Justo hasta aquí.
Puede que piensen que todo lo que diga estará mediatizado por nuestra relación. Es posible. Todos los profesores buscan suspender a sus alumnos excepto los de escritura, que suplican que sus alumnos les aprueben y no siempre lo consiguen. Casi nunca. Yo no he venido aquí a hablar de mí y en realidad tampoco he venido a hablar de Isabel, o solo en parte. Yo he venido a hablar de Donald Barthelme, solo eso, y llevo desde Plaza de Castilla con la idea en la cabeza sin que ninguna minifalda en Tribunal pueda hacerme cambiar de opinión.
Yo he venido a hablar de Barthelme y de cómo en mis clases de microrrelato animo a mis alumnos a que lleguen a escribir como Barthelme sin que nunca se me pasara por la cabeza que alguien lo fuera a intentar de verdad. Escribir, por ejemplo:
"Un hombre apareció en la sala. Traía las piernas desnudas y bajo la chaqueta del pijama asomaban sus partes íntimas. La mujer corrió hacia él con la manta del sofá y lo envolvió de cintura para abajo. Como si fuera un rollito de primavera.
- Mi padre
- Una amiga de su hija- se presentó Nora.
Le tendió la mano y el hombre caminó hacia ella con pasos muy cortos. Sus tobillos aprisionados por la tela estampada. La geisha más improbable del planeta.
- Tú tienes la culpa- rechazó el saludo.
- ¿Por qué yo?- preguntó Nora.
- Porque le cuentas cosas raras a la niña -la confundió con su esposa-. Cuentos raros. Es patraña de la Cenicienta.
- ¿Qué tiene de malo Cenicienta? - Nora le siguió el juego.
- Que es incongruente.
Nunca antes había usado esa palabra.
- Querrás decir improbable. Que es improbable que una sirvienta se convierta en princesa.
- No, no es eso. Es que si a las doce todo vuelve a su ser, si el carruaje se vuelve calabaza y los cocheros, ratones y el vestido de fiesta, harapos, ¿por qué el zapato de cristal no se vuelve pantufla?"
Puede que todo profesor no sea sino un escritor frustrado. Puede que todo escritor, en definitiva, no sea sino un escritor frustrado. Quién sabe. Probablemente ustedes quieran saber si de verdad deberían comprarse el libro o a qué demonios viene todo esto. Yo creo que sí, que deberían. Y además, leerlo, pero, ¿qué puedo decir yo? A mí, que Isabel me venga con que soy su profesor me coge como cuando a Labordeta le insistían en que Jiménez Losantos había sido su alumno. No es culpa mía. Nada de esto es culpa mía. Mientras Isabel escribía todas esas maravillas yo me limitaba a intentar salvar el mundo.