viernes, enero 13, 2012

Una novela francesa


La pregunta es cómo puede ser ya viernes otra vez. Esa es la pregunta y lo demás tiene menos importancia. Sobrevivir a la primera semana laborable de 2012 como se sobrevive a un pequeño terremoto que sabes que en cualquier momento se convertirá en "the big one" y surfear la ola como buen nadador, que diría Radio Futura. En mis viajes por el mundo -las mañanas en Sanchinarro, las tardes en Tres Cantos- ya no me acompaña David Remnick y su retahila de nombres apasionantes, esos Ivan Sergueyevich, Boris Illievich, Raisa Bodorovna...

Yo creo que si a mi hijo no le llamo Calígula le llamaré algo ruso y cuando me enfade mucho con él le diré: "¡Dimitri Guillermevich, recoge tu puto cuarto!"

El caso es que Remnick terminó con la URSS y yo terminé con Remnick y ahora llevo a Beigbeder en la mochila, otro acto de metaliteratura o como quieran llamarlo. Tomar prestado un libro que yo mismo regalé en su momento. Mientras el autobús derrapa en las curvas -cualquiera que haya viajado a Tres Cantos sabrá de lo que hablo- pienso en subrayar frases maravillosas pero rápidamente me doy cuenta de que eso sería muy descortés y muy inútil tratándose de un libro que no es mío.

Así que, mejor, para no olvidarme, las dejo aquí por escrito:

"De aquellos rechazos tan numerosos, de todas aquellas mejillas vueltas, de aquellos celos infantiles y aquellas frustraciones adolescentes, data mi adicción a los labios femeninos. Cuando uno ha sufrido tantas decepciones, cuando ha esperado tanto sin atreverse, ¿cómo puede no pasarse el resto de la vida considerando cada beso como una victoria? No conseguiré deshacerme jamás de la idea de que cualquier mujer que me quiera es la más bella del mundo".

De Beigbeder me ha fascinado, siempre, su capacidad para resultarme absolutamente intrascendente en las páginas pares y maravilloso en las impares. Beigbeder es, en resumen, una montaña rusa. Lo que no sabía es que, además, era un pagafantas.

Encima, habrá que quererle...