cincuenta: es su intimidad y punto.
Mi hijo piensa lo mismo. De hecho, lo practica. Precisamente
por eso, en el fondo, mi argumento es una estrategia desesperada: si le dices a un niño que
te lo cuente todo, la sospecha se instala inmediatamente en su cabeza. Si le
dices que no hace falta, lo que se instala es la curiosidad. Hay un punto desesperante en ser hijo y
yo aún me acuerdo de ello. Por ejemplo, cuando sé que se está haciendo pis y se
lo digo y él se echa a llorar porque no entiende cómo lo sé. No lo entiende, no
es justo y le da una rabia enorme.
Si vamos a ayudarnos el resto de la vida, mejor será empezar
a saber cómo.
Llevo desde las once de la mañana viajando y con algo
parecido a una gastroenteritis que puede ser tristeza, sin más. Muchas horas de
Fuerteventura a Madrid y unas cuantas de Madrid a La Revilla. Quiero dormirme
cuanto antes y no entiendo cómo el niño desaprovecha estas oportunidades como si nada. Está con sus padres y eso le basta, supongo. Tener cinco años y estar con tus padres, por
muy sabihondos que sean, es la leche. Sigue bajando la niebla y empieza algo
parecido a una tormenta. Desde la curva que da acceso a la casa nos mira una
vaca, pensativa.
*
Ahora bien, la pena como tal se dispara el martes por la
mañana y es una pena hacia adentro, como siempre. Una pena de desdoblar camisas
y deshacer maletas y darte cuenta de que todo acabó. Por ahora. Vuelve a caer
la niebla, esta vez a las doce, y vuelve a hacerlo sin avisar. En la radio hablan de una alerta de tormenta que incluiría granizo. Bajamos al pueblo para comprar
algunas medicinas y porque el niño quiere comprar un álbum de cromos que no
sabe si existe. La expectativa determina la infancia.
San Vicente es el mismo de todos los veranos, es decir, una
agradable mezcla de madrileños y vascos. En la panadería no queda pan y el
cajero se traga las tarjetas. En la tienda de los periódicos nos confirman que
los únicos álbumes de fútbol que quedan son los del año pasado y que –nadie entiende
por qué- se siguen vendiendo de maravilla. El nuevo saldrá en agosto, dice el
tendero, y el Niño Bonito asiente mientras señala lo
siguiente que quiere comprar: unos sobres que se llaman “Egg´z world” y que básicamente
son huevos de colores de tamaño diminuto a un euro la unidad.
Me equivoqué de carrera.
Después, nos reunimos con la Chica Diploma y entre los dos
le compramos unos tickets para que se suba a los caballitos. Él prefiere un caldero que da vueltas a toda velocidad y, de hecho, él sigue girando y girando incluso cuando la música se para. Le estamos
malcriando, ya, pero tampoco tenemos nada mejor que hacer. Tampoco sabemos
hacerlo de otra manera, por otro lado. Es verano y este es su San Junípero. La casa de
la playa. Si él pudiera elegir limbo, lo elegiría con porterías y canasta, como
ha llegado este año.
*
Las primeras páginas de “Freak Scene” son fascinantes y todo
apunta a que el libro va a ir a mejor. Podrían haber empezado por The Stooges o la
Velvet Underground pero han decidido empezar con Rough Trade y no me parece
mal. De ahí a Tony Wilson y de Tony Wilson, ya se sabe, a Madchester. 24 Hour
Party People. La última vez que vi esa película lo hice en casa de una chica
que me invitó, probablemente, para hacer algo más que ver la película... pero yo
me mostré irreductible. Poco después (o poco antes, imposible acordarse) yo la
invité a mi casa a ver “Closer”. La que se mostró irreductible fue ella. Hizo
muy bien.