Me levanto a las siete de la mañana para poder quedarme a vivir ahí, a contratiempo, pero no me dejan: al rato son las ocho y luego las nueve y para las once ya he participado en un podcast, he puesto una lavadora que ha dejado el suelo del patio empapado (sin rastro de la cucaracha, fue un trabajo limpio y rápido), he corregido tres capítulos de mi libro sobre Gianni Bugno para la Editorial Contra y he leído unas cincuenta páginas del enésimo libro póstumo de Roberto Bolaño, en este caso, "El secreto del mal".
Sobre los libros póstumos de Roberto Bolaño no hay consenso alguno: están quienes los odian y están quienes los adoran. Yo tiendo a adorarlos. Especialmente los que están hechos de pedazos y no aspiran a una continuidad, como este. Los que son ejercicios, relatos breves, reflexiones... Tanto en los que salen policías y jorobaditos como en los que se analiza el futuro de la literatura argentina. Bolaño es desbordante. Bolaño fue un grito de esperanza durante años: si a él empezaron a publicarle en serio con cuarenta años, ¿por qué no podría pasarme a mí?
Pero yo ya no cumpliré cuarenta años. Y yo no escribo así ni por asomo.
Bolaño narra bailando desde el precipicio y yo cuento todas mis historias mirándome los pies no vaya a pisar a alguien. Una torpeza entrañable. Mi novela va por las sesenta páginas y sigo sin saber muy bien qué estoy haciendo; prefiero al menos no mirar atrás, que ya es un avance.
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Cuando me siento demasiado cansado (he conseguido rellenar cada minuto del día con una obligación) me tumbo en la cama y abro la ventana para oír el viento golpear las palmeras. Es un sonido de lo más relajante y por un momento puedo cerrar los ojos, sentir el aire y pensar que estoy en Santander, como cuando llegaba de viaje y lo primero que hacía era subirme a mi habitación y dejar que una brisa parecida pero más tranquila me arrullara hasta dormirme. Los pósters en las paredes, los libros de Philip K. Dick...
El problema es que aquí no duermo. Recargo pero no duermo. Demasiado activado el cerebro como para bajar a cero a voluntad. Mejor las siete, insisto. Mejor la primera luz del día y el lento despertar propio. Las persianas bajadas de los vecinos y el borboteo del agua de las piscinas en esta especie de urbanización.
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He cambiado la rutina de visitas a Corralejo de la mañana a la tarde. De entrada, hace más frío o menos calor, como prefieran. La gente es distinta: si hay bañistas es porque están volviendo, el resto vamos de domingo, aunque un domingo de isla canaria, con sus bermudas y sus camisas largas. El atardecer se convierte en el gran y único espectáculo y a las terrazas no les importa invadir el camino de la costa. El Savannah lleva unos días cerrado, así que me siento enfrente del Waikiki, justo en la punta del cabo y me pongo a leer mientras temo que la sombrilla se venza y acabe en mi cara.
La música sube un peldaño en sofisticación. Ya no hay reggaetón ni salsa. Es todo chill-out o algo parecido al house. El despropósito culmina en el bar del chileno con una versión reggae del "Don´t dream it´s over" de Crowded House. Ni rastro de "Layla" por ningún lado, eso son vicios diurnos. El hombre que se parece a Mark Knopfler canta "Brothers in Arms". No sé si pescado o carne, así que carne en el restaurante y luego otro café mirando este atardecer larguísimo, porque aquí amanece muy rápido, más de lo que a uno le gustaría, pero atardece a gusto del consumidor. Hasta que no pague el último, el sol no se marcha.