Resumidas en una: caos. Caos de gente en la salida del AVE, esperando a Hugo Silva y haciéndose fotos con Loles León. Caos en la entrada de los hoteles, caos en las inmediaciones del Teatro Cervantes, sede del Festival, y caos en la propia zona de prensa para conseguir la acreditación. Un claro exceso de gente. Una involucración exagerada por todos lados. No lo digo como algo malo, al contrario. Este Festival ha crecido tantísimo que parece un poco superado, la verdad.
La ciudad está llena de carteles y de trozos copiados de guiones esparcidos por el suelo. Una alfombra roja enorme te dirige al centro y te evita resbalones: llueve y yo llevo zapatillas de seco.
No puedo ir al estreno de "La Vergüenza" porque no quedan entradas, así que me voy al Albéniz a ver "Últimos testigos: Fraga y Carrillo". El cine-teatro está medio lleno y ya me parece bastante. Carrillo se maneja con una soltura envidiable a sus 94 años.
Son dos documentales distintos. El primero dedicado al ex-ministro de Información y Turismo con Franco, ex-ministro de Gobernación con Arias-Navarro, ex-líder de la oposición en Alianza Popular y ex-presidente de la Xunta de Galicia durante 16 años. Como él mismo dice, si su familia se hubiera quedado en Cuba, ahora podría ser Fidel Castro.
El retrato pretende ser amable, pero no sé si lo consigue. Hablan todos sus amigos y se pasa por los temas delicados de puntillas. Sin embargo, se ve algo y se ve muy claro: el Fraga autoritario, imponente, respetuoso hasta el asco con la "legalidad vigente". Salvando las distancias, uno mira a ese Fraga amable siempre teniendo que sacrificarse, "hacer lo que había que hacer", tomar la decisión impopular, y ve un Eichmann deportando judíos con una eficacia demoledora.
Un superviviente. Un animal político. Mandar por encima de todo, y si no, me enfado y no respiro.
Curiosamente, el documental sobre Carrillo aporta todo lo contrario: se le hacen todo tipo de preguntas incómodas: Paracuellos, por supuesto, el enfrentamiento con su padre -"entre mi padre y el partido, elegí al partido", dice orgulloso-, los años al amparo de Stalin, el descalabro electoral tras la dictadura... Carrillo es un idealista de lo más curioso. Un idealista pragmático. No queda claro si sólo le interesa el poder como a Fraga pero sí queda claro que sabe lo que cuesta: igual que para Fraga los muertos de Vitoria o los de Montejurra o los ejecutados por Franco con él de ministro eran "daños colaterales" admisibles en el bien superior del mantenimiento del orden, para Carrillo esas mismas muertes son aceptables con tal de subvertir ese mismo orden.
Dos tipos sin ningún escrúpulo moral. Uno cree en la legalidad, por muy ilegítima que sea. El otro cree en la Revolución, con Stalin y Ceaucescu de compañeros de viaje, si es preciso.
Sin embargo, Carrillo parece más listo. Fraga es más concienzudo y Carrillo, más listo. Cae bien. Es inevitable. Aunque en el repaso a su vida se ven rasgos aterradores -la propia frase "entre mi padre y el Partido elegí al Partido" es uno de ellos- el anciano líder del PCE lo lleva todo con una entereza y una elegancia que choca con la brusquedad del gallego.
La conclusión es la misma: no me gustaría tener a ninguno de los dos como enemigo.