miércoles, enero 25, 2012

La Eurocopa de Luis Figo


La “generación de oro” portuguesa daba sus últimas bocanadas: Rui Costa había cumplido 32 años unos meses antes, Pauleta andaba por los 31, Vitor Baía había abandonado la selección tras el Mundial de Japón y Corea… y la gran estrella, Luis Figo, estaba, posiblemente, ante su último gran torneo, también superada la treintena, campeón de todo con el Barcelona y con el Real Madrid, Balón de Oro en 2000, el primer portugués en conseguirlo desde el mítico Eusebio, capitán de un equipo que se jugaba en casa la confirmación o el fracaso.

Había sido un gran año para el fútbol luso: el Oporto de Mourinho se había impuesto al Mónaco en una inimaginable final de la Champions League y a su rebufo empezaban a salir de todas las canteras jóvenes realidades: Carvalho, Ferreira, Maniche, Costinha, el todavía adolescente Cristiano Ronaldo, Simao, Quaresma y sobre todo Deco, el brasileño nacionalizado a última hora, víctima de un presunto boicot encabezado por la vieja guardia para que no le quitara el puesto a Rui Costa.

Aquel era un muy buen equipo, un equipo enorme, pero las dudas le acompañaron desde el principio, desde el primer minuto del partido de inauguración. Acostumbrados a las habituales decepciones portuguesas, a nadie le acabó de sorprender la derrota 1-2 ante Grecia, un equipo ramplón, sin ninguna estrella conocida y que no pasaba de ser la cenicienta del grupo que completaban España y Rusia. El público que llenaba el Estadio do Dragao empezó animando como nunca y acabó silbando como siempre: Karagounis y Basinas pusieron los goles griegos, Cristiano, en el descuento, recortaba distancias para nada.

Había que reponerse y rápido. Una cosa era dejar el fútbol profesional sin ningún gran trofeo a nivel de selecciones y otra cosa era irse en primera ronda en tu propia casa. Figo tiró de galones y trató de unir al grupo. Venía de una temporada muy extraña en el Madrid, su primer año sin títulos desde que llegara del Barça. A mitad de año, con Queiroz, otro portugués, en el banquillo, todo apuntaba al triplete. Al final, no quedaron ni segundos de liga. A Figo le quedaba poco en Madrid, solo una temporada más antes de un retiro dorado en el Inter de Moratti. Era su momento. Era su Eurocopa.

La victoria ante Rusia dejó la clasificación para cuartos de final pendiendo del partido ante España. Con Iñaki Sáez en el banquillo y después de una convincente actuación en el Mundial asiático, España partía como siempre en el grupo de favoritos: ganó a Rusia para empezar la competición y cedió un empate incomprensible ante la rocosa Grecia. Otro empate le valía para pasar a la siguiente ronda. Era la España de Torres y Raúl, la España de Casillas y Xavi. Conducidos por Deco, los anfitriones dominaron la primera parte pero se fueron sin premio; en la segunda, un balón en profundidad para Nuno Gomes se convertía en el 1-0 definitivo.

España se iba a la calle. Portugal pasaba a cuartos de final. Por la puerta de atrás pero pasaba. La derrota de Grecia ante Rusia, además, la hacía primera de grupo.

Empezaba una nueva historia. Siempre empieza una nueva historia con los cruces y todo lo que ha pasado antes no cuenta para nada. El rival sería Inglaterra, segunda del Grupo B. Su estrella era otro adolescente, Wayne Rooney, que competía en popularidad con los “galácticos” David Beckham y Michael Owen. A ellos había que sumarles nuevas perlas como Gerrard, Lampard, Cole, Terry… dirigidos por el hierático Sven-Goran Eriksson. Dos señores equipos frente a frente en el Estadio Da Luz de Lisboa y un partido que empezaba con un gol a los tres minutos, de Owen, el pesimismo portugués de nuevo inundándolo todo, los minutos pasando sin que nadie pudiera con Campbell y Terry, los ingleses sesteando en su superioridad, convencidos de la victoria, Portugal de nuevo empequeñecida, Figo convertido en media punta para dejar sitio en el campo a Simao Sabrosa y después relegado al banquillo para meter otro delantero… el relevo generacional como intento desesperado de llegar a la prórroga.

Y así fue: Simao entró por la izquierda, centró y, completamente solo, libre de marca, en su debut en el campeonato, remataba Helder Postiga el empate. Minuto 83. Los ingleses estaban agotados, los portugueses, crecidos. Tan crecidos que el veterano Rui Costa marcaría el 2-1 en el minuto 108. Tan crecidos que, incomprensiblemente, se dejarían empatar seis minutos después con gol de Lampard.

La eliminatoria llegaba a los penaltis. Ricardo contra el errático James. Para empezar, Beckham empala mal el balón y envía su lanzamiento a las nubes. Dos disparos después, es Rui Costa el que falla. A partir de ahí, la tensión y el plomo en las botas: 4-3, 4-4, 5-4, 5-5… El encargado de lanzar es Vassell, un delantero anodino que había entrado por la lesión de Rooney en la primera parte. Su lanzamiento va fuerte y a un lado, como mandan los cánones. Ricardo adivina la dirección y se adelanta. Paradón. Por si eso fuera poco, él mismo se encarga de transformar el 6-5. Cuatro años después, Portugal volvía a estar en semifinales.

Después de todo, el capitán tendría su oportunidad. Desde el banquillo, Figo celebra el empate con una serenidad pasmosa. Portugal ha vencido al derrotismo pero queda un paso para la final, dos para la Eurocopa. Para empezar, Holanda, la siempre pujante Holanda de los múltiples delanteros: Van Nistelrooy, Kluivert, Makaay, Van Hooijdonk… un par de veteranos ilustres como Frank de Boer y Mark Overmars más dos veinteañeros llamados Wesley Sneijder y Arjen Robben, en su debut internacional.

No hubo partido. Portugal dominó desde el principio, con gol de Cristiano Ronaldo y a Holanda se le vinieron encima todos los demonios competitivos. Ricardo volvió a estar brillante, la defensa funcionó como un reloj. El 2-0 llegó en el minuto 58, obra de Maniche. El José Alvalade celebraba como en los mejores partidos del Sporting, ni siquiera el auto-gol de Andrade impidió la clasificación para la final. La primera final de la historia de Portugal en un torneo internacional absoluto. La consagración de dos generaciones –casi tres– en su propia casa. Días de euforia antes del momento decisivo: de nuevo el Estadio Da Luz, Eusebio en el palco, con Durao Barroso, todo preparado para la celebración. Enfrente, como el primer día, Grecia.

¿Cómo había llegado ahí esa panda de guerrilleros? Con mucho balón parado, mucha defensa organizada, un entrenador alemán de la vieja escuela —Otto Rehhagel— y un resultado como amuleto: 1-0. La broma no podía durar mucho tiempo. Era el día soñado. Todos los españoles sabemos lo que se siente cuando después de décadas de frustración llega el minuto en el que tu capitán levanta una copa. Cualquier copa. La Eurocopa, por ejemplo. La Eurocopa de Figo, su consagración como uno de los grandes de la década.

No pudo ser. Grecia se defendió como un gato panza arriba y picó de nuevo en una jugada aislada: Charisteas, el mismo que había dejado a España sin cuartos de final, dejó a todo un país sin gloria. Cristiano Ronaldo no podía creérselo, Rui Costa lloraba desconsolado, Scolari trataba de levantar los ánimos —al fin y al cabo, él era campeón del mundo y brasileño, ¿cómo entender nada?—. Figo vagaba por el campo, la mirada perdida mientras el anciano Johansson le reclamaba para darles esas medallas absurdas de los perdedores, el colofón a una temporada esquizofrénica.

El capitán portugués acude a la llamada, asiente ante las felicitaciones de los prebostes de la UEFA, admite la medalla solo para quitársela segundos después y se queda sentado en el suelo. El destino le ofrecería una nueva oportunidad en 2006, con las semifinales de un Mundial… pero entonces se le cruzó ni más ni menos que Zinedine Zidane.

Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"