El hotel es importante, claro que sí. Uno no se va de viaje sin que le importe el hotel. Yo, desde luego, no me voy de viaje sin que me importe el hotel. Lo que pasa es que hay un pequeño problema, que descubro en el aeropuerto -ni siquiera en el aeropuerto, en el avión-: no tengo la dirección ni el nombre del sitio, así que, presa de un cierto pánico que solapa el pánico habitual al vuelo (los motores chirrían o eso parece, el despegue se retrasa sin saber por qué, el murmullo crece, la chica de atrás dice: "A mí que no me toquen los cojones, que voy y me bajo", como si eso fuera tan fácil), envío mensajes a Aroa, a Lara y a Rubén, esperando indicaciones que llegan en el momento preciso, es decir, cuando aterrizo y voy a coger el taxi.
Por cierto, el taxi: Casteldefells está cerca del Prat, y se tarda poco, pero el precio es muy caro. Se me olvidaba dónde estaba. 20 euros por llegar aquí se me antoja mucho, es casi lo mismo que te cobran de la T4 a Madrid.
El caso es que el taxista va a su ritmo lento, y yo hablo con Dani Flaco, intento hablar con Aroa, hojeo el libro de Coetzee que me he traído, con el cinturón puesto, y voy calculando el dinero que tengo en mi bolsillo -exactamente eso: un billete de 20 euros-, con algo de preocupación porque efectivamente, y tal y como me temía, el hotel está en mitad de ningún sitio.
19,90.
En la recepción -tengo una mochila azul en el hombro derecho y una cazadora que no parece que vaya a necesitar colgada de la mano izquierda- están Rubén, Vanessa, Paco Cifuentes, Lara y Marian. Casualidades. Ellos se registran y van a lo suyo: Paco y Lara, a preparar cosas para esta noche -él canta, ella recita, Felipe Benítez Reyes al final no va a poder venir por un pequeño accidente doméstico que le ha imposibilitado el viaje, me comentan, y yo lo lamento infinito, porque realmente quería ver a Felipe, ese tipo encantador-, Rubén, Vanessa y Marian hacia la puerta de salida.
Y ahí me quedo yo. Un poco como me quedo en los conciertos de Galileo. Solo en una recepción enorme y dando datos y mostrando con orgullo mi nuevo DNI -cualquiera que conociera el viejo, tiene que entenderme- y subiendo cinco plantas de ascensor hasta llegar a una habitación enorme, con una cama enorme que dice "ojalá estuvieras aquí" -o quizás no lo dice y sólo soy yo el que lo piensa-, una televisión de plasma y un calor impropio.
Y sí, pienso en llamar al Servicio de Habitaciones, porque parece que mi estado de ánimo actual y las vistas -dan a un parking lleno de coches y a un polígono industrial con centro comercial al fondo, la M de McDonald´s elevándose sobre los edificios, silueteada frente a las montañas- piden Servicio de Habitaciones, pero los precios lo impiden, y acabo allí, en el paraíso prometido de la M y me pierdo entre niños y adolescentes de una ciudad en la que fui feliz al menos dos veces, hace más de dos años, y espero, confío, en que no me guarde rencor por tenerla tan abandonada.
Ella sabe que no ha sido culpa mía.
O eso espero.
En cuatro horas: Lara, Paco y Carlos Chaouen.
Por cierto, el taxi: Casteldefells está cerca del Prat, y se tarda poco, pero el precio es muy caro. Se me olvidaba dónde estaba. 20 euros por llegar aquí se me antoja mucho, es casi lo mismo que te cobran de la T4 a Madrid.
El caso es que el taxista va a su ritmo lento, y yo hablo con Dani Flaco, intento hablar con Aroa, hojeo el libro de Coetzee que me he traído, con el cinturón puesto, y voy calculando el dinero que tengo en mi bolsillo -exactamente eso: un billete de 20 euros-, con algo de preocupación porque efectivamente, y tal y como me temía, el hotel está en mitad de ningún sitio.
19,90.
En la recepción -tengo una mochila azul en el hombro derecho y una cazadora que no parece que vaya a necesitar colgada de la mano izquierda- están Rubén, Vanessa, Paco Cifuentes, Lara y Marian. Casualidades. Ellos se registran y van a lo suyo: Paco y Lara, a preparar cosas para esta noche -él canta, ella recita, Felipe Benítez Reyes al final no va a poder venir por un pequeño accidente doméstico que le ha imposibilitado el viaje, me comentan, y yo lo lamento infinito, porque realmente quería ver a Felipe, ese tipo encantador-, Rubén, Vanessa y Marian hacia la puerta de salida.
Y ahí me quedo yo. Un poco como me quedo en los conciertos de Galileo. Solo en una recepción enorme y dando datos y mostrando con orgullo mi nuevo DNI -cualquiera que conociera el viejo, tiene que entenderme- y subiendo cinco plantas de ascensor hasta llegar a una habitación enorme, con una cama enorme que dice "ojalá estuvieras aquí" -o quizás no lo dice y sólo soy yo el que lo piensa-, una televisión de plasma y un calor impropio.
Y sí, pienso en llamar al Servicio de Habitaciones, porque parece que mi estado de ánimo actual y las vistas -dan a un parking lleno de coches y a un polígono industrial con centro comercial al fondo, la M de McDonald´s elevándose sobre los edificios, silueteada frente a las montañas- piden Servicio de Habitaciones, pero los precios lo impiden, y acabo allí, en el paraíso prometido de la M y me pierdo entre niños y adolescentes de una ciudad en la que fui feliz al menos dos veces, hace más de dos años, y espero, confío, en que no me guarde rencor por tenerla tan abandonada.
Ella sabe que no ha sido culpa mía.
O eso espero.
En cuatro horas: Lara, Paco y Carlos Chaouen.