Busco un sitio para desayunar a las 12 de la mañana, pero no es fácil. En Barcelona, no hay una cultura del desayuno. Eso me parece. Bajo Gran de Gràcia, pero son todo restaurantes demasiado serios o cafeterías petadas, con pocas mesas y barras llenas de gente. Encuentro un asiento y un descafeinado -recordatorio: aquí se dice "café con leche descafeinado", no aceptan la metonimia y sigo el camino hacia el Paseo de Gracia. Cuesta abajo. Me pongo música: los Ting-Tings, por ejemplo, Nacho Vegas, versiones de U2 y de Radiohead...
El Paseo de Gracia está lleno de obras, como siempre. Hay pocos turistas. Recuerdo el verano pero esto no es verano. Tampoco hace frío, pero falta entusiasmo. En la Plaza de Catalunya los niños persiguen a las palomas con mazos de plástico y hay que esquivar sus vuelos. Cojo la Rambla por el camino de en medio, luego giro a la derecha y me meto en el Sports Café, pero no hay Olimpiadas. Sigo bajando, Paseo de Colón y puente hacia el Maremágnum. Comida -medio pollo sin patatas- en una terraza cara y que me quema un moflete. Sólo uno. Los yates, ahí, esperando.
Son sólo las dos y media y tengo el tren a las cuatro y media. Quedan dos horas. Decido andar para bajar calorías -ya he bebido un litro y pico de agua, soy un niño bueno- y todo lo que era cuesta abajo, ahora es cuesta arriba. La Rambla por el costado derecho, el de las camisetas falsas del Barça y el de las chicas que te invitan a entrar en sus restaurantes. El Paseo de Gracia con sus Desigual y sus Oysho y sus Custo y sus escasa colas en La Pedrera. Gran de Gràcia a la sombra, de manera que tengo que abrocharme el abrigo y subir el cuello mientras empiezo a sudar.
En el hotel, leo y miro Internet. Hago tiempo.
Demasiado tiempo, de hecho. El taxi llega muy tarde y tiene que hacer milagros para que no pierda el tren -de alguna manera, no me hubiera importado- y embarco justo cinco minutos antes. El vagón de Preferente estaba de oferta pero aun así está casi vacío. No hay tiempo para nada. Acabo el libro de Fresán, corrijo dos de mis relatos, hojeo "El País" y "El Mundo", tomo más agua y un zumo de naranja. La ventaja del AVE no es sólo su comodidad sino su tiempo. Sí. Es bonito llegar a Barcelona o a Madrid en poco tiempo. Más que bonito, es útil. Pero demasiado poco tiempo resulta abrumador. Los viajes hay que disfrutarlos y 50 minutos de vuelo no dan para tanto.
Dos horas y media es el tiempo ideal. La velocidad con la que atraviesas la niebla, la ausencia de sorpresas, la comodidad del asiento individual. Un poco de todo. Ni siquiera saco el ordenador: el empate del Rácing lo sigo por la radio.
Y no sólo eso, sino llegar a Atocha. De Atocha a Tribunal hay diez minutos. Barceló, de nuevo. Cruzo corriendo la plaza y subo los escalones de dos a dos para dejar todas las cosas en su justo lugar y poder ver el partido a gusto, que es exactamente lo que hago.
Como era de esperar, gana el Barça.