viernes, abril 27, 2012

El Festival de Málaga...


Para mí, el festival de Málaga es la enfermedad. El principio de la enfermedad. Los primeros días de angustia y cuartos de baño. Puede que no sea del todo justo: en realidad, Málaga también podría ser el previo de la enfermedad: los últimos momentos de verdadera salud y vitalidad, las fiestas en el Liceo, las niñas ofreciéndote sexo a cambio de Hugo Silva, las películas a las 10 y a las 12, los paseos nocturnos con Raúl Arévalo o Alberto Amarilla, las noches con Irene de Lucas viendo partidos del Barcelona en terrazas de abril...

Cada festival resulta doloroso a su manera. He sido muy feliz en festivales de cine, creo que no podría explicarlo con palabras. Ayer lo intenté pero no, no era capaz, demasiado entusiasmo: yo podía plantarme en San Sebastián, ver cinco películas en el Principal, vagabundear por el Viejo, dormir en pensiones de una estrella, acabar ligando con el jurado joven en el Bataplán y hacerlo todo yo solo. Una independencia total. Nunca me he sentido más liberado, más "yo" que en los festivales de cine, precisamente esa sucesión de oscuridades que le hacían a uno transformarse en cualquier otro.

Málaga, San Sebastián, Almería, Medina del Campo... Todos son un antes y un después de la enfermedad, un antes precioso, de hoteles Petit Palace y piscinas en las azoteas. Culpo a Málaga de lo que no quiero culpar a Medina porque Medina es un amigo de muchos más años, pero sí, las primeras molestias, en rigor, empezaron allí, solo que muy disimuladas. Abril de 2009. Los tiempos muertos entre interinidades por la Comunidad de Madrid. Paseos y botellas de agua.

El recuerdo de todo eso es difícil de asimilar porque no sabes qué parte de culpa tiene tu vejiga y qué parte de culpa tienes tú, es decir, hasta qué punto vas a cumplir 35 años y te has hecho un soso. Mi último año en San Sebastián fue 2009, un fin de semana imposible. Mi último año en Málaga fue 2010, apenas unos días para ver a los chicos de "Freek!" y tomar cafés con Roser Aguilar y Nausicaa Bonnín. La sensación de que no vas a volver o que no va a ser lo mismo. Una sensación estúpida, lo sé, pero que no tenía en Nueva York, por ejemplo, en peores momentos.

En fin, aquello era divertido: maletas y trenes con Jorge Sanz. Lo echo de menos. El año pasado, por ejemplo, me cansé de ver la promoción de "Verbo" en el Zinemaldia. Eso sí que fue triste. San Sebastián, mi hogar durante tantos septiembres, Edu, Alba, Andrea, María... Yo no estaba particularmente enfermo por entonces pero sí estaba en bancarrota. No tenía nada claro que pudiera pagar el alquiler de noviembre y si pude pagar el de octubre fue porque mis amigos me dejaron un dinero que igual no volvían a ver.

Apostaron y les salió bien. Ahora parece fácil decirlo.

Abría El País o El Mundo y allí estaban todos haciéndose fotos en el María Cristina. ¡El María Cristina sin mí, el Kursaal sin mí, la colección de pequeños buzones metálicos en el Plaza sin que ninguno tuviera mi nombre ni mi medio! Leyendo a Uriarte uno echa de menos aquellos tiempos de "no hacer nada", es decir, de hacerlo todo y al cien por cien. Acostarse a las cuatro y levantarse a las ocho para ver a Lars Von Trier en versión original danesa, torcerse un pie a las nueve de la mañana mientras riegan las calles de Málaga y un loco me pregunta dónde puede encontrar a Amaia Salamanca. Toda la colección de acreditaciones y colgantes, los nervios de la primera azafata.

Playas de Biarritz, San Juan de Dios, Hondarribia... Tú o yo, enano, le dije, pero yo soy más fuerte.