sábado, enero 28, 2012

Celeste no es un color


Primera visión de Celeste en unas pozas cerca de un pueblo de Ávila. Celeste tímida, pequeña, una camiseta gris con tirantes y unos pantalones cortos. Su timidez en mi timidez. Algo después, Celeste jugando al mus y al parchís, jugando conmigo al mus y al parchís porque yo, ante todo, soy un estratega y eso debería haber quedado muy claro ya. Celeste y las fiestas. El alcohol y la oscuridad del verano en un molino reconvertido en casa rural, viajes al río para comer río, beber río, empaparse en río.

Celeste y sus 19 años frente a Guille y sus 28. Celeste invitando para jugarte a la contra, como esos equipos que te dan el balón y te dicen "venga, a ver qué haces con él", sabedores de que solo tienes centrocampistas y algunos demasiado lentos.

Días más tarde: mi primo y yo en su trabajo, un puesto de zumos en plena Plaza de Chueca. Táctica, todo táctica. Una chica que no utiliza móvil, una época que no entiende de Facebook, la casualidad forzada como única solución al conflicto. Mi primo y yo consumiendo zumos de manera compulsiva -yo quería que ella apareciera, él quería que yo me diera cuenta de que estaba haciendo el ridículo- hasta que Celeste llegó, efectivamente, y no trabajó sino que anunció que iba al cine sola mientras nos miraba con cara de contraataque.

Las excusas de mi primo, mis propuestas. El paseo hasta los Alphaville para ver una película japonesa. Yo detesto el cine japonés-chino-iraní, es un prejuicio como otro cualquiera, no tengo una tesis al respecto. Pero Celeste, claro. Celeste empeñada en ver películas orientales en bares sin palomitas y sonriendo todo el rato, como sonreía Alí antes de tumbar al rival. Una sonrisa Cheshire. Dos horas y media de niños sufrientes en ciudad asfixiante. Dos horas y media.

Dos horas y media.

La pregunta de rigor: "¿Vamos a tomar algo?" Era julio. Cualquier día de julio, no lo recuerdo. Su respuesta previsible: "No, mañana quiero levantarme pronto". Un enorme edificio derrumbado con un soplido. Ese era yo: el demiurgo más estúpido. El Schettino del amor. Vivía en Tirso de Molina. La gran mayoría de las chicas esquivas han vivido en algún momento u otro en Tirso de Molina. La acompañé hasta Sol, solo por acompañarla. Ella lo sabía: que la acompañaba solo por acompañarla, es decir, en busca de un milagro. De alguna manera, le tuvo que parecer tierno. Le tuve que parecer un casi-treintañero tierno y desvalido.

Aceptó la compañía sin incomodidades, una compañía sumisa, por supuesto, porque eran las dos de la mañana o algo así y yo llevaba construyendo castillos en el aire desde media tarde y las piernas ya me dolían, piernas de jugador de baloncesto por entonces, piernas que siguen piernas y se doblan, justo en Sol, donde esperas la última oportunidad, claro que la esperas. El giro del destino. Esperas y te doblas, te tocas las rodillas como si esperaras que en cualquier momento empezara la prórroga.

Celeste, de pie, 19 años, insisto. Yo, doblado, mirándola desde abajo, periodista digital de moderado éxito, gafas sin pasta, barba de unos días. Celeste y su mano. La mano de Celeste en mi hombro, condescendiente, aún sonriendo pero con un gesto algo más serio, algo más profesional. El toque ligero en el hombro y su voz que dice: "¿Estás cansado?" cuando en realidad quiere decir "Bien jugado", ese eufemismo que utilizas cuando has ganado al contrario por 50 puntos de diferencia y no quieres hacer sangre.

"Bien jugado", entendí yo y la frase me acompañó unos días. Justo los que me hicieron falta para encontrar una psicóloga, y esto lo digo completamente en serio, no es literatura. Perder con las profesionales, de acuerdo, pero cuando hasta las canteranas te masacran de esta manera es que tienes un problema.