martes, julio 23, 2019

The Dakota Building



La niebla cae sobre la autovía de Reinosa como lo hace en el norte: sin avisar. Son las once de la noche y el niño sigue sin dormirse así que lo damos por imposible y nos ponemos a hablar con él. El tema son las cosas que se pueden y que no se pueden contar a los padres. Yo defiendo la postura de que hay cosas que no hay por qué contar y que pertenecen a cada uno y que da igual si ese uno tiene cinco años o cincuenta: es su intimidad y punto.

Mi hijo piensa lo mismo. De hecho, lo practica. Precisamente por eso, en el fondo, mi argumento es una estrategia desesperada: si le dices a un niño que te lo cuente todo, la sospecha se instala inmediatamente en su cabeza. Si le dices que no hace falta, lo que se instala es la curiosidad. Hay un punto desesperante en ser hijo y yo aún me acuerdo de ello. Por ejemplo, cuando sé que se está haciendo pis y se lo digo y él se echa a llorar porque no entiende cómo lo sé. No lo entiende, no es justo y le da una rabia enorme.

Si vamos a ayudarnos el resto de la vida, mejor será empezar a saber cómo.

Llevo desde las once de la mañana viajando y con algo parecido a una gastroenteritis que puede ser tristeza, sin más. Muchas horas de Fuerteventura a Madrid y unas cuantas de Madrid a La Revilla. Quiero dormirme cuanto antes y no entiendo cómo el niño desaprovecha estas oportunidades como si nada. Está con sus padres y eso le basta, supongo. Tener cinco años y estar con tus padres, por muy sabihondos que sean, es la leche. Sigue bajando la niebla y empieza algo parecido a una tormenta. Desde la curva que da acceso a la casa nos mira una vaca, pensativa.

*

Ahora bien, la pena como tal se dispara el martes por la mañana y es una pena hacia adentro, como siempre. Una pena de desdoblar camisas y deshacer maletas y darte cuenta de que todo acabó. Por ahora. Vuelve a caer la niebla, esta vez a las doce, y vuelve a hacerlo sin avisar. En la radio hablan de una alerta de tormenta que incluiría granizo. Bajamos al pueblo para comprar algunas medicinas y porque el niño quiere comprar un álbum de cromos que no sabe si existe. La expectativa determina la infancia.

San Vicente es el mismo de todos los veranos, es decir, una agradable mezcla de madrileños y vascos. En la panadería no queda pan y el cajero se traga las tarjetas. En la tienda de los periódicos nos confirman que los únicos álbumes de fútbol que quedan son los del año pasado y que –nadie entiende por qué- se siguen vendiendo de maravilla. El nuevo saldrá en agosto, dice el tendero, y el Niño Bonito asiente mientras señala lo siguiente que quiere comprar: unos sobres que se llaman “Egg´z world” y que básicamente son huevos de colores de tamaño diminuto a un euro la unidad.

Me equivoqué de carrera.

Después, nos reunimos con la Chica Diploma y entre los dos le compramos unos tickets para que se suba a los caballitos. Él prefiere un caldero que da vueltas a toda velocidad y, de hecho, él sigue girando y girando incluso cuando la música se para. Le estamos malcriando, ya, pero tampoco tenemos nada mejor que hacer. Tampoco sabemos hacerlo de otra manera, por otro lado. Es verano y este es su San Junípero. La casa de la playa. Si él pudiera elegir limbo, lo elegiría con porterías y canasta, como ha llegado este año.

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Las primeras páginas de “Freak Scene” son fascinantes y todo apunta a que el libro va a ir a mejor. Podrían haber empezado por The Stooges o la Velvet Underground pero han decidido empezar con Rough Trade y no me parece mal. De ahí a Tony Wilson y de Tony Wilson, ya se sabe, a Madchester. 24 Hour Party People. La última vez que vi esa película lo hice en casa de una chica que me invitó, probablemente, para hacer algo más que ver la película... pero yo me mostré irreductible. Poco después (o poco antes, imposible acordarse) yo la invité a mi casa a ver “Closer”. La que se mostró irreductible fue ella. Hizo muy bien.