Hablábamos de Nano y de Luis García. De Albelda y Baraja. Cogíamos el tren elevado de Chicago y discutíamos sobre Lardín y Vieri. En las áreas de descanso, yo entraba para comprar una bolsa de M&M y ella se quedaba reponiendo gasolina, con su sombrero, las gafas de sol y los pantalones de pescador. A veces, entendía lo que me decían. A veces, no, y entonces me ponía muy nervioso y sonreía como un idiota.
Recordábamos a Jonathan, el del Rácing, y a Iniesta. Yo le contaba todo lo que pasó desde el partido del Bernabéu hasta la final de Roma. Atravesábamos estados y en los hoteles poníamos series de los 80 o programas de supervivencia. Fantaseábamos con beber nuestra propia orina. Un policía en bicicleta nos dijo qué puente teníamos que cruzar para pasar al otro lado de Portland, una ciudad a capas. Los dos estábamos de acuerdo en que el Barcelona necesitaba dos mediocampistas y uno de ellos tenía que ser Cesc.
Ella se desesperaba: "¿Por qué no lo fichan?", como si todo fuera así de fácil. Actos de voluntad. Entonces nos levantábamos y andábamos y acabábamos comiendo alguna hamburguesa de búfalo y algo de ensalada. Hablaba por el móvil todo el rato. Con España y con Nueva York. A veces, con Pittsburgh. Yo me metía en el coche a leer a Bolaño o a Vila-Matas y ella jugaba a darle con un palo enorme a una pelotita de papel de plata.
Se levantaba antes para llevar a Ramón a los distintos mecánicos. Yo me pasaba la mañana americana mirando Internet.
En Grand Teton se compró una revista de esas que hablan todo el rato de Jennifer Aniston, Lady Gaga, Angelina Jolie y los Jonas Brothers. Yo me compré la Sports Illustrated. Veíamos la televisión y de repente aparecía Bruce Willis, con total naturalidad. En Times Square las chicas guapas presentaban en directo con una enorme sonrisa.
Todo era "awesome". Todo el rato. A veces, incluso "ridiculous".
Ella pensaba que el Valencia iba a jugar por el descenso pero yo le decía que no, que ningún equipo con Mata, Silva y Villa de delanteros puede jugar por el descenso y entonces recordábamos el Atleti de la 1999-2000: Valerón, Baraja, Hasselbaink, Gamarra, Ayala, Molina... No sabíamos si Capdevila ya jugaba entonces allí o seguía en el Espanyol o ya había fichado por el Deportivo.
Le intenté explicar en un restaurante italiano por qué España tenía asegurado el futuro en baloncesto y lo improbable de todo aquello. Repasamos alineaciones del Estudiantes y cánticos de la Demencia en un bar subterráneo de Pendleton.
Era como estar con alguien que tuviera el mundo sobre sus hombros todo el rato y quisiera olvidarse. Cuando uno ya tiene el mundo no quiere hablar del mundo, quiere hablar de cualquier otra cosa. Darle con un palo a una pelota de papel de plata.
El resto del tiempo, sencillamente, me cuidaba.